Érase una vez un mundo donde vivían separados hombres buenos y hombres malos. Los buenos se ayudaban entre sí según los principios del amor y la solidaridad, no les faltaba comida, abrigo, vivienda, educación ni medicina. El motor social funcionaba lubricado a la perfección por los buenos deseos de unos con otros. Cosa que no sucedía en la comunidad de malos.
Érase una vez un mundo donde vivían separados hombres buenos y hombres malos. Los buenos se ayudaban entre sí según los principios del amor y la solidaridad, no les faltaba comida, abrigo, vivienda, educación ni medicina. El motor social funcionaba lubricado a la perfección por los buenos deseos de unos con otros. Cosa que no sucedía en la comunidad de malos.
—Los malos se están destruyendo, cada cual mira por su beneficio propio sin pensar en los demás. El que hace pan, solo lo hace para sí y el que tiene ganado no comparte la leche ni la carne. No cuidan a sus hijos y les dejan morir. La anarquía es el único gobierno entre ellos— dijo el primer ministro en el Parlamento— ¿Qué podemos hacer nosotros?
—Según nuestros principios de amor y generosidad debemos favorecerles en todo lo que podamos— dijo el rey.
El acuerdo fue unánime, dispusieron enviarles toneladas de alimentos, medicinas, ropa, artículos de higiene, etc. Pasado un tiempo se volvió a reunir el Parlamento en torno al rey tomando la palabra el primer ministro.
—La experiencia de favorecerles ha sido nefasta, se han apoderado de los enseres los más ambiciosos y vuelven a estar todos en la miseria. Además, nuestras existencias de alimentos se agotan y pronto no habrá para nosotros.
Tomó la palabra el rey.
—Solo veo una solución, y es que convivamos con ellos para que se contagien de nuestro buen hacer. Solo viendo nuestro ejemplo cambiarán su comportamiento.
Después de muchas discusiones asintieron a la propuesta del rey pero con la condición de que la estancia fuese temporal. Así lo hicieron, se mezclaron entre ellos sin abandonar sus principios de amor.
Reunidos en asamblea pasado un año, el pueblo expresó sus quejas.
—Nos están desangrando, cuanto más les damos más nos exigen.
—La ley del amor no se instala en esta sociedad.
—No agradecen nada de lo que les damos.
—Vamos a aprender nosotros más de su picaresca que ellos de nuestra bondad.
El rey les escuchó con atención y por fin dio con una solución más viable. La comunicó al parlamento y todos se pusieron manos a la obra.
¿En qué consistió la genial idea del rey? Pues educar a todos, buenos y malos en la búsqueda del beneficio propio a través del trueque, del intercambio. El malo podía dar satisfacción a la búsqueda del placer propio sin agotar la provisión, dando algo a cambio de lo que deseaba de su semejante, mientras que el bueno recibía, al desprenderse de bienes, una compensación que le permitiría subsistir y seguir siendo bueno.
Costó convencer a los más puristas del parlamento defensores de que jamás necesitaron mostrar interés en algo para tener satisfechas sus necesidades puesto que la comunidad se ocupaba de ello. El rey les alentó para este nuevo reto de la bondad.
— ¡Qué maravilla! Hasta parece que los padres aman a sus hijos cuando en realidad lo hacen por algún interés personal— dijo el primer ministro.
—Actuando todos por interés personal nos beneficiamos buenos y malos, aunque cada uno con principios opuestos— dijo un diputado.
El rey concluyó la sesión plenamente satisfecho.
—No hemos erradicado la maldad, pero hemos hecho compatible la convivencia entre buenos y malos sin menoscabar la libertad de nadie y eso ya es importante. Este es el único mundo posible. A los buenos les recuerdo que, aunque aparentemente el interés personal les iguala a los malos, no olviden su misión de ser sal en el mundo.
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