El año 2005, Miller estaba preparando a sus 89 años una antología de su obra y compilando diarios para su publicación, cuando el corazón le falló en su granja de Connecticut (Nueva Inglaterra). Su último relato,
Beavers (Castores) apareció en la revista
Harper´s. Es la historia de un hombre que se propone matar a un castor que ronda por su propiedad, pero acaba revisando su propia vida. “No creía en su muerte”, escribe Miller: “A sus ojos, era inmortal”. Por lo que la última frase de este cuento resulta en este sentido premonitoria: “¿Podría algo darse finalmente por terminado, completamente comprendido y así de alguna manera más fácil de olvidar?”…
Aunque obras como
La muerte de un viajante no dejan de reponerse desde hace setenta años, la verdad es que desde el estreno de
El Precio en 1968, Miller no había vuelto a tener un claro éxito de crítica y público. Se ha dicho que el teatro es diversión, pero el suyo era un arte claramente dramático, algo que no está muy de moda hoy en día. Por eso tal vez sus obras fueron tan importantes en la dramática España franquista.
La muerte de un viajante se representó por primera vez en Madrid, en una versión dirigida por Tamayo en el
Teatro de la Comedia, la Semana Santa de 1952. A partir de ese día las colas se repitieron durante meses, para ver la tragedia de este hombre tan viejo y agotado como nuestro propio país.
El nombre de Miller era entonces sinónimo de audacia y ruptura, pero luego entra en un limbo de ostracismo a partir de los años setenta, en que ha adquirido una fama de moralista, anticuado y sermoneador. Pilar Miró lo rescata de nuevo en nuestro país en 1994 con una obra llamada
Cristales rotos, que interpreta José Sacristán. Miller viaja entonces por todo el mundo, aclamado como el último de los clásicos vivos, pero en su país una nueva generación de escritores como David Mamet, le ha tomado la delantera. Por lo que le resulta cada vez más difícil estrenar. Su obra
Panorama desde el puente (1956) fue sin embargo dirigida hace poco en España por Miguel Narros. En ella se acerca al mundo de los emigrados italianos. Su estreno coincidió en Estados Unidos con su boda con Marilyn Monroe, una combinación sorprendente para aquellos que ven la belleza y la inteligencia como algo incompatible.
Miller se divorció de la madre de sus dos hijos, para casarse con esta actriz, que era once años más joven que él. Estuvo con ella hasta que Marilyn se encaprichó del cantante francés Yves Montand. Un año después se suicidó. El drama de su matrimonio está muy bien reflejado en la obra
Después de la caída (1964)
, que hizo en España Adolfo Marsillach, pero antes de su ruptura hicieron una turbulenta película con John Huston,
Vidas rebeldes (1961)
, donde Miller conoce a una fotógrafa austriaca llamada Inge Morath, que había huido de los nazis para trabajar en París. Ella será su siguiente esposa, hasta que muere el año 2002. La hija que tuvieron los dos, Rebecca es ahora director de cine y está casada con el actor Daniel Day-Lewis.
LA TRAGEDIA DE UN HOMBRE PATÉTICO
Este judío polaco, hijo de la Depresión, nació en el barrio neoyorquino de Harlem en 1917. Aunque era hijo de una maestra de escuela, no había ido al teatro nada más que dos ocasiones, siendo niño. Terminó el instituto a trancas y barrancas, ya que prefería los deportes a los libros, pero una lesión jugando al rugby le libró de combatir en la II Guerra Mundial. Tras trabajar en un almacén y como lavaplatos en la Universidad de Michigan, donde acabó matriculándose, escribió su primera obra en 1944,
Un hombre con mucha suerte. Vapuleado por la crítica, se dedica entonces a la novela. Su libro
Focus (1945) es un curioso alegato contra el antisemitismo americano, que fue llevado hace poco al cine en Canadá por el prestigioso actor William Macy.
Miller vuelve entonces al teatro, donde tiene su primer éxito con su segunda pieza,
Todos eran mis hijos (1947), un drama sobre un empresario sin escrúpulos que vendía material defectuoso al ejército.
Desde el estreno de Muerte de un viajante en Nueva York en 1949, en un montaje dirigido por el cineasta de origen armenio Elia Kazan, Miller es considerado un clásico, aunque sólo tenía 33 años. Sólo esta pieza lo ha colocado a la altura de Ibsen o Chejov. Por lo que junto a Eugene O´Neill y Tennessee Williams, no hay duda que Miller es uno de los más grandes dramaturgos americanos del siglo XX. La obra que fue repuesta en Madrid el año 2000 por el Centro Dramático Nacional, tiene una demoledora capacidad para inquietar a una sociedad maquillada de bienestar, confort, éxito y consumismo. Pues en lo más hondo de nuestro ser, todos sabemos que esto no es más que un gran escaparate, por lo que todo se va a tambalear en cualquier momento bajo nuestros píes.
Miller nos llega literalmente al alma, porque está hablando de nosotros. Nuestro destino parece estar extrañamente unido al de Willy Loman. Por lo que nuestro temor es que la tierra que arroja Linda sobre el féretro de su marido se convierta en una metáfora de nuestro propio entierro. Cuando afloran las lágrimas ante la tragedia de este hombre ridículo, sentimos nuestro propio fracaso como padres y el patetismo de esa figura que adora los valores que lo están destruyendo. Esta es una obra imperecedera, porque nos toca en lo más íntimo, ya que habla de nuestra condición humana.
LAS BRUJAS DE SALEM
Cuando Miller es llamado a declarar ante el comité de Actividades Antiamericana del senador McCarthy, él a diferencia de Kazan, no da nombres. Su experiencia le lleva a escribir su obra sobre Las brujas de Salem en 1953, que se llevó luego al cine como El crisol. La película dirigida por Nicholas Hytner, tiene un guión escrito por el propio Miller, que fue nominado al
Oscar. En él considera todavía la obra de “alarmante actualidad, ya que habla directamente del fanatismo religioso”. Su historia en ese sentido ha sobrevivido la “caza de brujas” de McCarthy para adquirir una dimensión universal.
Lo ocurrido en Salem en 1692 tiene que ver con el sueño púritano de recobrar “el paraíso perdido”, aunque sea de un modo austero y provisto de vanidad. El diablo aparece precisamente ante ese anhelo perfeccionista, que aspira limpiar la sociedad como por un crisol. La presión constante para consagrar todas las facetas de la vida a la gloria de Dios abre así una puerta inesperada al poder del Maligno, cuando unas chicas acusan de brujería a varios miembros de la comunidad en un momento en que el pastor se enfrenta a un grupo en la iglesia que está decidido a acabar con su ministerio.
El personaje del juez Danforth, interpretado en la película por el excelente actor Paul Scofield, es un hombre que desea acabar sinceramente con el poder del diablo. El actor dice que se inspiró para ello en Tomás Moro, el modelo de integridad que inmortalizó Robert Bolt en el teatro y Fred Zinnemann en el cine en
Un hombre para la eternidad. Ya que antes de convertirse en mártir católico en manos de Enrique VIII, Moro se dedicó a enviar protestantes a la hoguera con considerable entusiasmo.
Es ese celo errado el que desata la persecución, que vive Proctor (Daniel Day-Lewis) con un sentimiento de culpabilidad, debido a su obsesión adúltera por Abigail (Winona Ryder). Mientras que el pastor Parris actúa básicamente por temor a perder su puesto, el pastor Hale, experto en demonología, nos recuerda a más de un exaltado especialista evangélico actual en “la guerra espiritual”. Su tarea es descubrir al “diablo despojado de sus toscos disfraces”, dispuesto a “aplastarlo por completo” en cuanto nos enseñe su rostro. En todo ve conjuros, pero él va a “quebrar el poder” del demonio, abriendo “por la fuerza las manos de Lucifer” para hacer a todos “buenos cristianos”.
EL MITO DE LA AMÉRICA CRISTIANA
La creencia de que una nación puede beneficiarse de una relación especial con Dios tiene por supuesto su raíz en la Biblia. Israel fue el pueblo escogido por Dios en el Antiguo Testamento, pero en el Nuevo no encontramos una nación cristiana. Algunos creyentes creen que su país es cristiano porque sus costumbres o su forma de pensar se ajustan más o menos a las normas de la justicia divina. Otros creen que sus instituciones son las que encarnan ciertos principios cristianos, que les permiten calificar a su país de cristiano. Pero hay todavía también quien opina que Dios tiene simplemente un compromiso especial con una nación en particular, en este caso los Estados Unidos.
Los esfuerzos de muchos evangélicos norteamericanos en restablecer una herencia cristiana que corre peligro de desaparecer, nos recuerdan esa otra cara del sueño americano de la que hablaba Miller. Uno de los rasgos más sobresalientes de la fundación de Estados Unidos fue esa fe compartida en un Dios, que para hombres como Jefferson o Franklin tiene más que ver con una concepción deísta que con una fe cristiana ortodoxa. Su aceptación sin embargo de la enseñanza moral tradicional hizo que expresiones de la Constitución americana como el “Dios de la naturaleza”, “el Creador” o la “divina providencia” se leyeran en un sentido cristiano.
Los puritanos de Nueva Inglaterra afirmaron reiteradamente que Dios había establecido un pacto con el pueblo americano, que veía la fundación de las colonias como el aura de un periodo milenial. El éxito de las armas durante la Guerra de la Independencia se vio como una intervención especial de la Providencia, por el que “la causa de América” llega a ser “la causa de Cristo”, utilizando las palabras de un piadoso presbiteriano de la época. Alexander Campbell, el fundador de las
Iglesias de Cristo, llegó a decir que después de la Encarnación, el 4 de julio era el día más importante en la historia de la humanidad. Y durante la guerra civil, tanto el Norte como el Sur, utilizaron la Biblia para defender sus causas respectivas, no por simple razón de derecho o justicia, sino como si se tratara de “la causa de Cristo”.
La Escrituras no dicen nada contra el amor a la patria, pero algunos se refieren a la América cristiana como si la historia de esta nación continuara la historia de la salvación. Esto no es un error, si no una herejía. En la historia de la humanidad existe solamente un pueblo, el Israel del
Antiguo Testamento, que haya tenido una relación especial con Dios. Ninguna nación hoy, incluida Estados Unidos, puede ser el nuevo Israel de Dios. El cristianismo ha tenido una gran influencia en la historia americana. Se ha hecho en ese país mucho bien, pero también grandes males, en el nombre de Cristo. Basta pensar el trato que reciben los pobres y desvalidos de esta sociedad, siendo precisamente estas personas para los que la Escritura demanda una atención especial. Por no hablar del exterminio de los indios o del apoyo a la esclavitud…
Eso no significa que Estados Unidos sea peor que otras naciones. Lo que Miller apunta es el peligro de querer construir la nueva Jerusalén en la tierra. Hasta que el Reino de Dios sea instaurado finalmente, toda institución humana es imperfecta. La mejor teoría política e intento de darle forma por medio de leyes en la práctica, está afectada por el hecho inevitable de que todo pensador, político, gobernante y ciudadano es pecador, ya que nuestro egoísmo estropea los mejores esquemas. Los hombres sueñan utopías, pero una y otra vez acaban en la realidad de la desilusión. El gobernante ideal siempre acaba abusando de su poder, debido a su codicia, inmoralidad y egoísmo. Y el pueblo tiene muchas veces los gobernantes que se merece, ya que todos buscamos nuestro propio interés y privilegios. Porque el enemigo está dentro de nosotros.
El Reino de Dios tiene sin embargo un gran futuro. Ya que ¡lo mejor está todavía por venir! En Cristo Jesús somos “más que vencedores” (
Ro. 8:37). Por lo que cuando oramos
Venga Tu Reino lo hacemos con la seguridad de que ese Reino ha venido, aunque no haya sido todavía consumado. Lo será finalmente cuando el Rey venga, toda rodilla se doble ante Él y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor (
Fil. 2:10-11). Toda rebelión y arrogancia será entonces sometida a la autoridad suprema del Altísimo. Entonces veremos cómo “los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y Él reinará por los siglos de los siglos” (
Ap. 11:15).
Si quieres comentar o