El sufrimiento. Sí. Se trata del sufrimiento. Dos sufrimientos: el de Dios en la persona de su hijo Jesús, y el del hombre. Es un misterio difícil de descifrar para el hombre. El hombre sufre tragedias, enfermedades, dolores, depresiones, accidentes que le dejan sin poder moverse, reducidos a situaciones en donde se preguntan y parece no llegarles nunca la respuesta. Pero si misterio nos parece el sufrimiento y el dolor del hombre, cuánto más nos parecerá misterioso el sufrimiento de Dios: Jesús, experto en sufrimiento, experimentado en quebranto, crucificado y sufriendo con los que sufren. ¡Terrible misterio! Misterio inconmensurable que no alcanzaremos a entender nunca. El misterio de la pasión de Cristo y el no menor misterio de la pasión sufriente del hombre.
Dos misterios, dos pasiones.
Nosotros tenemos más cerca y lo experimentamos más, el sufrimiento del hombre. Los psicólogos y psiquiatras nos dicen que ante la irrupción del sufrimiento en un ser humano cercano a nosotros, cuando el sufrimiento desata la lengua de los que padecen y explotan ante lo inentendible, lo mejor no es dar consejos. Ante el misterio, lo que mejor casa es el silencio. Un silencio abierto en escucha ante lo que no entendemos, silencio que contempla la profundidad de lo misterioso y oculto a nosotros, un silencio que agranda los ojos, sella la boca y abre el corazón en empatía con el que sufre. Un silencio elocuente, que habla, que grita sin que se pronuncie sonido alguno. Un silencio que nos sumerge en las profundidades del ser y nos funde con lo misterioso de la vida. Un silencio que, ante el sufriente, se convierte en una presencia que habla y se expresa con sus ojos, con sus movimientos, quizás con una caricia, con un agarrar la mano del ser que se sumerge en el pozo oscuro de la desesperación.
Si nos metemos en el misterio del sufrimiento del hombre, será como empezar una inmersión hacia lo profundo en el que no encontramos nunca el fondo. La inmersión será indefinida, se acercará al eterno profundizar sin entender del todo, un lanzar preguntas que rebotan como en un muro que no nos devuelve respuestas definitivas. La única observación que percibiremos será la de seguir profundizando, ahondando. El pozo es hondo y a veces no tenemos con qué sacar esa agua que nos de una luz ante lo misterioso. Seguiremos profundizando y veremos el fondo, el final, el querer llegar a entrever y desentrañar algo de lo misterioso como algo que nos atrae y que nos fascina... sin que lleguemos a entenderlo.
No hemos de quedarnos irreflexivos ante el misterio a pesar de sus características. Debemos pararnos ante él y contemplar, lanzar preguntas hasta sentir que nos desfondamos, que nos vaciamos, que miramos a la lejanía sin entender. Es quizás entonces cuando nos llenamos, cuando nos sentimos plenos, cerca de lo infinito, de la sabiduría del Eterno que nos llena de sentido incluso ante lo misterioso.
¿Cómo de cerca tenemos el sufrimiento de Dios? Si misterioso es el sufrimiento del hombre, qué vamos a decir ante el sufrimiento de Dios, del crucificado, del Dios apaleado, abofeteado y que, además, sufre con nosotros. Un misterio tan hondo o más que el misterio en torno al sufrimiento del hombre. La Biblia nos amplía el halo de misterio cuando nos dice que es un Dios que puede participar de nuestro sufrimiento. Nos situamos así en el hondón del misterio que se refleja en el último reducto de nuestra alma. Dios y el hombre caminan juntos unidos por lazos de sufrimiento.
Muchos que dicen pasar por la vida en un reducto de cierta ausencia de profundo sufrimiento, lloran y sufren con los relatos de la pasión del Hijo de Dios. Sin embargo, terrible contradicción, dan la espalda al hombre que sufre. ¡Qué falta de autenticidad en la vivencia del la espiritualidad cristiana! ¿Cómo puede ser esto posible ante un Dios que nos enseña que el amor a Él mismo y al hombre debe estar en relación de semejanza? Si estamos de espaldas al sufrimiento de los hombres, no podemos estar de cara al sufrimiento de Jesús.
A los cristianos, a veces, nos gustaría comprender a Jesús en su sufrimiento. Jamás podremos entender la pasión de Jesús, si envueltos en una religiosidad desenraizada nos desentendemos de la pasión del hombre, del sufrimiento de los que mueren de hambre, del sufrimiento de los apaleados de la vida, de los injustamente tratados, de los torturados sin que hayan hecho maldades como para recibir esos sufrimientos inhumanos... Jesús es humano, muy humano y sufre con todos estos hechos, con sus criaturas.
No des la espalda al sufrimiento de los hombres, porque te pondrás de espaldas al sufrimiento del mismo Dios. No. No nos pongamos de espaldas al grito de dolor de los hombres, de los pobres, de los oprimidos, de los enfermos. Si damos la espalda a estos coetáneos nuestros, no entenderemos nunca al experto en sufrimiento que fue Jesús, el experimentado en todo quebranto. No comprenderemos nunca la pasión de Dios si damos la espalda al grito de los hombres sufrientes. Quizás la única manera de entender la pasión de Dios es compartir y ponerse de frente en actitud de servicio frente a los sufrientes de la tierra.
Otra parte de estos dos misterios, de estas dos pasiones:
No entenderemos la pasión del hombre si no la miramos desde el crucificado, desde el sufrimiento de un Dios que nos dice que cuando eliminamos sufrimiento de los hombres, de los más pequeños, de los ínfimos, de los tirados al lado del camino, estamos eliminando su propio sufrimiento. ¡Qué misterio más tremendo! A qué inmensa profundidad tenemos que descender para encontrar algo de sentido a este Dios que nos acompaña en nuestro sufrir.
Dos misterios y dos pasiones que reclaman dos miradas: Una mirada al mundo sufriente desde la pasión de Dios y una mirada al Dios experimentado en quebranto, el experto en sufrimiento, desde la pasión del hombre. Quizás esto sea un principio para comenzar a sentirnos solidarios con el hombre que sufre, el principio de una eliminación real de la pobreza en el mundo, el principio de una solidaridad amorosa que nos haga sufrir con el hombre despojado y robado de dignidad... aunque actuemos en silencio, en un silencio elocuente que vaya siendo un fermento de solidaridad y amor entre los hombres.
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