A veces caminamos tranquilos ante el espectáculo y escándalo de la pobreza en el mundo. Vemos todo un escenario de horror, pero pensamos que nosotros no lo hemos montado. No somos culpables. Intentamos acallar nuestras conciencias y no queremos ser interpelados por los sujetos que padecen dentro de esos escenarios de muerte. ¡Yo no soy culpable! ¡Yo no soy culpable! Nos repetimos y no dejamos que los gritos de los excluidos nos interpelen. Yo no he hecho nada, decimos. Pero en ese no hacer nada metemos tanto las acciones negativas como las positivas. Pasamos de largo cuando deberíamos actuar, compartir, mancharnos las manos.
Dios condenó al rico con relación a Lázaro, no porque hiciera acciones negativas de maltrato, no porque le diera patadas para echarlo de su presencia, sino porque habiendo tenido en sus manos la posibilidad de hacer la acción positiva de sacarle del pozo donde estaba hundido, no lo hizo. Fue pasivo. Creyó que ese escenario de horror, en el que vivía Lázaro, no lo había creado él. Se equivocaba por pasivo, por insolidario, por ser incapaz de compartir y mancharse las manos en la rehabilitación y dignificación de un hombre.
Muchos cristianos piensan que la injusticia en el mundo no es un problema de ellos que viven separados y de espaldas al mundo, al dolor de los hombres. Creen que la pobreza, la injusticia y la opresión se producen por sí mismas y que contra ello nada se puede hacer. NO usan ni su voz de denuncia ni su voz profética. No comparten ni gritan contra los opresores, sino que los tienen como modelo a imitar… la riqueza como prestigio. Piensan que, quizás, si hay desequilibrios infernales en los sistemas económicos dejando a más de media humanidad en pobreza, debe ser por culpa de algunos hombres malos, muy malos con los cuales yo no tengo nada que ver… y quedamos paralizados, pasivos, insolidarios sin ser movidos s misericordia.
No nos damos cuenta que, nosotros que calentamos los bancos de las iglesias, también tenemos nuestros pecados de egoísmo, de acumulaciones, de cerrar el puño para no compartir, de estar de espaldas al grito de los oprimidos, de no trabajar por la justicia en el mundo, de no intentar que los últimos, siguiendo el aserto bíblico, pasen a ser los primeros. Y nuestros pecados individuales, aunque los consideremos como pequeños, unidos al pecado de insolidaridades de todos, pasan a ser pecados sociales que alimentan las estructuras injustas del mundo, las estructuras económicas que empobrecen a más de medio mundo y que ponen la escasez del pobre en las mesas de los ricos.
Si los cristianos practicáramos la projimidad enseñada por Jesús, la solidaridad cristiana, usáramos la voz de denuncia e hiciéramos justicia, el milagro se podría producir:
Dios nos ayudaría a ser agentes de liberación de los oprimidos, pobres y sufrientes del mundo.
El pecado personal no queda sólo como algo entre Dios y nosotros, no queda como algo que se queda sólo en mi interior sin que pase a formar parte de las estructuras injustas. El pecado personal deviene en pecado social que puede empobrecer y marginar a otros. Podemos ser culpables. De hecho, somos culpables.
Cuando uno se siente culpable, algo en su interior puede comenzar a moverse. Se puede comenzar a sentir el deseo de pedirle a Dios que nos saque de este pozo profundo e insolidario y sentimos la necesidad de buscar justicia, de ser personados y convertidos en nuevas criaturas capaces de sentirse movidos a misericordia. Nos damos cuenta como el pecado personal de muchos va cristalizando en leyes, normas y costumbres que sólo benefician a los poderosos y ricos de este mundo, a los acumuladores y opresores que se montan encima de los empobrecidos y dejados tirados y apaleados al lado del camino pr el que pasan religiosos o conocedores de la ley y miran para otro lado. El que se ha sentido culpable y ha sido personado, no puede pasar de largo, sino que se convierte en las manos y los pies del Señor actuando, se convierte en el seguidor del ejemplo del buen samaritano de la parábola.
Todo lo que beneficia a los poderosos, sean leyes, normas, concepciones del mercado, de la economía, de la justicia, todo lo que hace que algunos se enriquezcan y llenen sus graneros como el rico necio de la parábola, empobrece a otros. ¿De parte de quién estamos para no sentirnos culpables? ¿Cómo actuamos, cómo denunciamos, cómo nos convertimos en voceros de Dios, en sus manos y sus pies actuando en el mundo? ¿Cómo entendemos la vivencia de la espiritualidad cristiana?
A veces,
he visitado iglesias y alguien me ha dicho que la eliminación de la pobreza está en manos de los políticos. Se echan para atrás, se echan fuera. No conocen la fuerza del Evangelio actuando en el mundo. No conocen sus responsabilidades cristianas. Pasan de largo como malos prójimos. No denuncian, no actúan, no comparten… no aman ni están dispuestos a dar arte de su tiempo, de sus bienes o de su vida a favor del prójimo necesitado. Caemos en la falta de misericordia. Yo quiero sentirme también culpable y ponerme delante de Dios para que Él me perdone y me use en la búsqueda de justicia, en la labor profética, en ser un vocero a favor de la justicia y del prójimo despojado de sus bienes y de su dignidad… es el camino.
Los cristianos tenemos que tener cuidado para que con nuestros comportamientos, nuestras faltas de compromiso, nuestras formas de vivir, nuestros estilos sociales, no ayuden a hacer cada vez más fuertes todas las estructuras, todos los mecanismos sociales marginantes y empobrecedores.
Una llamada a los cristianos: No nos comportemos ni asumamos los valores que están reforzando la injusticia y la opresión en el mundo, los valores antibíblicos que, como contravalores con los valores del Reino, entran en nuestras iglesias y en nuestras vidas alineándonos con los opresores del mundo.
Mejor sentirse culpables y pedir perdón. Dar la vuelta. Convertirse y cambiar de dirección siguiendo las sendas de justicia y de compromiso con el hombre. La conversión es tanto personal como social. Si nuestra conversión no repercute para nada en el ámbito social, deberíamos plantearnos si realmente se trata de la conversión verdadera hacia el Dios de la vida.
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