¿Qué ciudadanía tienen los ilegales? ¿Están marginados de la ciudadanía? ¿Se puede hablar en los países de acogida de los inmigrantes como nuevos ciudadanos o están excluidos de ciudadanía por su condición jurídica internacional? El artículo 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tiene una segunda parte que, sin duda, es importante. Es la referida a la no distinción que debe haber entre personas “fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona”.
Los cristianos, aunque afirmamos que
“nuestra ciudadanía está en los cielos”, siendo ciudadanos de dos mundos, también nos debemos de preocupar de aquellos a los que no se les reconoce ciudadanía, a los que se les llama ilegales, rechazados por su condición política o jurídica, sin derechos.
En la Biblia, a los creyentes, se nos llama y se nos trata como a extranjeros y peregrinos en medio de este mundo. Desde esta condición, los cristianos son los más preparados para entender a todos los rechazados, los no acogidos, los ignorados por situaciones o condiciones jurídicas, políticas o internacionales.
Una vez más, la Biblia y los Derechos Humanos se ponen en línea de defensa de los rechazados y proscritos por su condición política o jurídica. No estaría mal que los cristianos tuvieran la Biblia en una mano y la Declaración Universal de los Derechos Humanos en la otra.
Es verdad que es lógico que los cristianos guardemos la distancia entre Palabra revelada y palabra de hombres solidariosque, con humanidad, se transforman en manos tendidas hacia los humillados y ofendidos, hacia los empobrecidos y privados de sus derechos, tanto económicos, como políticos, como jurídicos. Es, aunque desde la laicidad, ponerse en línea con los valores del Reino.
¿Puede estar, en algunos casos, la laicidad en línea con los valores del Reino defendiendo a los tachados de ilegales, de no ciudadanos?
Muchos, desde su laicidad, pueden estar respondiendo a la llamada de Dios. ¿Es esto posible?
No me extraña que en el juicio de las naciones, muchos, desde la inconsciencia, cuando reciban a probación de Dios dirán:
“Señor, ¿cuándo?”. Pero eso no nos corresponde a nosotros juzgarlo. Nos podemos equivocar. No tenemos la mente de Dios.
No obstante, conocer y reflexionar sobre los Derechos Humanos nos ayuda a todos, a creyentes y no creyentes.
Ninguna persona tiene que ser ilegal independientemente de su situación. Esto que se puede entender desde la laicidad, es imprescindible que se entienda desde la vivencia de la espiritualidad cristiana. Está claro es que desde el sentir cristiano no se puede dar la espalda al grito del estigmatizado por su condición política, jurídica o internacional.
La verdad es que puede sonar un poco abstracto y tangencial para el cristianismo, pero, en la línea que estamos de seguimiento de la Declaración de los Derechos humanos, muchísimo menos aún desde los valores bíblicos, los cristianos no tenemos que ser ajenos a las circunstancias políticas en las que nos movemos en defensa siempre de los más débiles.
La pasividad que nos hace mirar hacia otro lado cuando contemplamos al prójimo, mutila nuestra espiritualidad cristiana y nos convierte en seguidores de vanos rituales. Tenemos que replantearnos el concepto de cristianismo.
Los Derechos Humanos no dependen de la condición política de la persona, ni han sido otorgados, como a veces tendemos a pensar, por ningún poder político ni por ningún régimen jurídico especial. Lo mismo ocurre, con más propiedad, con los valores bíblicos. Todo depende del valor intrínseco de la persona, valor que para los cristianos depende del hecho de ser todos nosotros criaturas hechas a imagen y semejanza del Creador y, para los no creyentes, de la dignidad humana que no hay que arrebatar a ningún ser humano. Si los creyentes tuvieran esto en cuenta, nuestra relación con el prójimo sufriente, sea por causas políticas, jurídicas, económicas o sociales, sería diferente. Entenderíamos mejor el concepto de projimidad y por qué el amor a Dios es semejante al amor al hombre.
Si no tenemos claro estos conceptos, los cristianos podemos caer en el error de dejar al ámbito de la política, o al de las diferentes áreas de gestión política concreta, la defensa de los Derechos Humanos. Es un error. Los más humanos de los derechos están en la Biblia. Jesús fue profundamente humano. Se situó ante los hombres con más humanidad aún que la Declaración que estamos comentando.
Los cristianos nos deshumanizamos y, por tanto, nos descristianizamos, cuando abandonamos nuestros deberes humanitarios y de amor para con el prójimo. Cuando los cristianos hacemos dejación de nuestros deberes para con el prójimo, aunque pensemos que no estamos haciendo nada contra él, estamos cayendo en el pecado de omisión de la ayuda cuando nos comportamos así. Humanamente hablando, nos hacemos cómplices de la injusticia.
Los cristianos no podemos hacer acepción de personas, ni establecer diferencias discriminatorias en contra de los débiles y oprimidos del mundo. Lo que sí debemos hacer los cristianos es respetar la
“diferencia”, no faltar al respeto y acogida que se debe dar siempre al
“diferente” por cualquier causa o circunstancia, sea ésta política, jurídica, de relaciones internacionales o de posición socioeconómica.
Para los cristianos, los recién llegados de otros lugares del mundo cruzando fronteras y mares, son para nosotros nuevos ciudadanos, más aún, nuestros hermanos con los que nos regocijamos en la alegría del encuentro.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos sigue diciendo que
“no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona”. Y la Biblia nos recuerda que acojamos a los proscritos por el mundo, porque
“nuestra ciudadanía está en los cielos”.
Desde esa ciudadanía no podemos faltar a nuestros deberes de projimidad. Si no, nuestra ciudadanía es falsa. Somos ciudadanos que dependen de los valores mundanos, del egoísmo, de un malentendido prestigio y del dinero.
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