Nuestras ciudades, mosaicos de culturas y de razas, de idiomas y de costumbres. Un mundo de pocos ricos y muchos pobres. ¿Respetamos la diferencia? ¿Somos solidarios o discriminamos haciendo distinciones? Los Derechos Humanos insisten: “sin distinción alguna”. Para la Biblia no hay esclavo ni libre, rico ni pobre, sólo existe la raza humana… No hay distinciones. Somos uno en Cristo. ¿Es esto hoy una realidad en nuestras iglesias y en nuestras sociedades?
Cuando pensamos en la situación del mundo y observamos el racismo, la xenofobia, las problemáticas de las migraciones internacionales, los abusos, los sufrimientos, la nueva esclavitud que en muchos países se da lugar hoy, en el siglo XXI, no es difícil darse cuenta que necesitamos hablar, denunciar, evangelizar las culturas, sacar a primera línea los valores del Reino que encontramos en la Biblia.
En nuestras sociedades, en las grandes ciudades de lo que podría llamarse el Norte rico, todas esas problemáticas se dan igualmente. Nuestras sociedades son mosaicos de culturas, de razas, de grupos humanos en pobreza en medio del despilfarro, de prepotencias de algunos y de humillaciones de otros. Incluso dentro de nuestras iglesias se pueden ver estos grupos y estas situaciones humanas. Se pueden dar entre los que deberíamos estar practicando la projimidad a las que nos llama Jesús.
Muchas de estas situaciones se dan en torno a las personas que se acogen a los flujos migratorios para poder comer, cambiar de vida, buscar unas mejores alternativas para sus hijos, se dan en la pobreza urbana, en el que se podría llamar el Cuarto Mundo Urbano, se reflejan en todos nuestros ámbitos sociales.
El artículo 2 de a Declaración Universal de los Derechos Humanos nos habla de los derechos y libertades de todos, pero da como un mazazo a nuestras conciencias en el momento actual cuando dice “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
¿Podemos mirar a los ojos de nuestros inmigrantes, a los ojos de esos nuevos ciudadanos que se acercan a nosotros buscando mejores opciones de vida, a los que están dentro de nuestras puertas con diferentes colores de piel, diferentes lenguas, diferentes religiones y posiciones socioeconómicas, y decirles en alta voz y con un mínimo de reconocimiento de nuestra dignidad y la suya que este artículo 2 de esta Declaración funciona en el mundo hoy, en nuestra España? Deberíamos ver en los diferentes aspectos de nuestros hermanos el multiforme rostro de Dios.
¿Podemos decir los cristianos que funciona dentro de nuestras iglesias, dentro de la casa de Dios en donde nadie se debería sentir extranjero ni diferente porque todos somos uno en Dios? ¿De qué o de quién depende el que este artículo tan importante en el mundo hoy llegue a funcionar? ¿Depende, también, en gran parte de los cristianos, de la iglesia cristiana? Miremos nuestros entornos religiosos y analicemos nuestros comportamientos, cómo es nuestra acogida y si realmente nos gozamos y experimentamos la alegría del encuentro con nuestros hermanos respetando sus diferencias.
La Biblia puede abrazar y asumir con sus valores todo lo expresado en este artículo 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Lo va a decir con otras palabras, con formas más excelsas y trascendentes, pero arraigadas igualmente en nuestra realidad histórica, socioeconómica y cultural. La Biblia rechaza todo tipo de racismo, de discriminación por el color o la lengua, por la procedencia. Uno de los colectivos protegidos de una forma especial por el texto bíblico tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento es el colectivo de los extranjeros a los que hay que cuidar, dar acogida, respetar sus diferencias.
Dice en palabras del Apóstol Pablo a los Corintios:
“Para nosotros, sin embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él”.
Es el “Padre nuestro” que nos hace a todos iguales en derechos y libertades… Sin embargo, a veces, corremos el riesgo de establecer diferencias incluso en el seno de la iglesia.
Hemos de recordar siempre que en la casa de Dios nadie debería ser considerado como extranjero, ni inmigrante, sino nuevos miembros, hermanos iguales los unos a los otros. Los cristianos deberíamos ser los primeros que nos oponemos al racismo, la xenofobia, las prepotencias culturales que desprecian a personas pertenecientes a otras culturas. Debemos ser culturas abiertas y dispuestas a enriquecernos en contacto con las demás practicando una auténtica interculturalidad.
Escuchad lo que dice la Palabra de Dios
: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Este
“ser uno” nos hermana, nos iguala y nos debe lanzar a todos los cristianos, sin distinción de confesión cristiana, denominación u otra circunstancia, a la acción, a la denuncia, a la dignificación de las personas, a la lucha por la igualdad de derechos y libertades.
Los cristianos deberíamos ser el fermento que impide todo racismo, toda oposición discriminatoria contra los extranjeros que están dentro de nuestras puertas, deberíamos ser oposición, incluso política, de aquellas fuerzas que rechazan al extranjero simplemente por serlo, identificando en muchos casos inmigración con delincuencia o con problemáticas sociales.No hemos aprendido la lección de Jesús de amar al prójimo. El ejemplo de buen prójimo, en la parábola del Buen Samaritano, lo pone Jesús en la figura de un extranjero despreciado por los judíos.
No viene mal a los cristianos el hacer un ejercicio de puesta en común del texto bíblico con el de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Aunque los cristianos salvemos las diferencias entre las escrituras que son para nosotros Palabra de Dios y aquellos escritos que puedan llamarse seculares, este ejercicio de puesta en común va a redundar en un mayor enraizamiento de la Palabra de Dios en nuestra historia, en nuestra realidad social.
Eso nos puede ayudar a evangelizar la cultura y hacernos responsables ante la Pregunta de Dios al hombre que nos la hace a través de la pregunta que Dios hace a Caín en el momento del asesinato del hermano: “¿Dónde está tu hermano?”.Y la respuesta nunca debe ser racista, ni xenófoba, ni despectiva, ni marginadora, ni prepotente. Tampoco debe ser la de Caín:
“No sé. ¿Soy yo, acaso, el guardián de mi hermano?”. Esta es la respuesta de la muerte, del que es capaz de asesinar, de despreciar, de expulsar de no dar acogida. Nosotros debemos ser diferentes.
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