La palabra es muy importante en todos los aspectos, pero debe ser coherente. Dios hizo con la palabra. La palabra transforma realidades. Pero cuando se habla y no se hace, la palabra es vana. Igualmente la religiosidad. Si es de verborrea, pero no comprometida con la acción, no llega a los oídos de Dios y, si llega, es incomprensible a sus oídos. Una molestia.
“¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?”. (Ver Lucas 6:46-49). Este es un texto que critica la vana espiritualidad que se monta solamente en expresiones vacías, a verborrea, y que rehúye los compromisos de la acción, critica la espiritualidad que evita la solidaridad y que puede pasar de largo ante el grito de los pobres y de los sufrientes del mundo. Dios no lo entiende.
Jesús no puede entender una religiosidad inhumana, orientada solamente a gozarnos en lo que puede parecer las cosas de arriba, sin darnos cuenta que, entre las cosas de arriba, el mayor concepto comprometido con la tierra es el de la projimidad, el del amor al prójimo, el de preocuparnos y actuar ante el robo y la pérdida de dignidad de tantos seres humanos que están tirados, despojados y apaleados al lado del camino.
De ahí el grito de Jesús ante la vivencia de una espiritualidad insolidaria, de palabrería, de espaldas al dolor del prójimo: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?”. Es un grito de crítica a la vivencia de religiosidades vanas y no comprometidas con el auténtico Evangelio.
Quizás esta frase que sirve de pórtico a la parábola de los dos cimientos en la que se nos dice que debemos ser hacedores de la Palabra, debería estar tanto a la entrada como a la salida de los templos. Debería ser una llamada de atención continua para que no caigamos en la vivencia de espiritualidades insolidarias vanas, de palabrerías y de autodisfrute, pero que les falta la acción y el compromiso para con el prójimo. Como dice el Apóstol Santiago comentando el que debemos ser hacedores de la Palabra, nos engañamos a nosotros mismos.
La parábola de los dos cimientos nos lleva a la conclusión de que construir una espiritualidad sobre las palabras a las que le faltan los hechos y los compromisos de vida a favor de los que nos necesitan, del prójimo robado y apaleado por las estructuras sociales injustas que se han creado como estructuras de pecado, es como construir un edificio sobre la arena, sin cimientos.
Se puede trabajar y parecer, aparentemente, tan efectivos como los solidarios y que siguen el concepto de projimidad poniendo los auténticos cimientos del Evangelio, los valores del Reino, los cimientos del Evangelio a los pobres, pero el edificio de los insolidarios se derrumba, se cae, es grande su ruina. Pueden ser edificios aparentemente bellos, construidos con palabras bonitas que parecen inspiradas no se sabe por quién, pero no valen para nada. Les falta el respaldo del amor.
En Jesús la Palabra se hace carne para transformarse en hechos. Esa es la doctrina de la encarnación: el Verbo, es decir, la Palabra, se hacer carne para morar entre nosotros. Se hizo carne no para ser servida, sino para servir, para actuar, para convertir el verbo en Hecho actuante, en obra de misericordia, en manos tendidas y pies dispuestos al servicio. Así, el Apóstol Juan nos presenta este verbo, que era en el principio, con estas palabras:
“todas las cosas por Él fueron hechas”. Todo se hace desde la Palabra. Dios se nos presenta en el Génesis como Palabra dinámica y actuante, como la Palabra-Hecho.
Es por eso que el pórtico de la Parábola de los dos cimientos, nos advierte ante el engaño de hablar y no actuar. Por mucho que grites, Señor, Señor. Por mucho que uses tu palabra para cualquier parte del ritual o del culto, por mucho que escuches mensaje tras mensaje… si no te conviertes en hacedor de la Palabra, en una mano tendida que actúa y transforma, en un buen samaritano que cura y libera, en un hombre de fe operativa que actúa a través del amor, en una palabra-acción liberadora, nunca podrás vivir la espiritualidad cristiana de forma integral y plena. Seguiremos ante el grito crítico de Jesús:
“¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?”.
Decir en nuestros rituales palabras bonitas a Dios y luego pasar de largo, es una especie de hipocresía, de sepulcro blanqueado por fuera, pero que por dentro es corrupción, lecho de gusanos. En palabras del Apóstol Pablo, hablar lenguas humanas y angélicas, a las que les falta el principio actuante que es el amor, el amor al prójimo, esas palabras no actuantes son como “metal que resuena o címbalo que retiñe”. Es decir: Una molestia a los oídos de Dios mismo.
Así, la espiritualidad cristiana es una espiritualidad que también es ética y preocupada por las injusticias del mundo. Una espiritualidad que hace que las palabras se conviertan en nosotros en hechos, en acción y vida compartida con aquellos que nos necesitan. Una espiritualidad actuante que nos convierte en las manos y los pies del Señor en medio de un mundo de dolor al que nosotros estamos llamados a transformar y servir para que la Palabra de Dios que escuchamos no vuelva a Él vacía. Debemos aspirar a ser como Jesús: Una Palabra-Acción liberadora. Hacedores de la Palabra. Vidas redimidas y solidarias que actúan en el nombre del Señor.
Es así como seremos sal y luz en medio de la tierra. La religiosidad de verborrea es totalmente vana.
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