Muchas veces los cristianos no son libres de los mismos prejuicios, tabúes y normas sociales que los que no tienen la misma esperanza ni la misma fe. Muchos cristianos también tienen el prejuicio de los intocables: les parecen intocables los que ostentan cargos religiosos, los que tienen poder o riquezas, los triunfadores en cualquiera de los ámbitos de la vida. Se acatan estas situaciones pasivamente, sin actitud crítica, denunciadora.
No sabemos medir, como hizo Jesús, todas estas situaciones intocables para algunos, desde los parámetros del amor… del amor a Dios y a prójimo. Así, quedamos paralizados y nos conformamos a este mundo con su estado de cosas. No somos el fermento transformador que el mundo necesita.
Desde los parámetros del amor al prójimo, todo se ve diferente. La admiración por los que ostentan riqueza o poder se ve distinta… los medimos desde los parámetros del amor. Desde el amor al prójimo sufriente, desde la mirada amorosa a los hambrientos del mundo, a los pobres de la tierra. Desde el amor hacia ellos, es posible que el rico ya no nos parezca un triunfador ni alguien digno de imitar. Más bien le vemos como los vio Jesús: como aquellos que deben arrepentirse y compartir si quieren entrar en el reino de Dios. Nosotros tenemos que ayudarles con nuestra actitud denunciadora, con nuestra crítica o condena.
Muchos tabúes, muchos prejuicios, muchos estilos y normas sociales injustas, se fijan en la sociedad como algo natural, como si no hubiera otro remedio que las cosas sean así, como un fatum o destino que nos ha tocado vivir, algo irremediable a lo que yo me tengo que adaptar, algo incluso, a veces, a lo que hay que aspirar, admirar y considerarlo como prestigioso.
Estos tabúes inciden tanto en el comportamiento de las familias, como de sus individuos, de sus instituciones e, incluso, de la iglesia. No reflexionamos sobre muchos de los tabúes o prejuicios porque nos da miedo enfrentarnos a ellos. Pareciera que si denunciamos la acumulación de riquezas, a los acumuladores y opresores de este mundo, si denunciamos el mal uso del poder religioso u otros tipos de poder, si denunciamos la explotación y empobrecimiento de las personas, estamos entrando en la destrucción de los tabúes en los que se sustenta la sociedad, estamos minando los pilares en los que se asienta nuestra sociedad, el sistema mundo… y nos callamos.
Nos da miedo poner en peligro el sistema, aunque sepamos a ciencia cierta que éste es injusto. No nos comportamos como hombres libres, discípulos del Maestro que, actuando con la libertad que le daba el ser hijo de Dios, fue capaz de enfrentarse a las normas sociales, tabúes y prejuicios que marginaban y reducían a la no vida a tantas personas en el mundo. Todo lo hizo desde los parámetros del amor al hombre y, especialmente, al hombre robado de dignidad, excluido y proscrito por aquellos que decían conocer las auténticas leyes que regulaban la relación entre Dios y los hombres o entre la sociedad y los individuos que la pueblan.
Jesús fue un ser muy humano. Todo lo inhumano lo rechazaba, denunciaba y condenaba. Por esa humanidad, por ese amor al hombre y desde las líneas marcadas por el amor a los que sufren, fue capaz de analizar, medir e interpretar a Moisés, a los profetas, a la ley y a la religión establecida en busca de dignidad para los pobres y proscritos, para el prójimo excluido y sufriente.
Muchas veces tanto la iglesia como los cristianos, nos comportamos como verdaderos esclavos de los tabúes, las normas y los comportamientos sociales. Jesús no se dejó esclavizar por todas aquellas normas que se consideraban intocables. Si los “sabios” del momento consideraban malditos a la gente sencilla que no podía entender la ley, la Torá y las normas de los religiosos, Jesús no se deja llevar por estos tabúes y se pone al lado de los sencillos rompiendo las normas intocables de las autoridades políticas o religiosas.
Se relaciona con las mujeres, marginadas en aquella época, con los niños que no tenían derechos, con los desclasados. Rompe el concepto de clase social y no respeta las divisiones que hacían las autoridades de la época entre ricos y pobres, puros e impuros, justos y pecadores, extranjeros y autóctonos, prójimos y no prójimos. A todos acoge y condena estas divisiones, poniéndose siempre del lado de los débiles, empobrecidos y marginados. Jesús tiene esa tendencia “hacia abajo” que le es tan propia y que define su identidad como Mesías. Por eso se acerca y come con los desclasados, tildados de pecadores, publicanos, ladrones, prostitutas… Rompe todos los tabúes y prejuicios, todas las convenciones religiosas que no respetan la projimidad, todos los prejuicios religiosos basados en los tabúes inhumanos.
Lo verdaderamente importante era la liberación del hombre, el anuncio de los valores del Reino que trastocaban todo tabú y prejuicio en contra de la dignidad del prójimo, la implantación del Reino de Dios y su justicia que irrumpe en la tierra con el nacimiento del propio hijo de Dios.
La pregunta que nos podemos hacer es ésta: ¿Qué queda de toda aquella acción libre de Jesús a favor de los débiles en el cristianismo que vivimos hoy en nuestras iglesias? ¿Estaría conforme Jesús con la forma en que viven sus seguidores hoy y ante los valores que defiende la iglesia? ¿Quizás es que se ha desequilibrado la balanza y hemos espiritualizado todos los términos en perjuicio de la práctica de la projimidad? ¿Vivimos un cristianismo no comprometido con el hombre, un cristianismo inhumano? ¿Faltan en la iglesia hoy profetas capaces de enfrentarse a los tabúes, reglas, comportamientos, ritos y costumbres que siguen marginando a los hombres y faltando a los deberes de projimidad?
Pido a la iglesia y a los cristianos valentía, fuerza y capacidad de denuncia para enfrentarse a todos los demonios del presente, rompiendo los tabúes y normas inhumanas que hacen sufrir a más de media humanidad. La vivencia del auténtico cristianismo y sus valores es lo que cambiaría el mundo, las crisis y las fuerzas satánicas que se oponen a la práctica de la projimidad.
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