En la Suecia del siglo XIV la peste invade el país, cuando un caballero llamado Blok (Max von Sydow), regresa de las Cruzadas con su escudero Jöns (Gunnar Björnstrand). Al final de una noche, sentado contra una roca de una playa, nace el resplandor tenue de un nuevo día en el horizonte, cuando se presenta la Muerte para buscar al caballero. Éste le desafía a una partida de ajedrez, para intentar ganar tiempo, mientras intenta descubrir qué es lo que hay más allá de ese viaje. La Muerte le persigue, pero no responde a sus preguntas, mientras por el camino se encuentra a una familia de saltimbanquis, un clérigo desalmado, una muchacha acusada de brujería y otros personajes, que ve antes de llegar al castillo, donde habrá de desvelarse el sello...
Bergman ha dicho que “la idea vino contemplando los motivos de pinturas medievales: los juglares, la peste, los flagelantes, la muerte que juega al ajedrez, las hogueras para quemar a las brujas y las Cruzadas”. Nace de una pieza teatral titulada
Pintura en madera, que escribió cuando era profesor en la Escuela de Arte Dramático de Malmoe. No trata tanto de dar una imagen realista de Suecia en la Edad Media, como de hacer “un intento de poesía moderna, que traduce las experiencias vitales de un hombre moderno, de una forma que trata muy libremente los hechos medievales”. Visualmente arrebatadora, la película pone frente al espectador un poderoso retablo de imágenes, que para Bergman es “una alegoría con un tema muy sencillo: el hombre, su eterna búsqueda de Dios y la muerte como única seguridad”.
UN GRITO EN LA NOCHE
El caballero es un buscador tenaz y atormentado, que quiere creer. El escudero es un cínico incrédulo, aunque compasivo. Como un nuevo Quijote y Sancho Panza, se enfrentan a la Muerte misma, horrenda, tortuosa e implacable…
LA MUERTE: ¿Tú quieres garantías?
EL CABALLERO: Llámalo como quieras. ¿Es tan cruelmente indispensable percibir a Dios con los sentidos? ¿Por qué es necesario que Él se oculteen una niebla de promesas, expresadas a medias y de milagros que nadieha visto?
(La muerte se calla).
EL CABALLERO: ¿Cómo podríamos creer a los creyentes, los que no creemos en nosotros mismos? ¿Hacia que nos tenemos que volver nosotros, que queremos creer, pero que no llegamos hasta ahí?
(El caballero se ha callado y espera una respuesta; pero nadie responde; sólo silencio…)
EL CABALLERO: ¿Por qué no puedo yo matar a Dios en mí? ¿Por qué continúa Él viviendo en mí de una manera mansa, dolorosa y humillante, aunque yo le maldigo y quisiera expulsarlo de mi corazón? ¿Por qué a pesar de todo Él es una realidad aplastante, que no me puedo quitar de encima? ¿Me entiendes?
LA MUERTE: Sí, te entiendo…
EL CABALLERO: Quiero saber, quiero creer, no suposiciones, sino saber. Quiero que Dios me tienda la mano, me desvele su rostro y me hable…
LA MUERTE: Pero Él permanece callado…
EL CABALLERO: Clamó en la oscuridad, pero no parece haber nadie allí…
LA MUERTE: Quizás no hay nadie allí…
EL CABALLERO: Entonces la vida es un horror atroz. Nadie puede vivir abocado a la muerte, sabiendo que no hay nada.
LA MUERTE: La mayor parte de los hombres no piensan ni en la muerte, ni en la nada.
LOS DOMINGOS EN LA IGLESIA
“Cuando era niño”, dice el hijo de este pastor luterano, nacido en Uppsala en 1918: “Acompañaba muchas veces a mi padre cuando tenía que ir a dirigir los cultos en las pequeñas iglesias de los pueblos alrededor de Estocolmo. Para mí eran días de fiesta. En bicicleta viajábamos por los campos primaverales. Mi padre me enseñaba los nombres de las flores, de los árboles y de los pájaros. Pasábamos el día juntos, sin ser molestados por ruido alguno. El pequeño niño que yo era entonces, pensaba que la predicación era asunto de los adultos. Mientras que mi padre predicaba desde el púlpito y la congregación oraba, cantaba o escuchaba, yo concentraba toda mi atención en el misterioso mundo de la iglesia”…
“Sobre las bajas bóvedas, los gruesos muros, el aroma de la eternidad, la vibrante luz solar y de vivos colores, sobre la extraña vegetación de las pinturas medievales y de las esculturas sobre los techos y paredes. Había todo lo que la fantasía podía desear: ángeles, santos, dragones, profetas, demonios, niños. Había animales aterradores como la serpiente del Paraíso, la burra de Balaam, la ballena de Jonás, el águila del Apocalipsis. Todo rodeado de un paisaje, celestial, terreno y submarino, hundido en una extraña belleza, que sin embargo me resultaba bien conocida. En un bosque estaba la muerte sentada, jugando al ajedrez con un caballero. Un personaje desnudo con los ojos muy abiertos se agarraba a las ramas de un árbol, mientras que abajo la Muerte estaba ocupada, serrando el tronco. En el horizonte de las colinas suavemente curvadas, la Muerte conducía la última danza hacia el valle de las tinieblas. En otra representación la Virgen María llevaba al Niño Jesús de la mano por un jardín de rosas. Sus manos eran como las de una campesina, su rostro serio sobre su cabeza. Los pájaros batían sus alas”...
“Los pintores del Medioevo reprodujeron todo eso con gran sensibilidad, con gran comprensión artística y una gran alegría. Todo ello me impresionaba de un modo muy directo y efectivo. Y este mundo se me hizo tan normal como mi ambiente cotidiano con mi padre, mi madre y mis hermanos. Más bien, me defendía contra el drama siniestro que sospechaba cuando contemplaba la imagen de la crucifixión en el coro. Me dominaba la horrible crueldad y el sufrimiento sin medida. Sólo mucho más tarde la fe y la duda se convirtieron en mis fieles compañeros de camino”…
EL SILENCIO DE LA CRUZ
Se cuenta que en cierta ocasión Bergman se paró delante de un cuadro en una iglesia, que pretendía representar a Cristo, y le pidió que le hablara y le dijera algo. “Pero no recibí respuesta”, dice: “sólo silencio”. Porque la cruz es en cierto sentido el silencio de Dios.
“Los judíos quieren ver señales y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros anunciamos a un Cristo crucificado”, dice Pablo. Esto resulta ofensivo para los judíos, y a los no judíos les parece una tontería; más para los que Dios ha llamado, sean judíos o griegos, ese Mesías es el poder y la sabiduría de Dios (1
Corintios 1:22-24).
“Nuestro egocentrismo es tan profundo”, dice Don Carson, “tan brutalmente idólatra que intenta domesticar al mismo Dios, como si Él tuviera que darnos explicaciones y existiera sólo para satisfacer nuestras necesidades”. Ya que aunque “existe un tipo de anhelo por el poder de Jesús, que es completamente santo, humilde, quizás incluso desesperado, algunos quieren que Jesús realice una señal para poder evaluarle, para que justifique sus pretensiones, para corroborar sus credenciales”. Pero Él “no puede rebajarse a ser un mero genio poderoso, que realiza unos trucos espectaculares cuando se le ordena”. No es “un hábil mago”. Por lo que no podemos ponerle a prueba, sino que es Él quien me examina a mí y pone las condiciones.
“Pues lo que en Dios puede parecer una tontería, es mucho más sabio que toda sabiduría humana; y lo que en Dios puede parecer debilidad, es más fuerte que toda fuerza humana” (1 Co. 1:25). La tradición luterana conserva por eso un himno de la Edad Media a esa
Cabeza ensangrentada, que suena con la música de Bach:
Cubrió tu noble frente, la palidez mortal,
cual velo transparente, de tu sufrir señal.
cerróse aquella boca, la lengua enmudeció,
la muerte fría toca, al que la vida dio.
Señor, lo que has llevado, yo solo merecí;
la culpa que has pagado, al Juez yo la debí.
Mas, mírame; confío, en tu cruz y pasión.
Otórgame, bien mío, la gracia del perdón.
Y cuando llegue mi hora, no me abandonarás;
con tu cruz salvadora, pronto aparecerás.
Si se rompe en la muerte, mi pobre corazón,
Señor, piadoso y fuerte, me salve tu pasión.
Bernardo de Claraval (1090-1153)
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