Si tu pan es bendito, bendecido, no eres el dueño. Si eres o te consideras dueño, tu pan es maldito. Frase que yo mismo deduzco de la Biblia en el Evangelio de Mateo, en la multiplicación de los panes y los peces.
¿Qué tiene que decirnos hoy el milagro de la multiplicación de los panes y los peces? (Ver Mateo 15:32-39). Es todo un símbolo, un signo, un icono de la fraternidad universal que debe reinar en el mundo. Es una señal de que, en el mundo, el que tiene algo, debe ponerlo en las manos del Señor para que, una vez bendecido, sirva para todos. El pan bendito del que no somos dueños.
Me llama la atención el simbolismo y la enseñanza que tiene el hecho de que una vez bendecido el pan y dado gracias por él, el pan ya no era de ningún dueño en especial, eral el pan de todos, el pan para compartir, el pan sin precio, el pan para ser justamente redistribuido. El que se considera el dueño, su pan es maldito.
Este pan bendecido, sin dueño, sin propietario, es el pan cuyo fin es ser compartido. Era una parte importante del proyecto de Jesús, avalado por los valores del reino. Una parte importante para el rescate de los últimos, de los hambrientos, de los desclasados. Era una parte importante de que los últimos pudiesen pasar a ser los primeros, dejar el no ser y la infravida del hambre y de la marginación y pasar al reino del ser, de la dignidad humana, de la fraternidad universal entre los hombres, del concepto de projimidad.
El pan no compartido, nunca puede ser pan bendecido. El pan bendecido es para compartirlo, no para venderlo a precio de mercado. Jesús bendijo el pan y los peces y los compartió. La comida que no se comparte, no puede ser tampoco una comida bendecida. Jesús bendijo, dio gracias, partió y lo compartió. Nos dejó el ejemplo a seguir nosotros como sus discípulos. Si tú bendices tu pan, también tienes que estar dispuesto a compartir, a crear fraternidad, a crear projimidad.
Lo otro, el comer sin compartir, es egoísmo. No puede ser pan bendecido. El pan que se bendice ya no es mío propio. Es el pan de todos, el pan que Dios nos da para practicar la solidaridad humana, el amor al prójimo que nos necesita.
Algunos se comen solos su pan, su pan no bendecido. Aunque lo hacen con tranquilidad, lo hacen de forma egoísta. Piensan que ellos no han quitado nada a nadie, que Dios se lo ha dado a ellos en exclusiva, que ellos no han robado al pobre, que no han despojado a nadie. Así, en esta necedad, en medio de esta falsa tranquilidad, caen en el pecado de omisión de la ayuda. Dan la espalda al grito del hambriento, del excluido de los bienes sociales. Se callan mientras comen su pan, pan maldito, sin bendecir, y no alargan su mano. No se dan cuenta que, cuando su despensa está llena, lo que les sobra es la escasez de los pobres.
“La escasez del pobres está en vuestras mesas”, dice la Biblia. Terrible frase, acusadora, que nos anima a dejar el pecado de omisión y a pasar a la acción, a bendecir el pan y, una vez bendecido, darnos cuenta que no es nuestro, que es el pan de todos, el “pan nuestro”, el pan que debo compartir, necesariamente, con mis hermanos que no lo tienen. Lo otro es egoísmo, pan no bendecido, comida fraudulenta, comida copiosa que representa la escasez de los pobres de la tierra.
No es amor al prójimo el no hacerle nada, el no robarles directamente. No amamos al prójimo simplemente porque no le demos una patada cuando lo veamos tirado al lado del camino. Amamos al prójimo, cuando al verlo en su situación, somos movidos a misericordia y compartimos nuestro pan. Pan bendecido, pan de todos, el “pan nuestro” de la oración modelo de Jesús. Si hablas del “pan tuyo”, eres el dueño del pan maldito.
Muchas veces caminamos por el mundo como cristianos, sin prestar oído a las necesidades del prójimo. Vamos de espaldas al dolor de los hombres. Comemos pan no bendecido, egoístamente guardado para nosotros y para nuestros hijos. No tenemos hermanos en el mundo, no creamos fraternidad universal. Y no hablo sólo de ti y de mi, sino de familias, de iglesias, de pueblos, de naciones, de continentes. No podemos ser bendecidos. Los países ricos que almacenan, consumen, guardan, acumulan sin pensar en los pobres de la tierra, tampoco pueden ser bendecidos. Su pan es pan maldito. Al igual que el pan no compartido no puede ser bendecido, el hombre, el pueblo, el país, el grupo humano que no comparte se sitúa lejos de la bendición de Dios.
Hemos de compartir tiempo, vida, pan, Palabra. El gesto de Jesús en la parábola, compartiendo el pan, nos enseña a construir un mundo más humano en donde en donde no se dé la infravida de la pobreza, de la marginación, de la opresión, de la escasez total de bienes en un planeta en el que los bienes creados son de todos y para todos. El dejarlos apartados y en abundancia como ocurre en el Norte rico, en detrimento de los estómagos de más de media humanidad, es inhumano, no es cristiano, no son, no pueden ser abundancias bendecidas. Si fueran abundancias bendecidas ya no pertenecerían a un grupo que, egoístamente, los almacena como en la parábola del rico necio. Sería el pan de todos.
Por eso los creyentes, fijándonos en la parábola de la multiplicación de los panes y de los peces, unos panes y peces ya bendecidos por Jesús, deberíamos trabajar más en pro de una solidaridad fraterna que llegue a todos los hombres. Es la única manera de acercar el pan bendecido a nuestras bocas. Cuando lo hacemos con la tranquilidad de haber compartido, de haber puesto en las manos del Señor nuestros bienes, nuestro pan, nuestro pescado. Todo lo que tenemos debemos ponerlo, siguiendo el ejemplo de la parábola, en las manos del Señor. Sólo así se multiplicará y se convertirá en el pan de todos, en el pan compartido.
El estilo de vida de los cristianos debería seguir el estilo de vida de Jesús. El estilo de vida de un creyente no puede ser el de agrandar sus almacenes para poder decir incluso a nuestra alma: “Alma mía, muchos bienes tienes para muchos años. Come, bebe, regocíjate”. Eso es locura, es comer de los alimentos malditos, de los alimentos que desequilibran al mundo, de los alimentos que no hemos sido capaces de poner en las manos del Señor para que él los bendiga y ya no nos pertenezcan a nosotros. Que los alimentos pertenezcan a todos, creando fraternidad universal. Es el mensaje de la parábola de la multiplicación de los panes y de los peces, parábola que debería estar resonando en medio de todos los pueblos y países, en medio de todas las congregaciones cristianas.
La parábola es un mazazo contra el egoísmo humano, contra la insolidaridad, contra el desamor, contra la sordera ante el grito del marginado. El pan no compartido, no puede ser pan bendecido. De ninguna manera. Tampoco el que no comparte será uno de los benditos del Padre. Estará entre los malditos. Su pan será pan de maldición.
¡Señor, danos nuestro pan, pero que sea el “pan nuestro” que tú nos enseñaste a pedir en la oración modelo que nos dejaste, en donde nos enseñas a llamarte también “Padre nuestro”! Así, Padre de todos, danos nuestro pan cotidiano, bendecido, o sea, no mío ni de mi familia exclusivamente, sino el pan de todos, el listo para ser justamente redistribuido. Señor, que no nos convirtamos en los dueños del pan maldito.
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