En diferentes ocasiones he hablado de que deberíamos poner las bases para una Teología de la Acción Social, pero sería más exacto hablar de una Teología de la Pobreza. La Teología de la Acción Social parece que nos está acercando al asistencialismo, al servicio, cuestión no poco importante, pero que no llega a lo profundo del concepto de Teología de la Pobreza.
Una Teología de la Pobreza supondría un reto mucho más fuerte que implica no solamente el servicio o la acción social en sí, sino que implica que todo convertido debe estar dispuesto y abierto a dejar un espacio en su vida y en su corazón, en su vivencia de la espiritualidad cristiana, a asumir el dolor y el sufrimiento de los pobres como algo propio, como algo a que se queda uno ligado cuando se convierte y se da cuenta la importancia del concepto de projimidad, de hermano. Para el convertido no existe el posesivo mío, sino el posesivo nuestro… en todos los sentidos.
Convertirse al cristianismo, siguiendo las líneas trazadas por Jesús, es convertirse en un aliado de los pobres, un agente de liberación, un vocero de búsqueda de justicia.
Según Mateo 25 no tenemos derecho a presentarnos ante el juicio de Dios, desligados del compromiso con el hermano pobre, no podemos presentarnos como personas que han intentado vivir su espiritualidad en solitario, sino que hemos de presentarnos con las credenciales de que hemos vivido la espiritualidad cristiana auténtica, esto es, comprometidos con los pobres de la tierra, con nuestro prójimo sufriente, no sólo practicando el asistencialismo o la búsqueda de justicia, cuestión necesaria, sino habiendo acogido en nuestras vidas y vivido el sufrimiento de los otros como propio, cuestión que nos motiva a la acción convirtiéndonos en las manos y en los pies del Señor en medio de un mundo injusto, siendo la voz de Dios clamando por justicia, misericordia y fe activa, fe que produce los frutos propios de la fe, las obras de la fe, las obras que la fe necesita para no morirse y dejar de ser.
El cristianismo nunca se puede vivir en solitario, en la insolidaridad y ajeno al sufrimiento de los pobres y los marginados del mundo. El cristianismo se debe vivir en comunidad de forma activa y solidaria, entendiendo por comunidad el crear lazos solidarios no solamente con los de nuestra congregación religiosa, sino con los sufrientes del mundo, con aquellos prójimos que se crucen en nuestro camino o que nos salgan al encuentro a través de los medios de comunicación que nos acercan la pobreza del mundo a nuestras casas.
La gran pregunta que Dios hace a Caín, es por su hermano:”¿Dónde está tu hermano?”. Esta pregunta sigue sonando hoy a todos los que quieren presentar su ofrenda a Dios, su sacrificio de alabanza o de adoración. La pregunta siempre va a estar ahí, mostrándonos que el cristianismo sólo se puede vivir en solidaridad y amor al hermano, al prójimo, fundamentalmente al prójimo sufriente.
La pregunta “¿dónde está tu hermano?”, la recoge Jesús con relación a los religiosos que visitan los templos, con aquellos cumplidores que practican una espiritualidad de cumplimiento y de disciplina eclesiástica. Esto no es suficiente. Antes de entrar al templo hay que acordarse del hermano y estar reconciliado con él: “Reconcíliate primero con tu hermano”. Es la base de una Teología de la Pobreza, de la projimidad, que nos hace responsables de la soledad y el sufrimiento de los empobrecidos del mundo, de los marginados y excluidos, de los humillados y ofendidos. Nos hace responsables y cómplices aunque sólo sea por practicar el pecado de omisión.
A veces nos atrevemos a estar hablando de Jesús, de su acercamiento a nosotros, de su doctrina y de su vida, olvidando la gran pasión de Jesús: los pobres, marginados, proscritos, tildados de pecadores y de ignorantes, de los enfermos que en la época de Jesús eran el prototipo del hombre marginado… Eso no es posible en una aceptación correcta del Evangelio de Jesús.
Si Jesús era “un hombre para los demás”, como diría el pastor protestante Dietrich Bonhöeffer, sus seguidores tenemos que ser también hombres para los demás, hombres para los que más nos necesitan, hombres abiertos en acogida al prójimo sufriente, hombres que asumen una espiritualidad en alianza con los pobres de la tierra, sufriendo con los que sufren y llorando con los que lloran.
La preocupación de Jesús por los pobres, marginados, los sencillos, los ínfimos, los que están en los últimos lugares de la sociedad, deben formar parte de la vida y de la sensibilidad de los convertidos. Si no, hemos de dudar de nuestra conversión o a qué o a quién nos hemos convertido. El convertido debe de estar a favor del hombre, fundamentalmente de aquel al que se le puede encajar en el no ser de la pobreza, en el no-hombre, porque no sólo se ha visto despojado de sus bienes, sino de su dignidad.
El cristianismo debe saber retomar estas líneas que fueron prioritarias en la vida de Jesús, en su ministerio, en sus prioridades. No podemos vivir un cristianismo de escapismo, insolidario, iluminado de alguna manera con una luz que no nos deja ver a los hombres en su situación, aunque pensemos que estamos viendo a los ángeles o algún trono de gloria. Esta visión está vedada a los insolidarios que sólo perciben la vivencia de una religión individualista, particularista y desgajada del compromiso con el prójimo sufriente. Todos los cristianos que viven una espiritualidad de este tipo, deben ser rescatados y reorientados hacia la vivencia de la auténtica espiritualidad cristiana.
Si la teología no asume el reto de la pobreza, si los teólogos no nos llevan a que nuestras vidas sean espacios abiertos para una interiorización del sufrimiento de los pobres que nos lance a ser agentes de liberación y búsqueda de justicia, si no nos animan a que antes de entrar en los templos nos reconciliemos con el hermano, si no nos da la respuesta a la pregunta “¿dónde está tu hermano?”, estaremos haciendo solamente divagaciones que nos separan de la auténtica realidad espiritual que sólo se vive en compromiso de vida con los pobres de la tierra, con los sufrientes del mundo con los que hay que compartir la vida, el pan y la palabra asumiendo su sufrimiento como propio… como el sufrimiento de Dios mismo.
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