Orwell nunca esperó tener éxito. De hecho se pasó la vida dando por sentado su fracaso. Cuando murió de tuberculosis a los 46 años, escribió en su cuaderno de notas: “Literalmente no ha habido un solo día que no creyera que estaba perdiendo el tiempo”. Ascético y frugal, siempre se las ingeniaba para elegir la peor opción para su salud y comodidad. Vivía en casas destartaladas y húmedas, donde escribía encerrado en heladas habitaciones, fumando constantemente, a pesar de una grave lesión pulmonar, que le llevaría a la muerte. Llevaba en cierto sentido el fracaso como una especie de condecoración. Solía hablar orgulloso que de su mejor libro, que él creía que era el que escribió sobre la guerra civil española, no había llegado a vender ni mil ejemplares. Poco antes de venir a España escribió un poema en que decía que podría haber sido un vicario anglicano feliz hace doscientos años, pero que le habían tocado vivir tiempos malignos, por lo que no podía escapar a su maldición.
George Orwell se llamaba en realidad Eric Arthur Blair. Había nacido en la India en 1903, donde su padre trabajaba como funcionario británico para la supervisión del comercio del opio que había con China. Niño solitario, reservado y distante, tenía un espíritu algo espartano y masoquista. Aunque se esforzaba en el colegio, no podía evitar la sensación de estar siempre al borde del fracaso. Pasaba el tiempo rodeado de libros, pero pronto descubre que “estaba en un mundo donde era imposible ser bueno”, porque “la vida era peor, y yo más malvado de lo que había imaginado”. En su amargura odiaba a sus “benefactores” por hacer que se sintiera tan indigno, pero se odiaba también a sí mismo por odiarlos. Y en su silencio, aprendió a dudar de todo, incluso de las ideas de los escépticos que hacían las preguntas más inteligentes, porque dudaban de todo...
Su conducta era ciertamente contradictoria, pero es como si sintiera cómodo en la contradicción. Se proclamaba socialista, pero nunca dejó de discutir con el pensamiento de izquierdas. Se educó como becario en el centro aristocrático de Eton, pero le encantaba disfrazarse de vagabundo para dormir al raso y vivir en albergues de caridad. En 1922 se hizo policía en Birmania, pero abandona poco después la carrera, asqueado de todo lo que ha visto. Trabajaba como lavaplatos en París, cuando quería ser escritor, y su tía estaba dispuesta a ayudarlo. Se hace profesor en pequeños colegios y da clases particulares, cuando aborrece la educación privada. Es empleado de una librería de viejo, cuando prefiere ser tendero de ultramarinos, ya que “a una tienda la gente viene a comprar algo, a una librería va principalmente a molestar”. Era “un revolucionario que añoraba la vida de los tiempos anteriores a la Gran Guerra”, según su amigo Cyril Connolly. Pero sobre todo fue “un animal político”, dice. Ya que “no podía sonarse la nariz sin moralizar sobre las condiciones de la industria de los pañuelos”.
EN ESPAÑA
Sus sueños revolucionarios se estrellaron sin embargo en España. Pidió una recomendación al Partido Comunista Británico para venir a la guerra, pero a su secretario general le pareció “poco fiable políticamente”. Quiso alistarse entonces con las
Brigadas Internacionales, pero acabó en Barcelona con el
POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), un pequeño partido
trotskista, donde también llegó a trabajar su esposa en las oficinas. El futuro de la República le parecía entonces prometedor. Mientras paseaba por las Ramblas, le impresionaba el espíritu igualitario que reinaba en la ciudad. Parecía que se había fundado un auténtico Estado de trabajadores. Destinado en el frente de Aragón, una bala le atraviesa el cuello en 1937 y va a recuperarse en un sanatorio del
POUM al borde del Tibidabo. Pero cuando quería ir a luchar a Madrid se encuentra de repente bajo el fuego, ya no del enemigo fascista, sino de sus aliados de la izquierda. No tardó en comprender que era más fácil entonces que una bala comunista le acertará, que una fascista. La locura reina esos primeros días de mayo en Barcelona.
Orwell siempre se había sentido confuso ante el “caleidoscopio de partidos políticos y sindicatos de siglas interminables (
PSUC, POUM, FAI, CNT. UGT, JCI, JSU, AIT...)”, ya que “a primera vista parecía como si se hubiera abatido sobre España una plaga de siglas”. Había venido a España dispuesto a morir en combate contra el fascismo, pero ahora sentía peligrar su vida en medio de una absurda riña entre las distintas facciones de la izquierda. Cuando en junio de 1937 el
POUM es declarado fuera de la ley y sus dirigentes son detenidos, no sólo Andreu Nin es torturado y asesinado, sino que muchos de aquellos militantes extranjeros son también encarcelados. El gobierno de la República empieza a tener para Orwell “más puntos de semejanza con el fascismo que puntos de diferencia”. Ya que “si fascismo significa supresión de la libertad política y la libre expresión, encarcelamiento sin juicio, etc., entonces el régimen español es fascista”. No es que “no sea mejor que el que el Franco imponga”, sino que “la diferencia es de magnitud, no de especie”.
En 1989 una estudiante británica descubrió en el Archivo Histórico Nacional de Madrid un documento en que la policía de seguridad de la República informa
al Tribunal de Espionaje y Alta Traición de Valencia de las actividades de esos “conocidos
trotskistas” que eran Orwell y su esposa, ordenando su inmediata detención. Los dos logran salvar la vida al estar Eric ausente del hotel la noche en que la policía entra en su habitación a buscar “pruebas”. Tras sobrevivir unos días en las calles, logran escapar con salvoconducto del consulado británico. Cuando regresan a Inglaterra, ninguno de sus compañeros de izquierdas puede creer que hubieran pasado semejante pesadilla. Las publicaciones para las que solía escribir se niegan a publicar sus artículos y el libro que escribió de
Homenaje a Cataluña. La denuncia de esta realidad ha sido tanto tiempo silenciada en círculos de izquierdas en nuestro país, que ha tenido que ser de nuevo un director de cine británico de simpatías
trotskistas como Ken Loach, el que haya llevado esta historia al cine en
Tierra y libertad, provocando duras críticas de comunistas como Carrillo, que acusaron a la película de falsedad en un diario como
El País.
La experiencia de España abrió los ojos a Orwell sobre esa realidad oscura que habita en las profundidades más ocultas del alma humana. Si su Rebelión en la granja no era sino una dura sátira sobre el cinismo en que se basa la pretendida democracia de aquellos que creen que “todos los animales son iguales, cuando algunos animales son más iguales que otros”, 1984 anuncia un mundo todavía más terrible. Ya que el Gran Hermano es alguien más que Napoleón o Stalin. El despreciado Goldstein ya no es simplemente Bola de Nieve/Trotski. El doble pensamiento que propugna Goldstein en ese texto prohibido en Oceanía que es su Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, es una forma de disciplina mental cuyo objetivo, deseable y necesario para todos los miembros del partido, es ser capaz de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo. Y eso no es nada nuevo, por supuesto. Todos lo hacemos.
LA LIBERTAD INEXISTENTE
La suprema encarnación del doble pensamiento en la novela es el funcionario del
Partido Interior O´Brien, que seduce y traiciona al protagonista, Winston. Cree con total sinceridad en el régimen al que sirve, pero es a la vez un devoto revolucionario comprometido en la lucha para derrotarlo. Se considera una simple célula del gran organismo del Estado, cuando lo que destaca de él es su fascinante individualidad contradictoria. Esa disociación sale a luz con todo su dolor y desesperación en ese lugar llamado irónicamente
Ministerio del Amor. Ese doble pensamiento es de hecho la base de los superministerios que dirigen
Oceanía: el
Ministerio de la Paz se encarga de la guerra, el de
la Verdad cuenta mentiras y el del
Amor acaba torturando o matando a todo aquel que considera una amenaza.
Estas son en definitiva las paradojas del sistema político que caracteriza la mayor parte de nuestras democracias. Nuestros Estados se hacen defensores de las libertades, cuando hay cada vez menos lugar para la libertad individual. Creemos en la tolerancia, pero cada vez somos menos tolerantes con aquel que no acepta nuestra idea de tolerancia. La figura de Orwell se nos antoja todavía la de un profeta sombrío, cuando lo cierto es que la realidad ha ido más allá de sus más oscuros vaticinios. Si él temía que nos privaran de la información, prohibiendo los libros, puede que no haga falta, porque sencillamente ya nadie va a querer leerlos. Si su miedo era que la verdad se nos ocultará, lo que pasa más bien es que se muere ahogada en un mar de trivialidades.
Vivimos en una cultura cautiva, pero no del dolor, sino del placer. No es lo que odiamos lo que nos arruinará, sino precisamente aquello que amamos, puesto que sufrimos la tiranía de nuestro incansable apetito de distracción. Gracias al entretenimiento del
Gran Hermano hemos llegado a amar su opresión, admirar su técnica y negar nuestra capacidad de pensar.
1984 nos revela el uso dictatorial de la información para controlar las mentes, aunque la tiranía ya no la ejerce un dictador, sino un sinfín de controles mediáticos. Vivimos en la edad de la globalización de la información, por lo que nos creemos libres, cuando somos más esclavos que nunca. Hace poco el intelectual judío Steiner decía al recibir el Premio Príncipe de Asturias, tenemos todo el conocimiento del mundo a nuestra disposición por medio de
internet, ¡ahora sólo nos falta la sabiduría para entenderlo!.
La verdadera sabiduría sin embargo viene del conocimiento que nos da la verdadera libertad. Jesús dice que la verdad nos hará libres (
Juan 8:32). ¿Cuál es esa verdad?. No la opinión de la mayoría, que nos marca el
Gran Hermano, puesto que
la verdad no se determina por índices de audiencia. Jesús mismo dice que Él es el camino, la verdad y la vida (
Jn. 14:6). Esa es la libertad que reclamamos los cristianos. “El derecho”, como decía Orwell, “a decir a la gente lo que la gente no quiere oír”
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