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Retazos del evangelio a los pobres (30)
 

Grito, lamento, abandono…

“Y a la hora novena Jesús clamó a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿Lama sabactani?” Marcos 15:34. Texto completo en Marcos 15:21-41.
DE PAR EN PAR AUTOR Juan Simarro Fernández 11 DE ABRIL DE 2011 22:00 h

Un pequeño montículo, un cerro, una elevación del terreno. Pudiera parecer bonito, paisaje hermoso, pero no lo era. Ese montículo, ese cerro, tenía la forma de una calavera. Para los judíos era el lugar del horror. Le llamaban el Gólgota. Lo podemos llamar el Calvario. No estaba muy lejos de la ciudad. Nada más cruzar la muralla se podía llegar a este triste lugar.

Su forma de calavera recordaba la muerte, aunque los judíos hicieron del lugar algo más triste: el lugar de las ejecuciones de los condenados a muerte. El lugar de la tragedia, de los gritos de dolor, del sufrimiento, de la tortura, del grito, del lamento, del abandono y de la burla... el mejor de los lugares para ejecutar a los condenados a muerte... aunque había errores... se podía ejecutar también a inocentes, a justos, al Dios de la vida.

Jesús estaba allí crucificado ante un montón de curiosos y también de personas más cercanas a Él. El Salvador del mundo no estaba profiriendo quejas. Había pronunciado palabras de perdón: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Se había preocupado de los ladrones que estaban crucificados a su lado: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Se había preocupado de su madre: “Mujer, he ahí tu hijo...”. Su cuerpo se iba debilitando. Una sensación de angustia y de tristeza invadieron al Dios de la vida, humanado, sufriendo como hombre... la cumbre de la pasión. Es el momento del grito, del lamento, del desamparo, del sentimiento de sentirse abandonado.

Habría ruidos. Muchos de estos ruidos eran de los escarnecedores de Jesús, sonidos de burlas, quizás también de los llantos de los que amaban a Jesús. Sin embargo, Jesús debilitado, agotado, casi asfixiado por su propio peso colgando de la cruz, hizo su último milagro: sacar fuerzas de su debilidad, de su situación de asfixia. Encierra un misterio cómo se pudo escuchar ese grito de Jesús, esa invocación al Padre, esa oración desgarrada. Debió sonar fuerte y llena de poder, sonido misteriosos y como proveniente de lo alto. Tanto impactó que la iglesia primitiva lo ha conservado incluso en lengua aramea, en la forma original en la que la pronunció Jesús: “Eloi, Eloi, ¿Lama sabactani?” que traducido es: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

Es el grito de la soledad, del abandono... el que puede ser el grito de los marginados y empobrecidos del mundo, de los que algunos llaman los crucificados de la tierra. Ese grito no ha parado de sonar debido a la gran identificación de Jesús con el grito de los pobres, abandonados y excluidos de este mundo. Por eso, en Mateo 25, cuando habla de socorrer a los pobres y más pequeños de la tierra, dice de una forma también un tanto misteriosa y que cuesta trabajo entender: “Por mí lo hicisteis”.

Hoy, desde el sufrimiento humano, desde las situaciones de pobreza y de opresión, desde las injusticias que el hombre hace contra el hombre, Jesús reactualiza su grito. Jesús, ante el dolor del mundo y la indignidad en la que muchos son hundidos reduciéndolos al no ser de la marginación, a la asfixia del hambre y de la falta de medios, Jesús se convierte hoy en el icono de los sufrientes y revive el Cristo de la pasión, el Cristo roto, el Cristo sufriente... y el grito o el lamento, la invocación o la oración, suena hoy de manera fuerte y terrible con una sensación de soledad y de abandono que afecta a tantos coetáneos nuestros hundidos en la infravida de la miseria: “Eloi, Eloi, ¿Lama sabactani?”. “Dios mío, Dios mío. ¿por qué me has abandonado?”.

Ante el escándalo y vergüenza humana de la pobreza se puede hablar hoy de la experiencia del abandono. ¿Acaso se da el silencio de Dios? Algunos han hablado hasta de la teología de la muerte de Dios. El Dios ausente. ¿Dónde estaba Dios durante el holocausto de los judíos?, se preguntan algunos incluso de los religiosos de la tierra. Como si se pudiera dar la ausencia de Dios... quizás lo que se está dando es el silencio del hombre insolidario. El silencio de Dios es sólo aparente. Dios va a responder. La cizaña y el trigo están creciendo juntos, pero llegará el día en que la cizaña sea quemada y aniquilada para siempre en el fuego devorador. Hay esperanza. Si Dios permaneciera callado para siempre y no pudiéramos escuchar nada de su respuesta, estaríamos en el ámbito de la angustia, de la náusea, de la nada... del horror.

Jesús cuando gritó, aunque se sentía abandonado del Padre, aún tenia esos lazos con un Dios que existe, con un Padre al que se puede clamar. No tuvo esa experiencia de un abandono ante la nada. Él, a pesar de esa sensación de abandono, aún le queda un hilo donde agarrarse, puede clamar a Dios, al Padre, sabiendo que Él está ahí a pesar de ese sensación angustiosa de abandono en este trance de angustias de muerte. Dios no ha muerto.

El Padre sufre la muerte junto a su hijo, pero no se da la muerte de Dios dejando todo un vacío de nausea y sinsentido. El grito de Jesús no era de desesperanza total como si ya sólo existiera el reino de la nada, del vacío absoluto. Jesús sabía que el Padre le escuchaba, que estaba con él, aunque lo sintiera lejos en medio de su angustia y sensación de abandono. Dios es el dios de los desvalidos, padre de huérfanos y defensor de viudas.

El grito, el lamento o la invocación de Jesús, se transforma en un aferrarse al Dios de la vida, en un acogerse a alguien en quien se cree. Nunca se ha dado el vacío de Dios en la historia humana. Nunca se ha dado la muerte de Dios. Sólo del Jesús hombre en nuestro lugar.

¿No estaba dando Jesús un grito de afianzamiento de la fe? Quizás ese grito debiera ser la confesión de fe de los pobres y abandonados de la historia, de nuestra historia. Se grita por abandono, pero con la fe de que Dios aún está ahí, que Dios puede responder a nuestro grito, a nuestro lamento. Hay esperanza.

Esta oración de confesión de fe, la deberían repetir también los integrados de este mundo, los que pueden navegar en medio de las crisis económicas, los que se sienten bendecidos por Dios... repetir esta confesión de fe que nos identifica con los pobres del mundo, con los injustamente tratados. Una confesión de fe que puede lanzarnos a la acción. Nos tenemos que unir al grito y lamento de Jesús para hacernos solidarios con los pobres y sufrientes del mundo. Es un grito que pone de manifiesto que hay prójimos nuestros sufriendo y en el sin vivir de la pobreza y la exclusión. Gritamos por ellos, Señor. “Eloi, Eloi, ¿Lama sabactani?”.

Será nuestro grito y lamento de Semana Santa uniéndonos a los que sufren a la vez que recordamos el sufrimiento de Jesús en la cruz. En esta Semana Santa... y siempre, nos debemos sentir abandonados con los abandonados y unirnos al grito de fe de Jesús, pues Él estaba aferrado al Padre. Le sintió lejos, pero pudo invocarle.

Necesitamos gritar “Eloi, Eloi”... porque es imposible entender este mundo sin Dios. Así, invocamos a Dios en esta Semana Santa ante el escándalo de la pobreza en el mundo y, como humanos, nos sentimos avergonzados a la vez que lanzamos nuestras voces de denuncia... y de esperanza. Las lanzamos a ti, Señor: Eloi, Eloi, no nos abandones. No abandones a los pobres, sufrientes y excluidos de la tierra.
 

 


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