No creo que nadie, al leer las llamadas Bienaventuranzas, piense que Jesús se estaba refiriendo a los ricos y poderosos de este mundo. Es verdad que Jesús se dirige a todos, pues los ricos también pueden alcanzar la bienaventuranza siempre que se conviertan, compartan y busquen justicia para el prójimo despojado, pero nadie puede dudar de la tendencia de Jesús a dirigirse, de una manera especial, específica y notoria, a los sufrientes del mundo, a los pobres de la tierra, a los que han sido víctimas de la injusticia, del rechazo, de la marginación y de la exclusión.
Ya sabéis que yo sostengo que ni siquiera fue una opción preferente como a algunos les gusta indicar, sino que fue una necesidad prioritaria y vital, una urgencia para la aplicación de los valores del Reino emergente que ya comenzaba a estar entre nosotros, algo imprescindible en un mundo en el que hasta los religiosos marginaban y despreciaban a los sencillos e ignorantes llamándoles malditos, a los enfermos considerándolos objeto del castigo de Dios, a los despojados de hacienda y dignidad considerándoles indignos de entrar incluso en sus lugares religiosos de pureza. Los religiosos, autoconsiderados puros, practicaban el rechazo, el desprecio y el alejamiento de todos aquellos proscritos por ellos mismos con los que no querían contaminarse.
También hay que tener cuidado de no considerar a las Bienaventuranzas, esa especie de sentencias desgarradoras del Maestro, como un simple prólogo al Sermón del Monte. Son, como hemos afirmado, su parte esencial. Si se dejaran estas sentencias, así como los ayes que siguen a la narración de las Bienaventuranzas que hace el evangelista Lucas, ayes dirigidos a los ricos, a los saciados, a los que ríen y a los que son alabados por los hombres, perderíamos algo muy importante de la esencia del Evangelio. Perderíamos muchas claves para poder interpretar el concepto de Evangelio a los pobres que nos deja Jesús.
Estas ocho sentencias o Bienaventuranzas que Jesús nos deja, seguidas de los ayes de Lucas, están marcando una parte central de ese nuevo espíritu que se va a ir anunciando a lo largo de todo el Sermón del Monte… mejor de ese nuevo espíritu que se va a ir anunciando a lo largo de todo el Evangelio… más aún, ese nuevo espíritu que se puede rastrear en toda la Biblia sobre la preocupación de Dios por los pobres de la tierra, por los sufrientes del mundo, por los marginados, excluidos, huérfanos, viudas y extranjeros como les gustaba decir a los profetas, en un momento en que estos tres últimos colectivos eran los prototipos de los pobres y marginados del mundo.
En estas sentencias se nos están marcando las coordenadas en las que se enmarca el Evangelio, el Reino de Dios con sus valores rehabilitadores y dignificadores de los pobres, excluidos, sufrientes y proscritos del mundo. Son como los raíles por los que los cristianos tienen que andar teniendo cuidado del prójimo, mostrando que el amor a Dios es semejante al amor al prójimo, fundamentalmente al prójimo maltratado, injustamente tratado, despojado, apaleado y dejado como muerto, expresión que encaja perfectamente con los hambrientos de este mundo y tantos que se mueven en la infravida de la marginación, el hambre y la pobreza… más de media humanidad.
Las cumbres del amor al prójimo se dan en las Bienaventuranzas, así como también se muestra la profundidad del desastre humano, del egoísmo y la avaricia que condenan a tantos semejantes, prójimos, a la pobreza, a la exclusión, al llanto, a la injusticia, a la falta de misericordia, a la violencia y a la persecución.
Poco se predica hoy sobre las bienaventuranzas. A veces no se sabe ni cómo tocarlas, pero lo que está claro es que las Bienaventuranzas no son para escucharlas de forma plácida para gozarnos insolidariamente con el mensaje que transmiten. Lucas nos dice que Jesús, alzando los ojos hacia sus discípulos, les hablaba. Mateo nos dice que viendo a la multitud, subió al monte y, sentándose, vinieron a él sus discípulos. Allí estaba una multitud y sus discípulos. La imagen de un Jesús sentado en el monte, rodeado de multitudes y mirando a sus discípulos, ha sido interpretado muchas veces como una imagen bucólica, campestre, de complacencia y tranquilidad… pero yo creo que no era ese el ambiente que se formó en torno a las palabras de Jesús.
Más que complacidos y bucólicamente tranquilos, es muy posible que los discípulos estuvieran atónitos con la enseñanza del Maestro, con aquellas palabras que no se dirigían a los religiosos y poderosos de este mundo, sino a los que estaban en el mundo como cañas cascadas, rotos, apaleados y despreciados. Con toda seguridad, ningún maestro, ningún religioso de la época enseñaba desde esos parámetros. Es por eso que no es extraño que a Jesús le siguiera tanta gente, multitudes de pobres, gentes sencillas teñidas de la ignorancia de aquellos pescadores, campesinos, pastores y gentes tachadas de pecadores y de impuros.
Jesús habló desde la perspectiva de los sufrientes, de los pobres, de los hambrientos, de los afligidos, de los iletrados, de los desempleados, enfermos y proscritos. Esto nos debería hacer reflexionar si, de alguna manera, el Evangelio hoy lo hemos privado de su más profunda esencia, lo hemos adaptado a la comodidad del autodisfrute de una salvación que, al pensar que hemos recibido por gracia, no nos compromete en nada con el prójimo.
Quizás, si despojamos de su esencia a las bienaventuranzas y ayes que nos deja Jesús en el Sermón del monte, estemos matando la fe, lanzándola por los barrancos de los montes más altos en donde pensamos que las palabras de Jesús, desde ese otro monte, ya no nos llegan, ya no resuenan en nuestros oídos, y así no tenemos por qué inquietarnos con estas bienaventuranzas y ayes que, de escucharlas, las deseamos escuchar plácidamente sentados al lado de un Jesús al que sólo pedimos que nos consuele sin que nos meta en nuestras mentes ninguna inquietud para con los pobres de la tierra, para con los sufrientes del mundo. Hay que volver a la esencia del Evangelio… aunque nos asuste el concepto del Evangelio a los pobres.
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