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Cuando nos negamos a nombrar al mal, lo invitamos a cenar

El mal requiere intención, agencia y responsabilidad moral. Reducirlo a “comportamiento inadaptado” o “fallo evolutivo” es confundir la descripción con el juicio.

FE CON LóGICA AUTOR 1069/Khaldoun_Sweis 19 DE SEPTIEMBRE DE 2025 13:00 h
Foto de [link]Julius Drost[/link] en Unsplash

La negación, rechazo o redefinición del mal no es nada nuevo. El eminente pensador ateo Nietzsche argumentó que el concepto mismo del mal es peligroso, porque tiene un efecto perjudicial sobre el potencial del hombre para convertirse en un superhombre.



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En su obra La genealogía de la moral: una polémica, sostiene que el concepto del mal surgió de las emociones negativas de la envidia, el odio y el resentimiento, o ressentiment. Sostiene que los impotentes y débiles crearon el concepto del mal para vengarse de sus opresores.



Nietzsche creía que los conceptos del bien y del mal contribuyen a una visión malsana de la vida que juzga el alivio del sufrimiento como más valioso que la autoexpresión creativa y los logros. Por esta razón, Nietzsche cree que debemos tratar de ir más allá de los juicios sobre el bien y el mal. Pero, ¿hacia dónde nos dirigimos? Y cuando lo hacemos, ¿no estamos emitiendo un juicio? Como demostraré, cuanto más intentamos negar el mal, más vuelve para atormentarnos.



 



La paradoja de la tolerancia



La tolerancia se ha convertido en una especie de ética por encima de todas las demás en las naciones occidentales modernas y desarrolladas. Quienes son tolerantes son considerados superiores a muchas naciones y religiones menos tolerantes y menos desarrolladas de todo el mundo. Este concepto ha sido cuestionado en numerosas ocasiones por estudiosos como D. A. Carson en The Intolerance of Tolerance (Eerdmans, 2013) y Frank Furedi en On Tolerance (Continuum, 2011).



Bajo el paradigma modernista, la tolerancia se veía así: puedo estar en desacuerdo contigo, pero insisto en tu derecho a expresar tu opinión, por muy errónea, cruel o estúpida que me parezca.



Sin embargo, la tolerancia moderna ahora significa que debes aceptar el relativismo -que trataremos más adelante-, según el cual no solo no puedes decir que alguien está equivocado, sino que no hay nada ‘incorrecto’ o ‘malo’ objetivamente sobre lo que discutir.



Esto implica una contradicción: según esta visión de la tolerancia, la persona que defiende las opiniones tradicionales sobre el mal o que emite juicios morales es la que está equivocada y haciendo el mal.



El problema es que, para ser seres morales, debemos juzgar. La visión moderna parece incapaz de distinguir entre comportarse como un matón y emitir juicios morales.



[destacate]La tolerancia, entendida como una virtud esencial para la libertad, ha sido secuestrada y arruinada[/destacate]Emitir un juicio moral sobre si ayudar a un niño acosado en clase o denunciar una violación en el pasillo de tu edificio es un juicio moral. Para ser seres morales, debemos, en la medida de nuestras posibilidades, utilizar nuestro razonamiento y nuestra empatía para discernir cuáles son nuestras obligaciones hacia otras personas y condenar ciertas acciones, como la pedofilia o la violación, como incorrectas. Sería malvado no hacerlo.



El problema es que la tolerancia, entendida en su sentido liberal clásico como una virtud esencial para la libertad, ha sido secuestrada y arruinada. Arrastrada a la politización de la identidad, la tolerancia se ha convertido en una forma de etiqueta “políticamente correcta”.



Al menos el 40% de los millennials están en contra de la libertad de expresión y a favor de esta etiqueta educada forzada en nombre de la tolerancia. Una vez más, esta tolerancia es la que silencia los puntos de vista discrepantes que se consideran contrarios a la corriente dominante. Algunos lo llaman “discurso de odio”. Los que clamaban por la tolerancia son intolerantes con la otra parte, lo cual no es nada nuevo.



En dos artículos titulados “Una confesión de intolerancia liberal” y “El punto ciego liberal”, el columnista del New York Times Nicholas Kristof acusa a los profesores de Humanidades y Ciencias Sociales de discriminar a los académicos conservadores. Kristof sostiene que existe una gran injusticia en los colegios universitarios y universidades de todo el país, donde los profesores liberales... “muestran intolerancia hacia los conservadores”, que están infrarrepresentados. Antes creían: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé tu derecho a decirlo”. Ahora las cosas han cambiado, dicen: “No estoy de acuerdo con lo que dices, ¡así que cállate!”.



Las personas que ocupan hoy los puestos de poder políticos y sociales, especialmente en Estados Unidos, no permiten ni siquiera que se debata, por ejemplo, el creacionismo y la evolución. Los tiempos han cambiado respecto a los que están en el poder, pero la intolerancia permanece.



 



Del “mal” a la “disfunción”



Este es un fenómeno atestiguado por una reciente avalancha de libros de divulgación científica sobre el cerebro con títulos como Incognito: The Secret Lives of the Brain (Incógnito: las vidas secretas del cerebro). En esta obra y otras, hay un rechazo al concepto del mal metafísico, que se considera un concepto anticuado que ha hecho más daño que bien. Argumentan que ha llegado el momento de sustituir esos términos metafísicos por explicaciones físicas: disfunciones o malformaciones en el cerebro.



Joel Marks, profesor emérito de Filosofía de la Universidad de New Haven en West Haven, Connecticut, escribió:



Aunque palabras como ‘pecaminoso’ y ‘malvado’ surgen de forma natural para describir, por ejemplo, el abuso sexual infantil, no describen ninguna propiedad real de nada. No hay pecados literales en el mundo porque no hay un Dios literal y, por lo tanto, tampoco existe toda la superestructura religiosa que incluiría categorías como el pecado y el mal.



 



 



¿Cómo abordamos esto?



Primero, tenemos que demostrar que el mal es un fenómeno real apelando a la sensibilidad ética de las personas. Consideremos lo siguiente.



Era el 1 de octubre de 1993. Polly Hannah Klaas, de doce años, estaba celebrando una fiesta de pijamas cuando un hombre extraño armado con un cuchillo entró en su dormitorio, ató a todas las niñas y les puso fundas de almohada en la cabeza. A continuación, el intruso se llevó a Polly, que lloraba, en medio de la noche.



Sus amigas se colocaron espalda con espalda para intentar desatarse. Cuando eso no funcionó, una de las niñas consiguió llevar las manos bajo los pies para liberarse. Las niñas despertaron a la madre de Polly, que llamó inmediatamente a la policía. A pesar de que se distribuyeron dos mil millones de imágenes de Polly Klaas por todo el mundo, el cuerpo de Polly fue encontrado el 3 de diciembre de 1993. Tres meses más tarde.



Las propias cifras del FBI pintan un panorama tan sombrío que la mayoría de la gente ni siquiera puede mirarlo directamente. En 2018 y 2019, se produjeron más de 420.000 denuncias de niños desaparecidos en el sistema NCIC. En 2023, esa cifra se disparó hasta alcanzar las 563.389 entradas de personas desaparecidas, con 29.451 casos de menores aún activos a finales de año y casos de menores sin resolver aún registrados (le.fbi.gov, ojjdp.ojp.gov). Esto significa que en Estados Unidos, una sociedad supuestamente ilustrada y tecnológicamente avanzada, decenas de miles de niños desaparecen cada año en un agujero negro estadístico, sin que se les dé nunca una explicación adecuada.



No estamos hablando de abstracciones. No son números en una hoja de cálculo. Son hijos e hijas, de carne y hueso, con nombres, rostros e historias, y simplemente desaparecen. Encogerse de hombros y decir que “solo son datos” es una especie de ceguera moral. Estas cifras deberían aterrorizarnos, porque revelan la magnitud de una pesadilla que hemos conseguido normalizar. No se trata de una cuestión de sociología o de mera aplicación de la ley, sino de una crisis existencial. Cuando casi un tercio de todos los casos de personas desaparecidas sin resolver en el país son niños, eso nos dice algo espantoso sobre la vulnerabilidad de la inocencia en nuestra cultura. Y el hecho de que podamos mirar esas cifras sin indignación colectiva puede ser lo más alarmante de todo.



 



Buscando la claridad moral



El mal es real. El sufrimiento no es una ilusión. Debemos enfrentarnos a él, lidiar con él y, cuando podamos, aceptarlo o, si es posible, superarlo con el bien. La literatura filosófica y teológica está repleta de personas que intentan ofrecer algunas formas de abordarlo más allá de lo que la ciencia puede responder.



Sí, la ciencia puede decirnos cómo Polly Klaas fue secuestrada y asesinada en 1993. Puede reconstruir la escena del crimen, rastrear el ADN, medir la actividad neurológica de Richard Allen Davis y contabilizar las sombrías estadísticas de 421.394 niños desaparecidos. Pero la ciencia no puede decirnos por qué lo que le sucedió a Polly fue malvado.



Los huracanes destruyen hogares, pero no los llamamos malvados. El mal requiere intención, agencia y responsabilidad moral. Reducirlo a “comportamiento inadaptado” o “fallo evolutivo” es confundir la descripción con el juicio.



[destacate]La claridad moral llega cuando llamamos a las cosas por su nombre y no las rebajamos para caer en la complacencia.[/destacate]Algunos pensadores modernos intentan borrar la categoría del mal. En Evil: The Science Behind Humanity’s Dark Side(2019), Julia Shaw insiste en que no debemos llamar “malvados” a los asesinos en serie o a los violadores, sino “perturbados”. Sin embargo, no puede evitar el lenguaje moral, calificando sus acciones de “terriblemente horribles” e “inexcusables”.



Orval Hobart Mowrer, antiguo profesor de la Universidad Johns Hopkins y antiguo presidente de la Asociación Americana de Psicología, se mostró en desacuerdo con las opiniones tolerantes y relativistas sobre el mal en su artículo “Sin, the Lesser of Two Evils” (El pecado, el menor de dos males), de 1960:



Durante varias décadas, los psicólogos consideramos todo el tema del pecado y la responsabilidad moral como una gran pesadilla y aclamamos nuestra liberación de él como algo trascendental. Pero al fin hemos descubierto que ser “libres” en este sentido, es decir, tener la excusa de estar “enfermos” en lugar de pecadores, es correr el peligro de perdernos también. Creo que este peligro se ve reflejado en el interés generalizado por el existencialismo que estamos presenciando actualmente. Al volvernos amorales, éticamente neutrales y “libres”, hemos cortado las raíces mismas de nuestro ser; hemos perdido nuestro sentido más profundo de identidad y, al igual que los neuróticos, nos encontramos preguntándonos: ¿Quién soy? ¿Cuál es mi destino? ¿Qué significa vivir (existir)?



Decir que “el mal no es real” porque no podemos demostrarlo científicamente, mientras seguimos condenándolo como “inexcusable”, es incoherente. Las aguas residuales, aunque se les llame de otra manera, siguen apestando.



La historia confirma que el mal no se disuelve cuando se niega.



Hubo un tiempo en que llamábamos penitenciarías a los lugares donde se recluía a las personas que hacían daño a otras sin motivo aparente, un nombre que tenía un significado. La palabra derivaba de la idea de penitencia: un lugar para reflexionar, para lamentarse, para buscar la reconciliación con la justicia, tal vez incluso con Dios. El propio nombre decía: “Reconocemos el peso moral de las malas acciones y aspiramos a la transformación”. Pero a partir de los años cincuenta y sesenta se produjo un giro lingüístico: la penología —el estudio del castigo— dio paso a las correcciones, y las penitenciarías se convirtieron en centros correccionales. Los guardias pasaron a llamarse “funcionarios correccionales”, las celdas, “unidades de alojamiento”, y los reclusos, “clientes” o “personas bajo custodia” WikipediaEnciclopedia Británica. Lo que antes se expresaba abiertamente como pecado y cargo de conciencia se suavizó hasta convertirse en neutralidad burocrática.



No se trata simplemente de un cambio de nombre burocrático, sino de una silenciosa retirada moral. Renombrar el mal como “comportamiento inadaptado” o reformular las prisiones como lugares de “corrección” es despojar al concepto de responsabilidad moral. Con ese renombramiento, la sociedad dice efectivamente: “Podemos hablar del crimen sin hablar del pecado, del daño sin nombrarlo”. Pero la oscuridad no se disipa llamándola “penumbra”, y el mal no se anula etiquetándolo como “desviación conductual”.



La claridad moral llega cuando llamamos a las cosas por su nombre —mal, arrepentimiento, justicia— y no las eufemizamos para caer en la complacencia. Hannah Arendt, en su monumental obra Eichmann en Jerusalén (1963), describió al burócrata nazi Adolf Eichmann no como un monstruo demoníaco, sino como alguien terriblemente corriente. El mal, escribió, puede ser banal, cometido por hombres comunes que siguen órdenes, archivan documentos y firman transportes. Esto no hace que el mal sea menos real, sino que lo hace más escalofriante.



El Dr. Lenon Kass llamó a esto la “sabiduría de la repugnancia”: nuestra reacción visceral ante las atrocidades es una forma de conocimiento moral, tan fiable como nuestra repulsión ante la leche en mal estado o los huevos podridos. El apóstol Pablo lo describió mucho antes en Romanos 2:15: “Demuestran que la obra de la ley está escrita en sus corazones, mientras que su conciencia también da testimonio”. Nuestro estremecimiento colectivo ante el secuestro de niños, el genocidio o la esclavitud no es superstición. Es testimonio. Como vieron tanto Mowrer como Arendt, cuando borramos el mal de nuestro vocabulario, nos desorientamos moralmente, incapaces de nombrar el horror que nos mira a la cara.



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Por eso la ciencia por sí sola no puede explicar el mal. Puede contar los cadáveres, rastrear los genes y cartografiar los cerebros, pero no puede decirnos por qué lo que le sucedió a Polly Klaas —o a seis millones de personas en Auschwitz— fue perverso y no debe repetirse jamás. Nietzsche quería ir “más allá del bien y del mal”, pero su intento se derrumba en una contradicción, ya que al hacerlo seguía juzgando. Como previó Dostoievski, si Dios ha muerto, todo está permitido. Pero cuando nos estremecemos ante las lágrimas de un niño, revelamos que el mal es real, objetivo e innegable. Sin un ancla trascendente, nuestros juicios se derrumban y se convierten en meras preferencias. Con ella, podemos mirar de frente la avalancha del mal y seguir diciendo, con Aliosha (uno de los protagonistas de Los hermanos Karamazov): “No”.



 



Conclusión



Nos encontramos, pues, en una encrucijada. O bien el mal es un truco de la química y la cultura, no más grave que la pesadilla de un niño, o bien es la cruda realidad que toda conciencia honesta reconoce cuando ve un ataúd demasiado pequeño para su ocupante. Si lo llamamos ilusión, tal vez logremos halagarnos a nosotros mismos con sofisticación, pero la factura se paga con sangre. Negar el mal es entregarle las llaves e invitarlo a cenar. Pero si lo llamamos por su nombre, abrimos el paso a la esperanza, porque solo lo que es real puede ser resistido y redimido.



La negación del mal no se sostiene. La sombra prueba la luz del sol: la propia oscuridad de Auschwitz, o la última noche de la pequeña Polly Klaas, dan testimonio de una luz por la que los juzgamos oscuros.



Es fácil llamar malvados a los demás, ¿no es así? Pero, como nos advirtió Aleksandr Solzhenitsyn:



“¡Ojalá todo fuera tan sencillo! Ojalá hubiera personas malvadas en algún lugar cometiendo actos malvados de forma insidiosa, y solo fuera necesario separarlas del resto de nosotros y destruirlas.



Pero la línea que divide el bien y el mal atraviesa el corazón de cada ser humano. ¿Y quién está dispuesto a destruir una parte de su propio corazón?”. — Aleksandr Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, vol. 1, parte 1, capítulo 4 (1973)



Así que dejemos de fingir sofisticación y recuperemos el antiguo valor de llamar a las cosas por su verdadero nombre.



Porque hasta que no digamos “esto es malo”, no podremos decir con la misma fuerza “esto es bueno”.



 



El Dr. Khaldoun A. Sweis es Profesor asociado de Filosofía en el Olive-Harvey College de Chicago. Sus artículos se publican en la web http://logicallyfaithful.com/. Traducido y publicado en Protestante Digital con permiso del autor.



 



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