Una reflexión sobre la integridad, el liderazgo y la salud espiritual de José Daniel Pino.
José Daniel Pino (*)
Vivimos tiempos en que lo espiritual se ha transformado en espectáculo, donde la plataforma pesa más que el proceso, y la gracia —mal entendida— se convierte en excusa para encubrir heridas que jamás sanan. No todos, pero algunos —quienes deberían reflejar el mensaje que predican— han convertido el púlpito en un escenario, la restauración en un acto superficial y el quebranto en una estrategia emocional para manipular el juicio de los demás.
Así mismo, una de las conductas más virales que ha contaminado el cuerpo de Cristo es minimizar el pecado mientras se protege más la imagen pública. Cuando un líder cae y, en lugar de confesar por convicción lo hace por presión externa, no hablamos de gracia transformadora, sino de una negación escandalosa. Es una dinámica defensiva centrada en salvaguardar la reputación, no en sanar los corazones. En realidad, no es un proceso voluntario de confesión y restauración, sino una reacción encubierta. Se maquilla como un camino espiritual profundo, pero a largo plazo termina dañando mucho más de lo que parece.
Lo más delicado es que, en ocasiones, toda una comunidad —presencial o virtual— participa de ese mismo juego sin saberlo. Se manipulan las emociones con discursos vagos, se espiritualizan el silencio y la lealtad, y se construyen relatos como “descanso ministerial” o “retiro personal” para evitar nombrar lo que realmente ocurrió.
Por otro lado, en este mismo contexto, cuando alguien se atreve a no seguir el guión del silencio cómplice, de inmediato se vuelve un incómodo blanco. No porque ataque, sino porque dice lo que muchos prefieren callar. En ciertos círculos no se buscan amigos sinceros que te confronten con la verdad, sino aliados que justifiquen cualquier decisión, incluso las más dañinas.
Creo que una de las crisis más urgentes del liderazgo eclesial hoy no es la falta o manifestación de dones espirituales, sino la falta de integridad. En muchos espacios, se ha permitido que quien expone o enseña la Palabra termine convirtiéndose en un actor: personajes ficticios diseñados para agradar al público, sostener estructuras y traer mensajes que, aunque suenen contracorriente, buscan “agradar” más que transformar. Hoy, lamentablemente se predica más para cumplir expectativas ajenas, incluso a costa de la verdad.
¿Hasta qué punto se ha normalizado —y hasta premiado— que alguien tenga que “actuar” para ser aceptado y promovido en el ministerio?
¿En qué momento dejamos de valorar la integridad y la sana doctrina? ¿Cuándo perdimos el rumbo y comenzamos a exaltar la imagen moderna, “el carisma” y el performance?
Dios no unge “personajes”. Dios unge personas. Personas reales e íntegras: que caen, que se levantan, que lloran y se arrepienten de verdad. Personas que no maquillan sus errores, sino que los entregan para ser transformados.
El problema no es el tropiezo. Es insistir en las máscaras.
Porque quien lidera y predica sin integridad no edifica… manipula. Y una comunidad que aplaude al personaje y descarta o ignora la verdad del hombre o la mujer que hay detrás, no ha comprendido la profundidad de la gracia. Solo ha normalizado su distorsión.
En los últimos años he escuchado hablar tanto del amor de Dios —como debe ser—, pero a veces “ese amor” se usa como barrera y excusa para evitar la confrontación y exigir misericordia sin quebrantamiento. Se proclaman frases como:
Y claro, Jesús amó al pecador. Pero nunca toleró la hipocresía.
Cuando la gracia se reduce a una excusa emocional para evitar el desierto, deja de ser gracia y se convierte en manipulación espiritual. El que hoy es encubierto, mañana repetirá el mismo pecado, porque nunca se le permitió a Dios transformar su vida. Porque todo lo que no se enfrenta, se trabaja y se restaura, inevitablemente se repite… y cada vez con consecuencias más devastadoras. No podemos seguir aparentando que está bien proteger a uno —o a unos pocos— mientras decenas, cientos, e incluso miles terminan siendo heridos.
Otro de los síntomas —igualmente peligrosos— en comunidades espiritualmente anestesiadas es la suavización del lenguaje. Ya no se habla de pecado, sino de “errores”, “deslices” o “etapas difíciles”.
Pero la Biblia no se molesta en acomodarse a nuestra sensibilidad cultural actual:
“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros.” (1 Juan 1:8)
La restauración bíblica es un camino largo, en el cual no existen “atajos” (como llamamos en terapia: “puentes falsos”). Es un proceso —y Dios es Dios de procesos—, no una excusa. Requiere quebranto, arrepentimiento, disciplina del Señor y tiempo suficiente.
Donde no hay confrontación, no hay cambio.
Donde no hay cambio, no hay transformación.
Y donde no se reconoce al pecado por su nombre, no se necesita de la cruz ni del Salvador.
He visto líderes manifestar síntomas emocionales no como fruto de un arrepentimiento genuino, sino como una estrategia inconsciente “para no perder el aplauso”, la plataforma o el personaje. Porque en muchos casos, el espectáculo pesa más que la verdad.
He visto familias que, en lugar de acompañar con amor y firmeza, encubren con silencios peligrosos, justificando lo injustificable por lealtades mal entendidas.
He visto comunidades que no sanan, no porque Dios no quiera restaurar, sino porque nunca se atreven a llamar a las cosas por su nombre.
He escuchado a algunos otros decir: “Es que no podíamos saber que esto iba a suceder”. Y quizá, en un liderazgo secular, esa excusa tendría sentido. Pero quien ha sido llamado a guiar espiritualmente —y más aún cuando representa a una comunidad o a toda una denominación— está llamado a discernir en el Espíritu lo que realmente está ocurriendo. No basta con tener buenas intenciones, ni con querer proteger relaciones personales; es responsabilidad de un siervo de Dios caminar en integridad, liderar con responsabilidad, hablar la verdad, confrontar con disciplina, obedecer al Señor en todo y reconocer con humildad cuando se ha fallado en ese discernimiento.
El verdadero liderazgo se edifica sobre la coherencia y la honradez, no sobre el espectáculo ni la apariencia. El ministerio genuino no se forja en el don o el talento, sino en el quebranto; en la humildad que nace de reconocer nuestra necesidad de Dios. Y cuando un hombre o una mujer reconocen su fragilidad y vulnerabilidad, y muestran en sus vidas el poder restaurador de un Dios todopoderoso, el mensaje cambia. Ya no es “la persona” el protagonista de la historia, sino Aquel que los sacó del más profundo hoyo en el que se encontraban.
La iglesia que sana y es verdaderamente funcional es aquella que se atreve a confrontar con firmeza y compasión, a restaurar con verdad y a restituir con propósito. No la que, bajo una “gracia” mal entendida, termina justificando lo injustificable.
En el mundo, miles de cristianos arriesgan sus vidas por la verdad del evangelio. Muchos mueren cada día a causa de su fe, enfrentando persecución, cárcel, maltratos y humillaciones, incluso la muerte, con tal de no negar ni deshonrar el nombre de Cristo. Y mientras ellos viven y mueren con dignidad, nosotros nos escudamos detrás de cobardes excusas.
La integridad es el bastión que sostiene la verdad que profesamos. No es justo para el evangelio ni para quienes resisten con honor en su fe, que nos comportemos de esta manera. La luz del evangelio debe brillar en nosotros una vez más.
El evangelio demanda honor e integridad. No existen excusas que puedan sustituirlo. Si continuamos refugiándonos en la justificación de que “somos humanos y todos fallamos”, nunca nos esforzaremos en parecernos a Jesús. Debemos volver la mirada a Él, no a los demás. Mientras sigamos comparándonos con quienes nos rodean, jamás alcanzaremos el propósito de ser transformados a Su imagen. Nuestro único modelo es Cristo, no los que caminan junto a nosotros.
Quizá necesitamos redescubrir al Salvador, volver a ver Su rostro y recordar la pureza de Su llamado.
“Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar.” (1 Pedro 5:8).
En un tiempo donde la tentación de vivir en la apariencia y la justificación personal es tan fuerte, debemos estar alerta. El enemigo no duerme; busca a aquellos que se distraen, que se permiten vivir en la negación o la falsedad, porque sabe que, al despojarles de la verdad, la vida se torna vulnerable.
Lo sé porque yo mismo he estado ahí. He necesitado perdón, acompañamiento y procesos de restauración. He vivido heridas que me marcaron y también momentos en los que provoqué dolor; pero todo ello me formó. He sentido la mano firme de Dios corrigiéndome con amor: no para exponerme, sino para transformarme.
Hubo temporadas largas en las que tuve que guardar silencio, sentarme y esperar; muchas veces tuve que renunciar a lo que más me aferraba, perder para poder ganar. No fue fácil, pero fue real. En medio del quebranto, descubrí que Dios no es un diseñador de apariencias, sino un artesano del alma. Él no maquilla cicatrices; las sana desde adentro. Por eso creo en una gracia que no encubre, sino que transforma. Porque lo he vivido. Y porque sé que es ahí, en ese proceso sincero, donde verdaderamente comienza la restauración.
Escribo estas palabras desde las grietas que Su mano ha sanado y con la certeza de que solo Su gracia, recibida con verdad, puede sostener y transformar lo que ninguna apariencia podrá jamás mantener.
• ¿Estoy siendo la misma persona en privado y en público?
• ¿He disfrazado de “gracia” lo que en realidad es evasión o miedo a enfrentar?
• ¿Estoy formando parte de una comunidad que protege la verdad… o que esconde el pecado?
• ¿Me rodeo de personas que me confrontan con amor, o solo de quienes me aplauden sin pensar?
(*) José Daniel Pino es pastor y Terapeuta familiar. Es venezolano y reside en España desde 2021. Durante 15 años sirvió junto con su esposa como misioneros y pastores en Quito, Ecuador, donde trabajaron en HCJB creando una clínica terapéutica para familias. También colaboraron con Compassion International Ecuador en un programa de formación en terapia familiar para pastores y líderes. Terapeuta de parejas y familias, con especialización en EMDR, combina su vocación pastoral con el acompañamiento terapéutico y su trabajo creativo como diseñador gráfico y comunicador audiovisual.
Casado con Nerymar Landaeta desde 2003 y padre de una hija, José Daniel conoce de primera mano la gracia de Dios que lo ha sostenido en sus momentos de fragilidad. Hoy acompaña a otros en sus propias tormentas, uniendo la esperanza del Evangelio con herramientas terapéuticas sólidas, siempre desde una mirada integral que reconoce la centralidad de Dios en la sanidad y la restauración.
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