Jesús estrenó lo que nadie más podía estrenar, porque solamente él tiene la categoría y la dignidad para estar a esa altura.
Una experiencia grata que se puede tener es la de estrenar algo, porque supone usar por vez primera lo que es nuevo, a diferencia de lo que ya está usado, gastado o envejecido. El estreno es un comienzo de algo diferente y reservado únicamente para el que lo experimenta, de ahí la sensación de distinción que lo acompaña, porque lo estrenado aporta brillo a quien lo luce.
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En la vida terrenal de Jesús hubo tres actos vitales que fueron un estreno, porque supusieron no solamente una experiencia destacada, al entrar en contacto con lo nuevo, sino única, porque muestran la singularidad de su Persona.
El primer acto de estreno fue su concepción y nacimiento de una virgen: ‘Entonces María dijo al ángel: ¿Cómo será esto? Pues no conozco varón.’ (Lucas 1:34). Una mujer intacta, a la que varón no se había juntado, fue su madre. Desde Adán, todos los seres humanos hemos sido concebidos por la unión de un hombre y una mujer, porque es el único modo mediante el cual una nueva vida humana viene a este mundo. Y no importa que ahora la ciencia haya logrado conseguir que sin acto sexual pueda haber reproducción, mediante la unión de una célula masculina y otra femenina fuera del útero materno, el caso es que la nueva vida sigue siendo resultado de la unión de la semilla de un hombre con la semilla de una mujer. Pero en el caso de Jesús es que, sin simiente de hombre, se hace hombre en el seno de una mujer, que no ha conocido varón. Por tanto, el comienzo de su existencia como hombre supone un estreno total y exclusivo, reservado solamente para él. Eso quiere decir que estamos ante un hombre único, porque todos los demás hemos sido concebidos por el método usual. Si es el hombre único, quiere decir que es el Hombre. Su concepción y nacimiento indican su categoría singular, que nadie más tiene.
El segundo acto de estreno fue su entrada en Jerusalén, subido en un pollino sobre el cual nadie antes había montado: ‘Id a la aldea de enfrente, y al entrar en ella hallaréis un pollino atado, en el cual ningún hombre ha montado jamás; desatadlo y traedlo.’ (Lucas 19:30). Era, pues, un pollino intacto, destinado para él. La ocasión no fue una cualquiera, porque aquella entrada era el cumplimiento de la profecía que Zacarías había dado cinco siglos atrás, según la cual el Rey de Israel haría su entrada en la ciudad sobre esa cabalgadura. Alejandro Magno tuvo su propio caballo, llamado Bucéfalo, y El Cid tuvo también el suyo, llamado Babieca, habiendo una correspondencia entre jinete y montura en ambos casos, porque a la categoría del jinete debía acompañar la categoría de la montura. Sin embargo, aquí estamos no ante un rey, sino ante el Rey, que hace acto de presencia en la ciudad que es capital de su reino, sobre un pollino, que es la montura más pequeña de todas las posibles. ¿Cómo puede ser? Porque la grandeza de este Rey no reside en la ostentación externa, sino en la interna, personal, y para que nadie se llame a engaño y confunda lo interior con lo exterior, efectúa su entrada sobre la más insignificante de las cabalgaduras. Pero, con todo, una cabalgadura sobre la que nadie ha montado jamás. Una cabalgadura exclusiva para él, para un Rey único.
El tercer acto de estreno fue su sepultura en un sepulcro nuevo, intacto, que nadie había usado antes: ‘Y quitándolo, lo envolvió en una sábana, y lo puso en un sepulcro abierto en una peña, en el cual aún no se había puesto a nadie.’ (Lucas 23:53). Más de setecientos años atrás el profeta Isaías había anunciado que, aunque por la lógica de los acontecimientos, la suya sería una sepultura vulgar y vil, como la que correspondía a un condenado, sin embargo sería enterrado en un sepulcro totalmente diferente. Y José de Arimatea, inconsciente de que con su acción estaba cumpliendo el anuncio, depositó a Jesús muerto en aquel sepulcro a estrenar. Y es que su muerte fue única, de ahí que fuera sepultado en una tumba reservada para él. Fue única, porque en todos los demás casos de muerte, la razón última es que hay pecado por medio, porque la paga del pecado es la muerte. Por eso, todos los seres humanos morimos, porque todos somos pecadores. Pero aquí estamos ante uno sin pecado y que, no obstante, ha muerto. ¿Cómo puede ser? Por la profunda razón de que su muerte no es resultado de su pecado, sino del de otros. Su muerte no es la paga de su pecado, sino la paga del pecado de otros. Por tanto, este muerto es único. Y por eso es depositado en un sepulcro nuevo, para que no nos equivoquemos, pensando que estamos ante un muerto más, en la larguísima secuencia de muertos de la humanidad. No es un muerto, es el Muerto. Pero, al serlo, es señal de que no se va a quedar muerto, porque ese sepulcro recién estrenado se va a convertir en el comienzo de una nueva era, al abrirse para dar paso al Resucitado que vive para siempre.
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Una mujer intacta, para el Hombre; un pollino intacto, para el Rey; un sepulcro intacto, para el Muerto y Resucitado. Verdaderamente Jesús estrenó lo que nadie más podía estrenar, porque solamente él tiene la categoría y la dignidad para estar a esa altura. ¡Gloria a su Nombre!
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