Si Dios es amor y derrama su amor entre nosotros, el prójimo injustamente excluido también debe ser amado por nosotros, si es que queremos de verdad disfrutar de ese amor divino.
Aunque el cristiano en su vivencia de la espiritualidad debe tener dos dimensiones igualmente importantes, que son el mirar a Dios y quedarse prendados de lo divino e igualmente mirar al mundo y quedarse prendados del amor al prójimo en un mundo en conflicto, predomina en general más el arrobamiento espiritual que el decantarse por la búsqueda de la justicia y de la misericordia para con el prójimo apaleado.
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Muchos cristianos no se sienten enviados al mundo impregnado de injusticias, opresiones y abuso de los débiles. Eso se podría llamar el vivir la espiritualidad cristiana de forma mutilada.
Tanto los profetas como Jesús, considerado por muchos como el último de los profetas y conectado con ellos, tenían muy clara las dos dimensiones de la vida cristiana que podríamos definir como la vertical relacionada con el amor a Dios, a lo divino, y la horizontal en relación con el amor al prójimo en una relación de semejanza con el amor al Altísimo.
Jesús vivía el estilo profético: agarrado al Padre con una de sus manos, mientras que con la otra intentaba a ferrarse a la misericordia con el prójimo inmerso en una realidad social injusta y que, en tantos y tantos casos, le hacen sufrir opresión y exclusión social.
Esta realidad de la vivencia de la relación con Dios y con el prójimo es tan fuerte y profunda que, cuando no la reconocen, invalidan el culto a Dios. Se quedan fuera del mandamiento de búsqueda de la justicia y de la práctica de misericordia para con el prójimo.
Los profetas, en su sentir profundamente esta relación con Dios y con el prójimo, vivían con la misma fuerza el amor a Dios y ese amor misericordioso que hay que tener con las víctimas de un mundo en conflicto.
¡Qué curiosa la visión de los profetas! Podían ver simultáneamente al Altísimo en la gloria celestial que se comunicaba con ellos y, a la vez, podían mirar a otros tronos humanos de poderosos que se comportaban de una forma injusta e inmisericorde para con el prójimo abusado, robado y apaleado.
Podían contemplar el trono del mismo Dios, mientras que no dejaban de mirar otros tronos y poderes inhumanos e injustos ante los cuales ellos no se podrían callar nunca.
En la visión de los profetas encajaba igualmente la contemplación de lo divino, buscando seguir al Dios eterno, con la contemplación de la injusticia en el mundo en donde estaban muchos prójimos despreciados y abusados, sabiendo que el Altísimo era un Dios que reclamaba justicia misericordiosa y que nos mandaba como un mandamiento ineludible el trabajar por la liberación de los prójimos marginados y oprimidos por los poderosos injustos de la tierra.
Para ellos podría existir esta máxima: Si Dios es amor y derrama su amor entre nosotros, el prójimo injustamente excluido también debe ser amado por nosotros si es que queremos de verdad disfrutar de ese amor divino.
Era tal su conexión tanto con el Dios vivo como con el prójimo sufriente que los profetas en sus visiones contemplaban a un Dios que les hablaba y les ordenaba que dijeran al pueblo a voz en grito la iniquidad que es fijarse solamente en lo divino dando la espalda a los humanos que se hundían en sus alaridos de dolor por el abuso de los fuertes, por las injusticias de los poderosos.
Los profetas podían contemplar, horrorizados y desde estas líneas espirituales, que la escasez del pobre estaba en las casas de los ricos y que había personas que almacenaban neciamente ocupando casa a casa y heredad a heredad hasta querer ocuparlo todo.
Eso no estaba en línea con la voluntad de un Dios que busca justicia y misericordia. La falta de projimidad era un pecado que nos alejaba de Dios. Era su mensaje.
Los profetas, al igual que Jesús, se sentían enviados al mundo en compromiso con los más débiles y sufrientes de la tierra. Se sentían enviados a una sociedad injusta intentando hacer toda una evangelización del mundo que promocionara a los más necesitados y que se les diera un trato justo.
¿Se siente hoy la iglesia enviada así al mundo o solamente seguimos prendados de lo divino? ¿Nos sentimos los creyentes enviados de esta manera a un mundo de dolor en donde hay tantos y tantos que injustamente están sufriendo?
Yo sé que buscar lo divino no es malo. Abrirse a lo trascendente es necesario. Incluso tener cierto misticismo y arrobamiento no es malo. Lo que mutila estas vivencias espirituales es no darse cuenta que el creyente está llamado, también e ineludiblemente, a sentirse enviado a un mundo no solamente con la palabra o con pietismos religiosos, sino a trabajar por la justicia social, a practicar la misericordia y a ser las manos y los pies de Jesús en medio de un mundo de dolor.
Iglesias, creyentes, cristianos todos. No somos redimidos solamente para estar pendientes de nuestra corona celestial y para disfrutar de los bienes espirituales pensando en el más allá.
Estamos llamados también, como parte de la vivencia de la espiritualidad cristiana, a sentirnos enviados al mundo como manos tendidas de ayuda, como buscadores de justicia y como seres que practican la misericordia para con el prójimo siguiendo el mensaje bíblico, a los profetas y a Jesús mismo.
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