Cuando el reprensor es Dios, volverse a él conllevará recibir su Espíritu y su Palabra.
Cuando alguien es acusado de un acto delictivo la reacción más normal es la de negarlo o, si las pruebas son abrumadoras, la de aminorarlo e incluso justificarlo. Pero en todos los casos la defensa propia es la línea a seguir, solamente reconociéndose la culpabilidad si no queda otra alternativa y ello conlleva ventajas en cuanto a la reducción de la condena. Es común que al negar la acusación, al mismo tiempo se vierta en otros la responsabilidad, con lo cual se procura dar un giro radical al caso, al convertirse el acusado en acusador, porque nadie quiere pasar por el trance de ser considerado culpable.
Pero un paso más allá en la dirección de la auto-exculpación es cuando el acusado acusa al juez, lo cual sitúa el asunto en un nivel diferente, al poner en entredicho a la persona encargada de impartir justicia. Es factible que esta acción no sea más que otra estrategia para verter la responsabilidad en otro, en este caso el juez, lo cual indicaría que la debilidad de la posición del acusado se acerca a la desesperación, lo que no excluye la posibilidad de que, efectivamente, el juez no esté siendo justo.
Naturalmente no por el hecho de ser acusado necesariamente se es culpable y por eso existe el procedimiento judicial, para que nadie sea condenado a priori. Pero como vivimos en un tiempo en el que los medios de comunicación tienen una sección destinada a los tribunales, a la cual dedican amplio espacio cuando se trata de personas relevantes, resulta que el acusado ya está siendo condenado o absuelto, dependiendo de la tendencia del medio, antes de que ningún tribunal se haya pronunciado al respecto, casi dándose por sentado de antemano su inocencia o culpabilidad. Por supuesto, quienes están de parte del acusado no dudarán de que la culpa es de otros, del mismo modo que quienes están en su contra no vacilarán en que la culpa es enteramente suya.
Pero hay un caso en que el acusado llega al punto de reconocer su culpabilidad, sin excusas ni defensas, no echando en otros la responsabilidad, ni mucho menos acusando al juez de parcialidad, equivocación o prevaricación, y admitiendo que es merecedor del castigo. No busca subterfugios ni apoyos en otros. Tampoco es su reconocimiento una manera sutil para eludir la gravedad de la condena y así salir lo más indemne posible del mal trago, sino que es una aceptación plena de su responsabilidad y autoría de lo que se le acusa. Y no solamente se trata de una admisión, sino que hay un dolor por haber transgredido la ley y haber ultrajado al legislador que la promulgó, al que considera justo. Además hay una resolución profunda de cambiar y un deseo interior de romper con lo torcido.
Se trata de un caso totalmente diferente a lo que en el mundo ocurre y si no fuera porque hay a quienes se les puede aplicar, porque lo han experimentado, parecería que tal caso no existe ni puede existir.
El ejemplo de David ilustra perfectamente esta manera de hacer, porque una vez que fue confrontado con su delito, el cual había intentado tapar, confesó sin ambages su culpabilidad, no sólo ante el hombre sino ante Dios, porque la mancha moral que tiene una proyección horizontal, hacia el prójimo, está precedida por la mancha moral que tiene una proyección vertical, hacia Dios. Y así fue como David asumió su culpa personal, la confesó, se humilló por ella y suplicó misericordia, pidiendo también el poder para cambiar.
Cada vez que alguien hace lo que David hizo, está yendo a contracorriente de este mundo, que no acepta que haya tal cosa como el pecado y, por tanto, que no hay nada de lo cual haya que arrepentirse.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘Volveos a mi reprensión; he aquí yo derramaré mi espíritu sobre vosotros y os haré saber mis palabras.’ (Proverbios 1:23). La palabra volver que encabeza el pasaje es el verbo habitual que se emplea en el Antiguo Testamento para describir la acción de quien da la espalda a algo, a lo cual había estado de cara, para, a partir de entonces, dar la cara a lo que antes había dado la espalda. Ese verbo, volver, es la manera empleada para describir lo que se denomina conversión, palabra que gramaticalmente significa volverse.
La exhortación es a volverse a una reprensión, lo cual indica que hay algo reprobable y condenable, que merece ser reprendido. Lo más fácil es huir de ella, porque es amargo tener que enfrentarla, pero volverse a ella es el primer paso en la buena dirección. Ahora bien, volverse a la reprensión es volverse al reprensor, lo que pone sobre el reprendido la necesidad de reconocer su desviación y aceptar la corrección.
Al hacerlo, hay dos consecuencias que el reprendido recibe, siendo una la recepción del espíritu del reprensor y la otra la recepción de sus palabras. Cuando el reprensor es Dios, volverse a él conllevará recibir su Espíritu y su Palabra. Esta es la conversión verdaderamente necesaria.
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