Quizás sería bueno recordar aquí aquellas palabras que se atribuyen al gran teólogo, Agustín de Hipona: “En lo esencial, unidad; en lo secundario, libertad; y en todo, amor".
Entendemos que para hablar de este tema haría falta extenderse mucho sobre lo que anuncia el título, ya que esta encierra mucho más de lo que a simple vista parece. Pero queremos referirnos al capítulo 17 del evangelio de Juan. Después de todo el largo discurso que dio el Señor Jesús a sus discípulos en la última cena, Jesús oró al Padre, intercediendo a favor de los discípulos de todos los tiempos (J.17.20); y en esa oración se dicen cosas extraordinarias que merece la pena leer, releer, meditar y sacar las mejores conclusiones a las que hubiere lugar.
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Pero baste, de momento, una referencia al hecho de que casi siempre se usa dicho capítulo para hablar sobre “la necesidad de la unidad del pueblo de Dios”. Hasta cinco veces se menciona el término unidad, como un deseo del Señor para con su pueblo, la Iglesia (J.17.20-23). No como un deseo que habrá de producirse en el futuro glorioso (¡que se cumplirá de forma perfecta!) sino como un deseo que habría de cumplirse después de terminada su obra en la cruz, su resurrección, ascensión a los cielos y la venida del Espíritu Santo sobre sus discípulos. ¡Y se cumplió, ciertamente! ¡Basta ver la vida de la comunidad cristiana, en esos primeros tiempos! (Hch. 1-5).
Sin embargo, pocas veces nos fijamos en el hecho de que la unidad de la cual habló Jesús, en Juan 17, no es la causa sino la consecuencia de algo que tuvo lugar previamente y sin lo cual, toda unidad que se pretenda no es la unidad de la que hablaba nuestro Señor Jesucristo, sino extraña a la misma. ¿Cuál o cuáles fueron las causas de la unidad por la cual ruega el Señor Jesús? En primer lugar la unidad se basa en la obra de Jesucristo en la cruz del Clavario. Su muerte trajo nuestra reconciliación con Dios y entre nosotros mismos (Ef.2.13-8). Y como consecuencia, la unidad entre los beneficiarios de Su perfecta y suficiente obra. Pero si nos centramos en el capítulo 17 del Evangelio de Juan veremos que el Señor Jesús da una importancia vital a su palabra. Y esa referencia a la palabra aparece, hasta ocho veces, con la otra designación de “verdad” y, “la palabra de ellos” -v.20-; que no es otra que la palabra de Cristo, que los apóstoles habían recibido y predicarían “por todo el mundo” (J.17.6,8,14,17,19,20-).
Precisamente ahora que recién se ha celebrado el día de la Reforma Protestante y cuando en ciertos foros no protestantes se “atiza”, con cierto “énfasis”, hacia ese principio de “sola Escritura”, abogando a favor de “la Sagrada Tradición” y el llamado “Magisterio de la Iglesia”, por nuestra parte creemos que es cuando más debemos aferrarnos al principio mencionado de “sola Escritura”. Claro, tomamos por cierto que también hemos de tener en cuenta los demás principios: Sola fe, sola gracia, solo Cristo y, a Dios solo sea la gloria.
Así debe ser. Pero además de estos principios mencionados, si hay algo en lo cual el mismo Señor Jesucristo puso énfasis en su relación con sus discípulos, fue su Palabra: Él hablaba y ellos escuchaban; él enseñaba y ellos aprendían; él mandaba y ellos obedecían. Incluso, después de la resurrección “les apareció durante cuarenta días, hablándoles acerca del reino de Dios” (Hch.1.3). ¡Menudo curso intensivo! Eso sí fue un verdadero “seminario de Jesús”, no el que se han montado algunos “eruditos” para atacar y “desmontar” la fe cristiana que nos transmitieron los apóstoles. ¡Cuánto les transmitiría el Señor a sus discípulos en esos cuarenta días! Cosas que él no dijo antes de su resurrección, pero que ellos aprendieron y dijeron después (J.16.12-13). Eso es algo con lo cual hay que contar antes de negar los hechos como algunos eruditos hacen hoy. El Verbo de Dios no se hizo carne para aparecer como hombre, hacer cosas extraordinarias y marcharse, sin más. El apóstol Juan dijo:
“El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y vimos su gloria; gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”. (J.1.14)
Claro que él era la “Verdad” -con mayúscula-; pero los discípulos le conocieron porque él, además de hacer obras maravillosas, habló palabras de vida y de verdad; habló de Dios el Padre, de sí mismo y de nosotros; y habló del más allá y del más acá. La mismas “cosas” que él también ordenó predicar y enseñar a otros discípulos “hasta el fin del mundo” (Mt.28.19-20). Y esas cosas antes de que se pusieran por escrito, eran las “tradiciones” a las cuales se refería el apóstol Pablo, en 1ªCor.11.2 y, 1ªTes.4.2. (¡No otras!). Esas “tradiciones” eran lo que recogían y se consideraba “la doctrina de los Apóstoles” (Hech.2.42). Luego, cuando se pusieron por escrito, dejaron de ser tradiciones para convertirse en lo que también se conocía como “la fe dada una vez a los santos” (Judas 3); “las palabras que antes fueron dichas por los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo” (Judas 17) o: “la verdad presente”, que diría en forma resumida el apóstol Pedro (2ªP.2.12). En definitiva, era y es la revelación dada por Dios “en –su- Hijo” (Hb.1.1-3). Entonces, todo lo dicho por el Señor y los apóstoles quedó registrado por escrito para nosotros. (Flp.3.1; 2ªP.15-16). De otra forma “la palabra de ellos” (J.17.20) hace ya muchos siglos que se hubiera difuminado de tal manera que ahora no tendríamos nada auténtico ni cierto relacionado con la persona y la obra del Señor Jesús.
Pero volviendo al tema central, cuando Jesús ora al Padre, él expresa claramente que su oración es por sus discípulos, los que el Padre en su divina soberanía y gracia le dio a él (J.17.6,11). Jesús no oró por el mundo en vista de que los suyos “no son del mundo, como yo tampoco soy del mundo” (J.17.16). Tampoco oró por ninguna institución religiosa, por muy antigua y prestigiosa que llegara a ser, usando su Nombre. No oró por ninguna “iglesia” en particular, ni organización cristiana; y mucho menos por una “iglesia-estado”. Tampoco oró por los que han cumplido con alguna ceremonia religiosa mediante la cual los hicieron “cristianos”. La obra es suya, no nuestra. Jesús oró por aquellos que después que oyeron su Palabra, la recibieron, la creyeron y la guardaron, así como por todos aquellos que a través de los siglos adoptarían la misma actitud de fe y obediencia para con el Señor Jesucristo (J.17.6-8, 20). Será por eso que los hijos deben ser “enseñados en la disciplina y amonestación del Señor” hasta que tengan edad suficiente para optar por Jesús, entregando su vida a Él, dando el paso para ser bautizados. (Ef.6.1-4). La fe y la obediencia es primero; el bautismo se realiza después como una muestra de fe y obediencia al Señor. Por eso enfatizamos lo que está explícitamente dicho en el texto bíblico. Ese creer, recibir y guardar su Palabra, es la forma de referirse a la fe depositada en la persona del Señor Jesús. Igual que a mí me pasó. Igual que a ti también te ocurrió, querido hermano y hermana.
Esa es la razón por la cual nos gozamos grandemente cuando en cualquier viaje -¡incluso a la otra parte del mundo!- podemos encontrar a hermanos y hermanas que vinieron a serlo por la misma fe puesta en la persona de Jesucristo, percibiendo en ellos (y ellos en nosotros) el mismo Espíritu con el cual “fuimos bautizados en un cuerpo”; el de Cristo, que es su Iglesia (1Co.12.13). Y eso sin importar si hablamos el mismo idioma, sin tener el mismo color de piel o si pertenecemos a culturas diferentes. Pero esa es también la razón por la cual podemos encontrar verdaderos creyentes en esas grandes instituciones que, si bien un día desaparecerán ante la gloria del Altísimo, albergan en su seno a tantos y tantos que, sin estar convencidos de algunos de sus dogmas, sí están más que seguros de aquellas grandes verdades que todavía retienen aquellas y que proporcionan la vida de Cristo a todos aquellos que por la fe, los abrazan en su corazón como la Palabra viva de Dios. Ellos también forman parte de la Iglesia. ¡Son Iglesia de Cristo!
Por tanto, una iglesia en particular lo es de Cristo, en la medida que está compuesta por personas que han sido redimidas por su sangre y creen en la doctrina de Cristo, “la doctrina de los Apóstoles” (Hch.2.42). En este sentido hace años leí unas palabras del recordado teólogo español, José Grau, que decía: “La sucesión apostólica es aquella que sigue la doctrina de los Apóstoles; si no, no hay sucesión apostólica”[i]. Lo dicho anteriormente lo podemos afirmar y se confirma sobre la base de lo que el mismo Señor dijo a sus discípulos en los capítulos anteriores al 17:
“El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama…”; “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada con él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió” (J.14.15,21,23-24).
Luego, a esas declaraciones Jesús añadió: “Yo les he dado tu palabra…”; “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad”; “santifícalos en la verdad”. (J.17.14.17.19). Por tanto, no hay “sucesión apostólica” si se abandona la fe –doctrina- apostólica. De ahí la importancia de la Palabra del Señor como base de la verdadera unidad. Lógicamente, sin perder de vista que esa misma palabra nos informa de la obra eficaz del Señor Jesucristo en la cruz, que hizo posible la unidad entre personas que, sin dicha obra, no hubiera sido posible la reconciliación con Dios y entre nosotros los seres humanos.
Por eso decimos bien: “Sola Escritura”, porque el Señor Jesús no se cansaba de ser reiterativo en eso mismo. Por tanto esa palabra de Jesús creída, recibida y guardada=obedecida por sus discípulos, es la que había producido en ellos el nuevo nacimiento espiritual, con el arrepentimiento y la fe asociados al mismo. De ahí que solo aceptaban “un –mismo- Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos” (Ef.4.5-6). Y como consecuencia de esa maravillosa obra hecha por Dios, se produce la verdadera unidad que, sin tener como base la enseñanza de su Palabra, no hubiera sido posible, ni será posible que se dé.
Entonces, cuando se le da el valor que se debe al principio de “sola Escritura”, se podrá entender también los otros cuatro principios de la Reforma: Sola fe, sola gracia, solo Cristo y, solo a Dios sea la gloria. ¿Por qué? Porque al final nos damos cuenta de que todo nuestro conocimiento de Dios y de sus propósitos para con nosotros, depende de la Revelación de Dios en Cristo-Jesús, que nos ha llegado por medio de su Palabra.
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Ya hicimos referencia más arriba a “las tradiciones” de las cuales habló el apóstol Pablo, en 1ªCor.11.2 y, 1ªTes.4. Pero esas eran las llamadas “tradiciones apostólicas” que en la medida que se iban produciendo también se iban poniendo por escrito. Dichas tradiciones no deben confundirse con lo que después ha venido a llamarse “La Tradición de la Iglesia.” ¡Son cosas muy diferentes! Lo importante, en todo caso, es que aquellas “tradiciones apostólicas” se pusieron por escrito en lo que conocemos como “el Nuevo Testamento de nuestro Señor Jesucristo”, del cual se desprende (junto con el A. Testamento) todo lo necesario para comprender la obra de Dios en Cristo Jesús, para nuestra salvación.
Pero por otra parte, hemos de reconocer, humildemente, que si bien la Tradición de la Iglesia no debe determinar lo que hemos de creer y practicar, sí hemos de reconocer que es riquísima y con capacidad para enseñarnos, tanto acerca de la obra de Dios a través de dicha historia, como de los aciertos y fracasos de los creyentes que nos han precedido. Ignorar eso, es muestra de gran orgullo que empobrecerá nuestro espíritu y nuestra vida, al límite de sufrir una gran pérdida. Pero allí donde la tradición de la Iglesia entra en colisión con la doctrina de los Apóstoles, debe ser rechazada.
Luego, al hablar de la unidad nos hará falta una gran dosis de amor y humildad para reconocer a un verdadero hijo de Dios allí donde lo encontremos y no negarle nuestra comunión; aunque éste no pertenezca a “nuestra iglesia”, “nuestra denominación” o “nuestra escuela teológica”. A veces, nos hemos encontrado con creyentes que, en este sentido dejan mucho que desear; como si ellos y los que piensan como ellos en todo, fueran los únicos “hijos de Dios” que hay en el mundo, no juntándose con nadie más que con los de “su grupo”. Eso, es un pecado de orgullo y falta contra la doctrina del amor de Dios. Quizás sería bueno recordar aquí aquellas palabras que se atribuyen al gran teólogo, Agustín de Hipona: “En lo esencial, unidad; en lo secundario, libertad; y en todo, amor”.
[i] No recuerdo el libro donde leí esas palabras. Posiblemente, el titulado: “El Fundamento Apostólico” leído hace más de 40 años. Edic. Evangélicas Europeas. 1966. Pero es posible incluso que la frase, aunque esencialmente es correcta, no sea así exactamente y diga: “La sucesión apostólica no es de personas, sino de doctrina. No hay sucesión apostólica si no se retiene y enseña la Doctrina de los Apóstoles.
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