Un relato de Juan Simarro.
Me parecía haber dormido bien mecida por ruidos de aguas o arroyos un tanto salvajes que no perturbaron mi sueño. Sin embargo, cuando me desperté noté como sabor a barro en mi boca, aspereza en mi garganta. Quise escupir y me costaba trabajo. Mis ropas estaban mojadas y tuve la impresión de que las sábanas flotaban en algún tipo de océano sucio. Sabor a tierra. Pérdida de la noción del espacio. Mi mente daba vueltas como queriendo desentrañar lo insólito. Estaba desubicada. No me encontraba a mí misma. De repente, el estómago parecía querer subirse a mi garganta con sabor a espanto. Mi mundo había cambiado. ¿Lo había perdido todo? Lo terrible giraba sobre todo mi ser.
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Me pareció haberme convertido en un ser sufriente que no podía identificar. Chapoteaba por el agua fangosa. Me consideré un animal sucio que parecía haberse revolcado en el barro, en el cieno, en la suciedad. Me sentí psicológicamente desestructurada. Mis manos temblaban y todo mi ser quedaba sepultado en una crisis de ansiedad inexplicable. Mis nervios se desataron. Más angustia. No me lo podía creer.
Todo mi ser sintió como una ocanada de culpa. No fue solo un sentimiento, sino una sacudida terrible. Me acordé de mis pecados. Quizás todo era un castigo de Dios. Dudaba si aún estaría en un terrible sueño que me aplastaba. Me toqué la cara, los ojos, me pellizqué los brazos. Estaba en otra realidad angustiosa. Pánico. Mis ojos sucios se abrieron hasta pasar a ser ventanas de horror con marcos de tierra mojada.
Quise moverme sobre las sucias aguas. Era terrible. ¿Llegaría a la histeria? Perdí todo el sentido de mi identidad. La cabeza comenzó a estallarme de dolor. Quise gritar, pero no pude. Mis deseos de grito se quedaban ahogados como si me hubiera convertido en una especie de pez gigante que estuviera intentando nadar en aguas sucias, marrones y densas por la tierra allí disuelta en ellas en forma de barro.
Dudé de estar viva. Me acordé de la Metamorfosis de Kafka. Me había convertido en algo angustioso hasta el punto de sentir asco de mí misma. La sorpresa y el miedo se codeaban abriéndose camino dentro de mi mente. No era posible. Quizás un mal sueño.
Como una autómata impregnada de cierta depresión, me tiré de la cama. Iba como un zombi desequilibrado y el agua me llegaba por la cintura. Estaba helada. Mis ropas se habían teñido del color del barro, un tinte entre marrón y rojizo que lo inundaba todo. No podía reconocer mi nueva situación y creí seguir todavía soñando dentro de un panorama negro y escandaloso. No entendía nada.
Mi cuerpo se agrió y unas nauseas amargas parecían colapsarme hasta el cerebro que me pareció como acorchado. Pasaba el tiempo y yo seguía sin saber si era sueño o realidad. ¿Una pesadilla? ¿Sería la experiencia de la muerte? ¿Estaría pasando al otro mundo? Otra vez intenté gritar, pero solo salían algunos ruidos extraños de mi garganta junto a una tos fea que parecía salir de pulmones inundados. El miedo me encogió el corazón. Mis manos temblaban cada vez más. Me sentí abandonada y desvalida.
No sé si nadando o arrastrándome comencé a desplazarme. Quizás intentaba una especie de huida inútil mientras me agarraba a los barrotes de la cama o alguna otra madera o parte de mueble que flotaba. No lo podía soportar. Notaba como que estaba entrando en un ataque de ira. Me sentí débil para enfrentarme a tal catástrofe.
Todo estaba sucio, roto, deshecho. Me acerqué hacia la puerta e intenté accionar el manillar de apertura. Me pareció que esa maldita puerta pesaba más de un quintal y se negaba a abrirse. Una fuerte golpe de ansiedad, quizás por el miedo, me inundó. Me sentí llena de espanto, pero no podía gritar. El horror me bañaba en forma de barro amenazante. Yo era llorona, pero en este momento no podía llorar. Lo deseaba, pero era imposible. Mis ojos eran como pozos secos impregnados de sucias aguas que impedían una visión correcta.
Se habían roto todos mis esquemas. Lo vivía todo como un castigo que me arrojaba a algún infierno negro en el que me desplazaba con la dificultad de un alma en pena. Lo que yo pensaba que eran mis pecados venían a mi mente. Preguntas y más preguntas. ¿Estaré recibiendo un castigo desde lo alto? Luego pensé que no podría ser. ¿Por qué a mí? Miré al cielo y me pregunté que quién acoge a los damnificados del mundo.
Me dirigí hacia la ventana venciendo obstáculos que me castigaban el cuerpo con golpes que parecían no hacerme daño. Era incapaz de sentir el dolor. No obstante, con mucha angustia conseguí llegar a la ventana. La misma experiencia. Miré al cielo a través de los cristales. Buscaba consuelo. ¿Quién acogía en ese día a los que sufren y lloran? ¿Se habrá dormido el que vela por nosotros? ¿Existe, acaso, el sueño de Dios mientras que se despreocupa del mundo? Quise clamar al cielo, pero mi grito se quedó en un pesado silencio que jamás llegaría al cielo. ¿Podría ser Dios sordo por un tiempo?
Preguntas sin respuesta. Gritos sin acogida. A través de la ventana oía gritos angustiosos como si los demonios del universo se hubieran desatado. Pensé que el mundo se había vuelto un manicomio. Intenté abrirla. Tampoco podía. Era como si un gigante la estuviera sujetando con una fuerza descomunal. Un nuevo Leviatán que había venido sobre las aguas y nos inmovilizaba. Pensé que algún monstruo de las huestes del mal me controlaba. Estaba ante lo imposible. Ruidos en el exterior. Gritos. Golpes.
—Hemos perdido todo —me pareció escuchar a través del cristal como un grito sordo con olor a vómito. Esa era una forma de gritar que yo oía de una forma difuminada a través del cristal me heló el alma.
No pude aguantar más. Mi angustia me lanzó contra el cristal y lo rompí. Las aguas se movieron como una ola en el océano a mi alrededor y me sentí llevada al exterior cayendo sobre una acumulación de coches, unos encima de otros como si fueran grandes insectos de hierro que habían sido abatidos por algún veneno que los mató. El infierno en la tierra. Pensé no estar ya en el mundo de los vivos. ¿Acaso sería esa la experiencia de la muerte?
Oía gritos de una forma mucho más clara. Más que andar sobre los coches me dejé resbalar sobre ellos y caí sobre una masa de barro que casi me cubría el cuerpo. Chapoteé sobre ese fango, pero no avanzaba. Mi cuerpo y mis ropas se tiñeron de un color marrón rojizo. Me había cubierto hasta el rostro. Mis oídos parecían haberse taponado y mis ojos no podía frotármelos, pues mis manos estaban cubiertas de ese lodo rojizo.
Una vez más pensé que era el final. El final del mundo o, quizás, de mi mundo. Dicen que nadie vivo ha pasado por la experiencia de la muerte. Yo pensé estar pasando por ella aunque me sentía viva. Respiraba, sufría una angustia de amarga de bilis, pero no podía llorar ni gritar.
—No tengo nada para dar de comer a mi hijo y no puedo salir de mi casa. ¡Ayuda, ayuda! —Oí gritar a una madre desesperada con una voz que parecía venir de los avernos.
Miré. Los coches unos de lado, otros boca arriba y otros apilados como hierro muerto, impedía la salida de los pisos frente a mí que me parecieron como panteones, nichos que no querían dejar su presa. Las personas estaban atrapadas. Una vez más me pareció estar viendo el infierno en la tierra.
Una fuerte sensación de vómito revolvió mi estómago, pero no llegué a vomitar. Quizás mi cuerpo estaba vacío, hueco como un recoveco de aires atrancados. Oí el grito de una mujer que buscaba a su hijo. Un grito de angustia que yo nunca había oído nada semejante. Una hija gritaba diciendo que no podía encontrar a su padre. Noté una especie de presencia diabólica que castigaba al mundo.
Otra mujer caminaba por el barro descalza apoyada en un palo que había encontrado, mientras gritaba el nombre de su marido entre los coches apelotonados y montados unos sobre otros.
—¡Luis, Luis, Luis! —Se le oía gritar llamando a la persona amada por si estuviera atrapado entre esos trastos metálicos. Su voz sonaba cada vez más ronca y débil. Se iba apagando como un candil soplado por el viendo fuerte.
Miré hacia ella, pero de repente la perdí de vista. Pensé que quizás se había caído o se había tirado al suelo rendida y desesperada. No había respuesta para ella.
—¡Mi hermana, mi hermana! —gritaba otra mujer mayor llorando—. La llamo por teléfono, pero no contesta. Vivía en ese bloque de al lado. Que alguien me diga algo, por favor. ¡Ayuda!
Me incorporé y quedé sentada en el maldito barro. Mi mente pensaba en alguna acción de guerra, algún accidente nuclear tras el cual el mundo se desbarataba y las personas se hundían como pequeñas barcas a la deriva azotadas por las fuertes olas del mal. No tenía deseos de levantarme. Sentimientos de irrealidad, pánico cruel. Seguía intentando llorar como si quisiera desahogarme bañando mi rostro en lágrimas. No era posible. Me habían impedido el llanto. Estaba seca.
Con mis ojos borrosos vi muchas puertas atrancadas por todo tipo de enseres. Había gente encerrada en sus casas como si fueran prisiones abandonadas. Algunos gritaban por las ventanas. En sus rostros se notaba el horror de estar, de alguna manera, enterrados en vida. Yo me eché las manos a la cabeza, luego las puse alrededor de mi boca como bocina e intenté gritar pidiendo auxilio. No sé si llegué a gritar, pero nadie acudió en mi ayuda. Un poco de bilis amarga subió a mi garganta y sentí sensación de ahogo. Me dejé caer sobre el barro que me envolvía como una sábana mortuoria.
Pasó el tiempo, no tengo conciencia de cuánto, mientras que mi mente vagaba luchando por entender lo imposible. No sé cuánto tiempo estuve allí paralizada, si fueron horas, días… siglos. Recuerdo haber oído hablar de muerte, de la morgue, de los cadáveres de los ahogados en los garajes. En una especie de sueño diabólico oís hablar de desaparecidos. Todo me parecía irreal. Satanás con todas sus huestes de maldad había descendido a la tierra.
Me quedé sin sentido. Nadie vino en mi ayuda. Llegó un momento en el que no sabía si estaba muerta o viva, pero a mis oídos llegaban mensajes extraños impregnados de terror. Cientos de muertos, miles de desaparecidos, desposeídos de sus bienes, negocios, casas… ¡familiares! Sentí gritos de una mujer que decía haberlo perdido todo y que su bebé tenía hambre.
—¡Agua, agua, agua! —Gritaba un hombre—. ¡Que no tienen agua!
Con el tiempo me fui quedando en una especie de “duermevela”. Notaba el movimiento de gentes. Me pareció que iban con palas, cepillos, rastrillos, cubos. Clamores para que llegara el ejército. Algunos decían el número de muertos y yo lo vivía como si fuera ya el fin del mundo. Intenté abrir los ojos y me pareció ver la figura de la muerte con su guadaña que se escondía entre los voluntarios que portaban sus palas o escobas.
No tenía fuerza para andar. Hice un esfuerzo. Me arrastré por el lodo como una muerta viviente. Quedé tendida en el suelo con mi cabeza apoyada en la chapa de un automóvil que estaba panza arriba. Perdí el sentido. No sé cuánto tiempo estuve así, mientras gritos de angustia me rodeaban como si fueran las llamas de un infierno al que yo ya no hacía caso. Creo que experimenté algo de las ansias de la mismísima muerte y mi cuerpo se defendió haciéndome perder el sentido. Dejé de sufrir.
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Luego noté que alguien quería despertarme, volverme a la vida. Recuerdo como entre sombras que me dieron una botella de agua y parte de ella me la derramaron por el rostro. Y es que entre los fantasmas de la muerte se movían voluntarios como ángeles enviados del cielo. Recobré el sentido y vi que me trasladaban a un lugar seguro. A pesar de lo vivido, el espanto parecía querer huir de mi mente. Un halo de paz me devolvió a la vida. Siempre hay un halo de esperanza en toda tragedia. Dios no duerme ante nuestro sufrimiento. De su trono llegan mensajes de consuelo y esperanza. “No temáis, yo he vencido al mundo”. Aunque la tierra grite como con dolores de parto esperando también ella la liberación, siempre hay una mano tendida de un Dios que no se despreocupa de sus criaturas. El final será de rehabilitación, liberación y triunfo. ¡A confiar!
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