Su padre les había enseñado a cada uno de sus hijos a respetar a Dios, a ser honrados y fieles en todo. Francisco era un joven noble y sencillo. Un hombre del cual el Señor Jesucristo hubiera dicho lo que dijo acerca de Natanael.
Era el verano del año 1980. Rafael P. un nuevo creyente en la fe de Jesucristo, había hablado primero a Juan T., su compañero de trabajo, como cocineros en un restaurante conocido de nuestra ciudad. Juan se entregó al Señor sin ninguna oposición, pues él sentía una gran necesidad. Así, llenos como estaban los dos de ese gozo que produce el primer amor cristiano, hablaron a su otro compañero, Francisco R. Sin embargo, éste no se fiaba de ellos. Él se había criado en una familia temerosa de Dios. Su padre les había enseñado a cada uno de sus hijos a respetar a Dios, a ser honrados y fieles en todo. Francisco era un joven noble y sencillo. Un hombre del cual el Señor Jesucristo hubiera dicho lo que dijo acerca de Natanael: “he aquí un verdadero israelita –en este caso, cordobés- en el cual no hay engaño” (J.1.47).
Sin embargo Francisco había tenido algunas experiencias negativas con algún/os representantes religiosos en su pasado, y él había decidido “no creer en los hombres, sino en Dios solamente”, según nos dijo posteriormente. Así que cuando escuchó a sus compañeros, les dijo que él no se fiaba de nadie, que solo se fiaba de Dios. Luego, se retiró a su lugar de trabajo. Pero el hecho de que fueran sus compañeros los que le habían hablado y el cambio que él vio que ellos habían experimentado, y el gozo que expresaban en su rostro, le impresionó tanto que, una vez que se quedó sólo hizo una oración a Dios desde lo más profundo de su corazón: “Señor, tú sabes que no confío en los hombres; si esto es tuyo, te ruego que me lo muestres”. Francisco pensaba que Dios le contestaría poco a poco, a lo largo de los días. Pero lo que Francisco no esperaba es que después de hacer aquella oración comenzó a sentir una cosa muy extraña, como una fuerza sobre él y una “presencia” en la cocina donde trabajaba que comenzó a clamar:
“¡Ay Señor! ¡Ay Señor! Esto viene de ti, esto viene de ti. ¡Señor que grande eres y que gran pecador que soy yo! ¡Perdóname Señor por mi incredulidad! ¡Perdóname Señor!”. Luego comenzó a llamar a Dios,“¡Padre!, ¡Padre! ¡Gracias, porque me amas!”
La impresión que recibió Francisco fue tan grande que no podía parar de expresar exclamaciones de reconocimiento de la gloria de Dios, de su amor y de cuán miserable era él. Así que fue a ver a sus amigos y ellos se asustaron al verlo, porque no podían conseguir que se calmara. “Sí, está bien Paco, pero ¡cálmate!, ¡cálmate!”, le decían. Pero no había manera. Aguantaron como pudieron para no llamar la atención; cosa que fue un poco difícil, hasta que cumplida la hora de salida del trabajo, los tres vinieron a mi casa a pedir ayuda, porque a Francisco no podían calmarle ni pararle en sus sucesivas exclamaciones de que él era un gran pecador y de dar alabanzas a Dios.
Cuando llegaron a nuestra casa, sería sobre la 1 de la madrugada. Era verano y no puedo recordar si ya me había retirado a descansar, cuando de pronto oí que me llamaban a voces, ya que nosotros vivíamos en un segundo piso. Me asomé a la ventana y vi a Rafael y a Juan que me llamaban con mucha urgencia: “Ángel baja. ¡Baja pronto!”. Ellos trataban de explicarme lo que pasaba y yo mismo pude escuchar cómo en el coche que estaba abierto, se había quedado Francisco que sin ningún reparo -por la hora que era- clamaba: “Ay Dios mío, qué grande eres! ¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío! ¡Tú eres lo más grande que hay!
Yo estaba preocupado porque, si seguía así todos los vecinos de los bloques contiguos, incluido el mío, enseguida se asomarían a las ventanas para ver qué pasaba y, sin duda, mandar callar a “ese loco” que estaba importunando su descanso. Y por supuesto yo tendría gran responsabilidad en aquel “escándalo” porque, al parecer, tenía relación conmigo y con mi casa. Ya nos conocía bien la vecindad.
Bajé enseguida, por esa doble preocupación por los vecinos y por ver qué le pasaba a ese joven. Una vez que me lo presentaron Rafael y Juan, me introduje en el coche mientras ellos quedaron fuera. Así que lo primero que hice fue tranquilizarlo y tratar de que contestara a algunas preguntas para “examinar” de dónde procedía “el espíritu” que le “animaba”. ¿Y si era una experiencia falsa?
Le pregunté qué le había pasado exactamente y también por sus antecedentes. Luego le pregunté quién era para él Dios, quién era para él Jesucristo y qué había hecho por él. Le dije que me explicara de dónde creía él que venía esa tan grande impresión que había recibido, etc. Sus respuestas no podían ser más acordes con la palabra de Dios ¡y puramente evangélicas! Nunca mejor dicho.
“Dios es un Dios bueno; ¡Mi Padre! ¡Es mi Padre!; Jesucristo es su Hijo que dio su vida por mí, por mis pecados; yo soy un gran pecador y he sido un incrédulo; pero él me ha tocado y me ha manifestado su gloria y que lo que me decían Rafa y Juan era verdad, y que lo que ellos me decían venía de Él”
En la medida que él iba contestando a mis preguntas, yo me acordaba de las experiencias que habían tenido lugar en los grandes avivamientos de Gales, Escocia y Norte América; cómo la gente caía al suelo bajo convicción de pecado y clamando a Dios por misericordia. Eso era tan diferente de ciertos movimientos de hoy que, erróneamente son llamados “avivamientos”. Básicamente, lo anotado arriba era la confesión, resumida, de Francisco. El llegó a tranquilizarse paulatinamente a medida que íbamos hablando y me iba contando todo.
Fue entonces cuando, sin perder los efectos beneficiosos de su experiencia entró en el remanso de paz que solo pueden experimentar aquellos que “confiesan con su boca que Jesús es el Señor y creen en su corazón que Dios le levantó de los muertos” (Ro.10.9-10); porque, “Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro-5.1-2).
Al cabo no sé si de una hora un poco más se marcharon, ya más tranquilos, los tres cocineros y compañeros de trabajo.
Han pasado ya unos 43 años desde la conversión de Francisco. A pesar de tener una profesión difícilmente compatible con las reuniones de iglesia, al punto de no poder estar casi ningún domingo con sus hermanos; a pesar de haber pasado tanto tiempo en el cual otros hubieran tirado la toalla e incluso abandonado, él se ha mantenido fiel al Señor y a su iglesia. Su ministerio principal, junto con su querida esposa, es el de la oración intercesora, por la iglesia en general, por los responsables de la misma y por los hermanos en particular, sean de nuestra comunidad o de otra. Si alguien le pide que le tenga en cuenta en oración, él no lo echará en saco roto, sino que cumplirá con lo que se le pidió, sabiendo que las oraciones de los santos son escuchadas por el Padre celestial, del cual Francisco recibió, en principio, de forma un tanto “especial”, revelación de su paternidad para con él.
Y es que, cuando el Espíritu obra con poder, no siempre lo hace a través de grandes y preparadísimos predicadores sino, con mucha más frecuencia por medio de creyentes sencillos que son obedientes a su mandato: "Id y haced discípulos a todas las naciones..." (Mat.28.19-20).
Nota: Pocos años después el hermano Francisco llegó a ser el esposo de la hermana E. H. de la cual hablamos en el testimonio anterior, en esta misma página.
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