Magdalena siguió a Cristo más allá de los caminos, más allá del dolor, más allá de la muerte.
Según los cuatro evangelios que figuran en el Nuevo Testamento, únicos verdaderos, únicos inspirados, María Magdalena fue una mujer tan real como las olas del mar de Galilea que bañaban la ciudad donde nació; tan auténtica como el sol; tan brillante como las estrellas; tan genuina como la luna que ilumina la oscuridad.
Después de los cuatro Evangelios los cristianos de la Iglesia primitiva tenían a María Magdalena como una discípula muy cercana a Jesús, con un protagonismo importante en aquellos tiempos iniciales del cristianismo.
San Clemente en el siglo primero, Tertuliano entre el segundo y el tercero y San Hipólito en el tercero escribieron sobre María Magdalena. En el siglo cuarto San Ambrosio recuerda “que Cristo se apareció a María Magdalena”. Así llegamos al papa Gregorio, apodado el Magno, quien a finales del siglo sexto pronunció un sermón en el que calificó a la buena de Magdalena como “prostituta y fornicaria”. Si ese papa llegó al cielo Dios le reprendería por semejante blasfemia y calumnia. El teólogo e historiador Víctor Saxer parte del papa Gregorio Magno, se adentra en la oscuridad del tiempo, cruza la edad media alta y llega hasta el siglo XII para decirnos que, en todo ese tiempo, desde el primer siglo hasta entonces, “la devoción hacia María Magdalena se mantenía en elevado fervor”. Isabel Gómez Acebo toma el relevo histórico y acerca el tema a nuestro siglo para añadir que María Magdalena continúa estando presente en la literatura actual. Con una observación: “Los escritores de nuestro tiempo cuentan con una información como nadie tuvo jamás sobre la santa de Magdala”. En opinión de M. Sicard, profesor de teología en Francia y comentarista de la Biblia, la mayoría de autores que han escrito sobre la Magdalena a lo largo de siglos “sólo han visto en su figura una tradición de puras leyendas desprovistas de valor histórico, cargadas de inexactitudes, contradicciones y errores. Y no se puede culpar únicamente a la devoción del pueblo de semejantes desvaríos. Ha influido mucho el espíritu de secta, dando lugar a numerosas suposiciones y alteraciones”.
El Nuevo Testamento cita a María Magdalena en 15 ocasiones: tres en Mateo, cuatro en Marcos, dos en Lucas, cinco en Juan y una en los Hechos de los apóstoles.
La primera mención de Magdalena en la Biblia se encuentra en Lucas capítulo ocho. El versículo dos dice que Jesús la había curado de una enfermedad demoníaca: De ella “habían salido siete demonios”. Algunos autores dicen que padecía epilepsia, otros aluden a ataques de locura. ¿Por qué no respetar lo que dice la Biblia? Aquí se especifica literalmente que Magdalena era víctima de una posesión demoníaca. Esto no indica una vida pecadora, ni entregada a la prostitución. Poco negocio podía hacer una prostituta con siete demonios en el cuerpo.
Tras su primer encuentro con Jesús la Magdalena estuvo segura de que nada ni nadie la apartaría del Maestro. El vacío que dejaba su vida anterior había sido sustituido por una dulzura espiritual que la inundaba después de haber sido sanada.
Magdalena se convirtió en sombra de Cristo. Le seguía por todas partes. Donde Él iba allí estaba ella. Dice Lucas que cuando Jesús “iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios”, María Magdalena formaba parte del grupo que le acompañaba, donde estaban los 12 apóstoles. Magdalena siguió a Cristo más allá de los caminos, más allá del dolor, más allá de la muerte.
Cuando Jesús fue injustamente condenado a muerte “todos los discípulos, dejándole, huyeron”. (Mateo 26: 56). Magdalena no. El amor nunca abandona al ser amado por muy duras y amargas que sean las dificultades. Cómo llegaron tres mujeres hasta el pie de la cruz, con una multitud de miles de personas apretándose para presenciar de cerca la crucifixión, no se sabe, pero allí estaban. Estas mujeres, su propia madre, la hermana de la madre, María mujer de Cleofás y María Magdalena llegaron tan cerca de la cruz que la madre podía oír y entender las palabras que el hijo le dirigía desde el madero. El amor acorta las distancias.
Cuando José de Arimatea consiguió que Pilato le entregara el cuerpo muerto de Jesús “lo envolvió en una sábana limpia, y lo puso en un sepulcro nuevo, que había labrado en la peña; y después de hacer rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro, se fue”. (Mateo 27: 57-61).
Allí, al pie de la tumba estaba la Magdalena, vigilándolo todo: “María Magdalena y María madre de José miraban donde lo ponían” (Marcos 15: 47).
Por no estar familiarizada con el lugar, Magdalena temía que al acudir para el especial embalsamiento pasado el día de reposo pudiera encontrarse con la duda de dónde estaba el sepulcro.
El profundo e inmaculado amor que María Magdalena profesaba a Cristo no acabó en la tumba. Siglos antes Salomón había escrito que el amor es fuerte como la muerte. Yo añado: más fuerte que la muerte.
Empezaban las estrellas de la noche a ceder el paso al sol que llegaba cuando María Magdalena “fue de mañana, siendo aún oscuro, al sepulcro” (Juan 20: 1). La duda de María era cómo conseguir rodar la piedra que cerraba el sepulcro. Su duda se transformó en asombro cuando llegada al sepulcro vio “removida la piedra, que era muy grande” (Marcos 16: 4).
Sola en el huerto María se quedó junto al sepulcro llorando. En esto vio a dos ángeles que le preguntaron: “Mujer, ¿por qué lloras?” (Juan 20: 12-13). Magdalena confiesa a los ángeles que lloraba “porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto”. Aquí el adjetivo revela el cariño que Magdalena profesaba a Jesús y el sustantivo el respeto que le merecía. En esto estaban cuando ella “se volvió, y vio a Jesús que estaba allí, más no sabía que era Jesús” (Juan 20:14). En conversación con el que creía el hortelano se escribe el más corto poema de amor que registra la literatura universal. Un poema compuesto solamente de dos palabras:
¡María!
¡Maestro!
Inmediatamente María Magdalena es enviada como portadora de la noticia de la resurrección. Lo que algunos han llamado “apóstola de apóstoles”: “Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20: 17-18).
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