Ponte en sus zapatos

Dejé de hacer juicios de valor y comencé a interceder por ella, pedir a Dios que tomara entre sus manos esa rota vasija, ese pájaro herido y vertiera sobre él un bálsamo restaurador.

ÍNTIMO AUTOR 90/Yolanda_Tamayo 03 DE OCTUBRE DE 2024 09:57 h

Imagen de [link]Zach Reiner[/link], Unsplash.

La conocí hace muchos años. Todos los que me hablaban de ella la describían como: una mujer amargada, altiva y maleducada. Y es cierto que esa era la primera impresión que aquella señora producía. Parecía no tener sensibilidad, portaba un rictus serio y se expresaba haciendo que cada frase portara una dosis de mordacidad que te hacía pensar si realmente tenía corazón. El tiempo me demostró que sí lo tenía, pero que por desgracia, estaba hecho añicos.

En mí día a día, trabajando junto a ella, fuimos creando unos lazos muy pero que muy finos de cierta confianza. Yo le contaba mis cosas, al parecer poco atrayentes e insustanciales para ella que siempre hablaba o más bien criticaba todo lo que la rodeaba y sobre todo, a sus familiares, tildándolos de ineptos y carentes de sentido común. Al hablar, siempre acababa excediéndose en sus locuciones que denotaban falta de humanidad y de respeto hacia el prójimo.

Con delicadeza y sin pretender ser entrometida, iba conociendo un poco más a aquella mujer. Sus expresiones de vez en vez dejaban de ser hostigadoras y se convertían en narraciones de una vida pasada, de todo aquello que vivió y que en la actualidad echaba tanto de menos. Una mañana, mientras desayunábamos me contó algo que cambió mi percepción de ella.

Hacía treinta años su marido y su hijo sufrieron un accidente de tráfico y ambos murieron. Aquellas pérdidas aún no las había logrado superar. El trágico accidente acabó consumiendo sus ilusiones, sus sueños, sus ganas de vivir. Me relataba con palabras anegadas de emoción que aquella mañana, justo después de despedirse de su marido y de su hijo, sintió la necesidad de abrir la puerta, bajar las escaleras y ofrecerle a su pequeño de seis años una manzana, era la fruta que a él más le gustaba y ella quería que se la comiera durante el camino. Entristecida me decía: una manzana fue lo último que pude brindar a mi hijo.

En los días que pasé con ella, nunca más volvimos a hablar de aquello. La ausencia de esos dos seres se palpaba notablemente en la vida de ella. Una vida sesgada por el dolor, entumecida por la falta de quienes tanto había amado y a los que de forma perturbadora aún seguía atada.

A partir de ese día en el que asombrosamente me abrió su corazón, mi percepción de aquella mujer cambió porque me puse en sus zapatos.

Dejé de hacer juicios de valor y comencé a interceder por ella, pedir a Dios que tomara entre sus manos esa rota vasija, ese pájaro herido y vertiera sobre él un bálsamo restaurador.

Ella había quedado presa entre el amasijo de hierro de aquel coche accidentado, no deseaba abandonar el lúgubre lugar donde ocurrió la desgracia. La vida se apagó y creía que aquel duelo perpetuo era el voto a pagar por seguir viva.

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[title]Por un año más[/title]

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