¿De qué nos salva Dios? ¿Cuál o cuáles son los “peligros” de los cuales somos salvados?
“Porque no me avergüenzo del evangelio porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree…” (Ro.1.16-17)
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Cuando pensamos y oímos hablar acerca de la salvación, enseguida lo relacionamos con el más allá, con “el cielo”. Es decir, somos salvados para un lugar y destino muy diferente al que vivimos aquí en la tierra. Y es verdad, pero dejamos atrás mucho relacionado con el tema de la salvación. En principio, el término salvación expresa la idea de la liberación de un peligro en el cual uno se encuentra. Por ejemplo, cuando yo tenía unos 13 años estuve a punto de perecer ahogado en el río Guadalquivir, pero un hombre que estaba en la orilla (el único que había y que, además, sabía nadar) al ver mis desesperados esfuerzos por salir a la superficie, se lanzó al río y llegando hasta donde yo estaba (unos 25 metros de la orilla) me salvó de una muerte segura, que se hubiera producido medio minuto más tarde. La misma idea se desprende del momento en el cual Pedro, uno de los discípulos de Jesús, al ver que se hundía en las aguas del Mar de Galilea, exclamó: “¡Señor, sálvame!” (Mt.14.30). Lo mismo se refleja en relación con la mujer que tocó el borde del manto de Jesús, creyendo que con tan solo esa acción sería sana de su enfermedad. Luego, ella pudo oír de Jesús: “Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado” (Mt.9.22). En estas acciones (incluido mi caso) se destaca una situación de peligro y un salvador que libera del mismo.
Entonces, comenzamos esta tercera exposición preguntándonos ¿De qué nos salva Dios? ¿Cuál o cuáles son los “peligros” de los cuales somos salvados? Esta es una pregunta fundamental que necesitamos contestar a la luz de las Sagradas Escrituras. Porque si bien las evidencias y la experiencia de aquella transformación, más que milagrosa, que experimentó el apóstol Pablo hablaban de su propia salvación, no explicaban del todo el hecho de la salvación misma. Por tanto, hemos de atender a la enseñanza del Nuevo Testamento sobre “aquello” de lo cual somos salvados.
Por otra parte, es necesario aclarar que con el término “salvación” estamos haciendo referencia a toda la obra de Dios por medio de Jesucristo a favor del ser humano. Por tanto, términos como redención, santificación, expiación, propiciación, justificación, reconciliación, etc., son aspectos diferentes de la gran obra salvadora de Dios en Cristo Jesús. Eso es lo que se desprende de lo que escribió el apóstol Pablo. Él hizo referencia a “la palabra de la cruz (forma resumida para referirse al mensaje del Evangelio) que a los que se salvan, es poder de Dios” (1ªCo.1.18). Pero luego para definir en términos teológicos lo que significa el Evangelio de Jesucristo, añade: “Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1ªCo.1.30. El énfasis es mío). Todo lo cual, insistimos, hace referencia a la obra salvadora de Cristo y que es desarrollado en la carta de Pablo a los Romanos de manera completa, sobre todo en los capítulos 3 á 5.
Pero a la hora de hablar de la salvación la Biblia es clara al respecto de poner el énfasis tanto en el “peligro” –o “peligros”- de los cuales nos salva Dios como en la persona del Salvador, el Señor Jesús, subrayando la importancia de que aparte de Jesucristo no hay otro salvador, ni mediador, ni redentor, etc., “dado a los hombres en quien podamos ser salvos” (Ver, Hch.4.12; J.14.6; 1ªTi.2.5-6).
Cuando nació Jesús, el ángel que apareció a José, le dijo: “Y pondrás por nombre Jesús=Salvador”; porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt.1.21).
El pueblo judío en general, esperaba que su “mesías” les salvara del dominio romano y que lo haría por medios militares. Sin embargo, el propósito de Dios era librarles de “sus pecados”. Con el nombre Jesús el ángel hizo una declaración general acerca de la obra salvadora de Cristo, que a sus padres les sonaría un tanto imprecisa. Pero luego, cualquier israelita temeroso de Dios, podría entender que esa referencia general, en su aplicación práctica iba mucho más allá de lo que se podría pensar. “Salvar a su pueblo de sus pecados” significaba ser liberados de su falsa religiosidad, su orgullo religioso y su falta de verdad y de justicia en relación para con los pobres y necesitados; pero también significaba, ser salvos de su orgullo nacional y su desprecio hacia aquellos que no pertenecían al pueblo de Israel. Para entender las palabras del ángel bastaría leer a los profetas, entre ellos a Isaías 1.1-20; 5.1-24; 58; Miqueas, 2 y 3, etc.); y luego las acusaciones de Jesús sobre la clase religiosa que representaba al pueblo de Israel (S. Mt.23). Entonces, una declaración general como la que hizo el ángel a José implicaba mucho más de lo que se pensaba y se piensa. Después se vería que su aplicación iría mucho más allá del pueblo de Israel y alcanzaría a cada uno de los pueblos en los cuales se predicaría el Evangelio de Jesucristo y en la medida que cada uno pusiera fe en la persona de él como el Salvador. De ahí que el apóstol Pablo hiciera una lista de personas que por su forma de ser y de obrar, quedarían fuera de “esta salvación tan grande” (Hb.2.1-4). Sin embargo, otros, habiendo abandonado esa forma de ser y de vida, experimentaron la “salvación de sus pecados” y fueron transformados por el poder del Espíritu de Dios. (Ver, 1ªCo.6.9-11; Ef.2.1-3; 1ªTes.1.9-10). Mucho de lo cual también lo hemos experimentado nosotros mismos y lo hemos visto en otros.
De ahí que esta sea razón más que suficiente para no avergonzarnos del Evangelio.
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El apóstol Pedro escribió al respecto de los creyentes en Cristo Jesús: “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres…” (1ªP.1.18).
Cuando se vive de espaldas a Dios la vida no puede ser vivida en un sentido pleno. No importa que se viva creyendo que la vida tiene algún sentido, pues nunca podrá estar en el nivel que Dios demanda ni satisfará completamente al que la vive. En un sentido muy real y visto desde el punto de vista divino, será una vida “vana” / “vacía” y sin sentido. Claro que, de todos es sabido que encontrar el sentido y el propósito a la vida, aunque sea en un sentido secundario, al menos “ayuda” a las personas a transitar todo el recorrido de su vida sin perder la esperanza. Sin embargo, la Biblia nos habla de encontrar el verdadero sentido a la vida; un sentido pleno y transcendente, que va mucho más allá de lo que el ser humano puede vivir en esta vida, puesto que la trasciende. Y eso solamente puede ser posible cuando nos reconciliamos con Dios.
Es un hecho que muchas personas no encuentran sentido y propósito a sus vidas, ni siquiera cuando estas no implican sufrimiento alguno. Lo cierto es que, la vida misma les resulta tediosa, caen en depresión, visitan al psicólogo o médico psiquiatra tratando de encontrar orientación sobre el sentido y el propósito de sus vidas, en vista de que han llegado a la conclusión de que no merece la pena vivir una vida “sin sentido”.
Sin embargo, los que conocieron y conocemos a Jesús hemos encontrado el sentido y el propósito de nuestras vidas, mucho más allá de lo que habíamos imaginado. Al conocer al Dios trascendente, hemos conocido y experimentamos una vida que trasciende - ¡con mucho! - a esta vida. Esa es la razón por la cual la esperanza es uno de los sentimientos primordiales del cristiano. Esperanza que se basa en el Evangelio (¡Buenas noticias!) que hemos conocido. De ahí que, dice la Escritura: “la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro.5.5). La vida “vana” =vacía, a la cual se refería el apóstol Pedro se ha convertido en una vida plenamente satisfactoria por Cristo Jesús, nuestro Señor.
De ahí que esta sea otra razón por la cual no nos avergonzamos del Evangelio.
Al respecto, el Apóstol Pablo escribió: “El cual (el Señor Jesucristo) se dio a sí mismo para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de Dios y Padre” (Gál.1.3-4)
Que este mundo ejerce un poder sobre los que lo habitan es innegable. Aquel mundo que Dios creó “bueno en gran manera” (Gé.1.31) para ser habitado y gobernado por el ser humano con justicia y verdad, pronto vino a ser un mundo de pecado, de violencia, de guerras, de esclavitud, de muerte y de sufrimiento continuo y permanente. Este mundo es incapaz por sí mismo de proporcionar la justicia y la paz de forma definitiva (Ver, J.14.27). Y tras mucho de lo que ofrece, solo hay mentira, engaño y fraude envueltos con el ropaje de la vanagloria (Ver, 1J.2.15-17).
Por otra parte, este mundo también tiene un “dios” “que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero” (Ap.12.9; 1ªJ.5.19). El Señor Jesús también le llama “el príncipe de este mundo” (J.12.31; 14.30). El apóstol Pablo le llama “el príncipe de la potestad del aire” (Ef.2.2) cuyo reino espiritualmente es de tinieblas y su carácter moral, de maldad (Hch.26.17-18; Ef.6.10-12; Col.1.13).
Todo lo expuesto nos da una idea de la situación y condición en la cual nos encontrábamos cuando éramos “del mundo” y necesitábamos ser “liberados” =salvados de una esclavitud espiritual y moral de la cual no podíamos liberarnos por nosotros mismos. Sin embargo, gracias al Salvador enviado de “arriba”, del Padre, todos los que arrepentidos de sus pecados ponen fe en la persona del Señor Jesús, el Salvador, reciben el perdón de sus pecados y la esperanza de la vida eterna, habiendo sido liberados tanto del poder del mundo como del poder de Satanás. No en vano Jesús dijo: “Estas cosas os he hablado para que en mí, tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (J.16.33). Pero por su obra en la cruz y su resurrección, Jesús también venció al diablo, quitándole todo el poder que tenía sobre nosotros, incluido el poder que ejercía sobre nosotros, el temor a la muerte. (J.12.31 con Heb.2.14-15). Así el creyente recibe una vida nueva, diferente, basada en “el perfecto amor que echa fuera todo temor” (1ªJ.4.18); también recibe la libertad de la cual habló Jesús a sus discípulos (J.8.31-32) y la realidad de una “bienaventurada y gloriosa esperanza” (Tito 2.13; Col.1.27)
De ahí que estas sean otras razones por las cuales no nos avergonzarnos del Evangelio.
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Si hemos de ser fieles a las Escrituras, hemos de confesar lo que estas nos dicen acerca de la condenación eterna. En principio el apóstol Pablo nos dice que sin el conocimiento de Dios estamos “destituidos (separados) de la gloria de Dios” en vista de que todos somos hallados pecadores (Ro.3.22.23). Y esta no es la condición de unos pocos o de muchos, sino de todos, ya que esa declaración fue precedida de otra que dice que “Todos están bajo pecado… Pues no hay justo ni aun uno…” (Ro.3.9-10). Entonces la condición en la cual se encuentra el ser humano es de serio “peligro” del cual ha de ser “salvado”. Sin embargo, Dios ha provisto esa salvación por medio de su Hijo Jesucristo, de forma gratuita, “por medio de la fe en su muerte en la cruz” a favor del pecador perdido. Así de sencillo, pero así de claro es el mensaje divino. La aceptación del mensaje del Evangelio provee al creyente de una esperanza viva, real y gloriosa tal y cómo ya hemos mencionado más arriba. Esperanza que en la medida que pasa el tiempo, se va acrecentando, haciéndose más real, aportando más seguridad al creyente respecto de su futuro eterno, de tal manera que no alberga dudas al respecto de su salvación. Salvación completa, definitiva y segura. Pero ¡Ay! Un rechazo de esa salvación divina en y por Cristo Jesús solo lleva a la perdición eterna, el día en el cual Dios juzgará a todos los seres humanos sobre la base del Evangelio de Jesucristo (Ro.2.16); de lo cual se nos informa también y de forma definitiva, en el libro de Apocalipsis:
“Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (Apc.20.11.15)
Por esta misma y última razón, no hemos de avergonzamos del Evangelio de Jesucristo, “porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree...” (Ro.1.16-17)
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