En vez de darnos una luz, la del Evangelio, para que con ella nos abriésemos por nosotros mismos nuestro sendero a través de la senda del mundo, se nos lleva en él, dando tumbos, por caminos que no conocemos y a oscuras.
En 1915 el gran Miguel de Unamuno escribió una carta al entonces pastor evangélico español residente en Cuba José M. Ripoll, en respuesta a otra de éste. La carta es larga, pero la transcribo para los lectores de Protestante Digital tal como ha llegado a mis manos. Dice así:
Sr. D. José M. Ripoll.
Muy señor mío:
Le agradezco mucho su carta, y me conforta y corrobora el ánimo el ver cómo a largas distancias sienten la solidaridad que los une, los hombres todos que trabajan por que venga a la tierra el reino de Dios. Y me anima más aún el recibir voces de aliento de un país que, como ese, fue, hasta no ha mucho, de mi querida España, y esta, por sus culpas, lo perdió. Y creo que España, la verdadera España, la España íntima y espiritual, ha ganado mucho con verse reducida al solar de sus abuelos. Tal vez hemos perdido América para mejor ganarla, como deben ganarse los pueblos, mutuamente y comulgando en la cultura. Quiero, en efecto, creer y esperar que la pérdida de las últimas posesiones ultramarinas de la Corona española sea para España, recogida en nueva vida. Nuestra historia ha sido un sueño, y en ninguna parte pudo mejor que aquí brotar el aforismo calderoniano. Después de ocho siglos de reconquista y cuando parecía que íbamos a entrar en vida de paz y de trabajo, el descubrimiento de América abrió nuevo campo a nuestro espíritu de aventuras, y vertimos sangre y alma entre generosidades y rapacidades. Dejamos ahí mucho de nuestro corazón y trajimos todo el oro que pudimos. Como he dicho hace poco en Gijón, fuimos a conquistar la tierra con la espada en la diestra y en la izquierda el crucifijo, sólo que cambiamos alguna vez de mano y erigimos en alto la espada, golpeando con el crucifijo; peleando a “cristazos”. Y lo estamos pagando. Sin embargo, si a la Magdalena se le perdonó porque amó mucho, habrá que perdonar a España, por grandes que hayan sido sus yerros. Y aquí se observan síntomas de despertar. Por debajo de lo que llaman cuestión religiosa y no lo es, sino sólo político-eclesiástica; por debajo de ella empieza a asomar la cuestión real y verdaderamente religiosa; la de la emancipación de la comunión cristiana para los que no nos satisfacemos con aquello del Catecismo de: “Eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. De esto acabo de hablar en Gijón.
Hace dos años, en Cartagena, dije que nos hacía falta en España una Reforma, una Reforma nuestra, indígena, española, no de traducción, pero que fuera a nosotros lo que la Reforma el siglo XVI fue a los países germánicos, escandinavos y anglosajones. Hay que cristianizar a España, donde aún persisten las formas más bajas de paganismo sancionado, de ordinario, por la Iglesias. Voy por pueblos y ciudades predicando contra la mentira, que es lo que aquí nos mata, y diciendo en todos tonos que vale más error en que buena fe se cree que verdad en que no se cree. Y se me respeta. No hace aún dos años se me tenía por muchos como un extravagante. Ahora me toman más en serio, y espero con la ayuda de Dios, hacer que las gentes se acostumbren a oír con calma ciertas cosas.
Es cosa necia esta bárbara intolerancia que nos corroe, y sobre todo, el miedo a la verdad, el miedo a afrontar el misterio, el miedo a pensar por sí. Se ha acostumbrado aquí a las gentes a que lo tomen todo hecho, y sólo piden dogmas, fórmulas, recetas. Me decía uno: “Yo no quiero saber de medicina, ni donde tengo el hígado, ni para que me sirve, porque eso me haría aprensivo; ahí está el médico, que lo estudie y me cure o me mate. Tampoco quiero inquietarme en averiguar lo que haya de Dios, de Cristo y de otra vida; el meterme en esas honduras sólo me trae desasosiego, y necesito mi tiempo para ganarme la vida; ahí está el cura, que lo estudie él, pues se le paga para eso, y lo que él me diga bien está”. Y le dije: “Está usted podrido de pies a cabeza”. La buena nueva en España se reduce a estas palabras: ¡No deleguéis! Porque aquí se delega todo, y domina la anarquía porque nadie se toma el trabajo de mandar racionalmente. Mi labor es de inquietar espíritus. Inútil sembrar trigo en esta era; los granos se pudren o se los comen los pájaros. Antes de la siembra hay que arar y abonar el suelo. Y en España hay que arar los espíritus y abonarlos, inquietarlos y hacerlos fermentar. Llevan siglos de barbecho, y aquí hay de añadir, a los ya conocidos, una obra de misericordia cual es la de “despertar al dormido”. Porque si no, se le quema la casa y él con ella.
En vez de darnos una luz, la del Evangelio, para que con ella nos abriésemos por nosotros mismos nuestro sendero a través de la senda del mundo, se nos lleva en él, dando tumbos, por caminos que no conocemos y a oscuras. Y la ociosidad espiritual nos lleva a todo género de excesos. Esto he dicho en Gijón. Es preciso que desaparezca esa vergüenza de que en un país que se dice cristiano, y donde los 9.999 con cada 10.000 no han leído el Evangelio, sirva éste todavía para que lo recorten en pedacitos –el texto latino– lo encierren en unas bolsitas bordadas por monjas, y llenas de lentejuelas y las cuelguen del cuello a los niños a guía de amuleto; y ese otro de que las mujeres al sentirse con los dolores del parto se traguen una cintita de papel con una jaculatoria.
Y cuando se denuncia esto entre sacerdotes, le salen a usted con que son cosas inocentes y que, si bien sean supersticiones, no conviene ir contra ellas, pues proceden de buena fe. ¡Vaya una buena fe! Si me pusiera a escribirle de esto no acabaría nunca, y así es mejor que corte esta carta. Quería usted que le dijere algo del estado religioso de España.
¡Es tanto lo que hay que decir! Aquí se pasa de la más fanática e intolerante ortodoxia católica al más burdo y torpe librepensamiento, y ello es casi forzoso. Pero creo que alborea alguna otra cosa, y por lo menos el deber de todo buen español es trabajar por ello.
Le saluda su afectísimo S. S., Miguel de Unamuno.
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