Son necesarias para informar a la Iglesia acerca de su trabajo y de su economía. Pero prepararlas bien con antelación y rogar al Dios de la paz que no falte durante el tiempo que dura la reunión.
Se le dan varios nombres: reunión de Iglesia, reunión administrativa, asamblea de Iglesia, etcétera. Pero se trata del mismo acontecimiento: la convocatoria que las iglesias suelen hacer generalmente una vez al año para tratar temas relacionados con el funcionamiento de la Iglesia y la elección o renovación de cargos.
¿Por qué estas reuniones cuentan con tan pocas simpatías? ¿Por qué muchos dejan de asistir a las mismas para evitar el aumento del ritmo cardiaco?
Lo incomprensible es que estas reuniones no sean consideradas como un culto más.
La mañana del domingo ha transcurrido placentera, edificante, cantos y alabanzas, oraciones que elevan el espíritu hasta alturas celestiales, exposición de la Palabra.
Terminada la reunión dominical, sonrisas, saludos, algunos abrazos, felicitaciones al predicador, gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra en los corazones.
Llega la tarde del mismo domingo, la hora fijada para la reunión administrativa. Van acudiendo las mismas personas que estuvieron en el culto de la mañana. Pero los rostros tienen otra expresión. En espacio de horas han cambiado. Hay quienes llegan con la escopeta cargada y disparan a discreción. Quejas contra el pastor. Denuncias de un hermano a otro. Gestos crispados. Palabras ácidas. Hasta insultos he presenciado en algunas de estas reuniones en España y aún más en los diecinueve países de la América Latina donde he predicado. Como si el Doctor Jekyll y míster Hyde lo hubiera escrito Stevenson inspirándose en una reunión de Iglesia.
He observado que los auténticos protestantes son casi siempre los mismos. Dos o tres, a lo más cinco. Estos revienta–reuniones movilizan a otros. Son como aquél gallego que al llegar a Buenos Aires pregunta si allí había gobierno. Al contestarle uno que sí, responde con enfado: Pues yo, en contra. Sin más averiguaciones.
Los revienta–reuniones se oponen a todo, discuten de lo que no saben, gritan contra esto y aquello, y cuando se les llama la atención salen con eso de “Pues yo dimito”. La lástima es que nunca lo hacen.
Mi hermano y compañero Roberto Velert, ya muerto, en tanto yo sigo vivo, me contaba que en las reuniones administrativas de su iglesia algunos jóvenes salían asqueados y otros se apartaban de la fe.
Otro compañero de ministerio, Bernardo Sánchez, muerto también, me contaba que en tales reuniones de iglesia, según había podido detectar, los más tumultuosos eran los que creían que no se los consideraban y los que deseaban cargos que no merecían.
¿Qué hacer entonces? ¿No celebrar tales reuniones? Tampoco es eso. Son necesarias para informar a la Iglesia acerca de su trabajo y de su economía. Pero prepararlas bien con antelación, hablar personalmente con los miembros conflictivos, dirigirla con libertad y amor, pero también con firmeza y autoridad, ordenando callar a los que se sobrepasan, evitando convertir lo que debería ser un culto más en un campo de batalla personal entre aquellos que se consideran hermanos en la fe de los demás hermanos. Y rogar al Dios de la paz que no falte durante el tiempo que dura la reunión.
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[title]Por un año más
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