El corazón humano sin regenerar sigue siendo el mismo y nada nuevo hay bajo el sol.
Hay diversas actitudes que se pueden tener hacia el pecado, siendo una la de negarlo de plano, la cual siempre ha estado muy extendida y ahora también lo está, tal vez más que nunca. Como el pecado supone culpabilidad, es por lo que se busca rechazar su misma existencia, alegando que se trata de una fabricación interesada de los que procuran mantener reprimida a la gente para sus propios fines. Pero no es la única actitud, porque otra consiste en ignorarlo, al estimarse que lo mejor es no pensar en algo tan difícil de digerir, no obsesionándose con el mismo y viviendo como si no existiera. Todavía otra es justificarlo, procurando armarse de argumentos que expliquen su existencia y la defiendan, para eximir de culpa al responsable de cometerlo, o, al menos, reducir esa culpa lo más posible. También está la de quienes se complacen abiertamente en practicarlo, sin ningún tipo de inhibición ni vergüenza, porque han hecho de esa práctica su bandera de vida. Es la actitud de desafío y provocación.
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La primera actitud sería la que Caín mostró, cuando Dios le preguntó por su hermano Abel. La segunda es la que tuvieron los hermanos de José, una vez que lo vendieron como esclavo a Egipto. La tercera sería la de Adán, cuando Dios le pidió cuentas por lo que había hecho. Y la cuarta es la que describe el apóstol Pablo en Romanos 1, cuando presenta el estado de corrupción generalizada de la humanidad.
Estas cuatro actitudes hacia el pecado no son sólo cosas del pasado, sino que están bien presentes en el día de hoy, porque el corazón humano sin regenerar sigue siendo el mismo y nada nuevo hay bajo el sol.
Pero existe una quinta actitud hacia el pecado, que consiste en santificarlo, es decir, aprobarlo porque, supuestamente, es Dios quien lo aprueba. Pareciera que algo así sería impensable e imposible que sucediera, pero, sin embargo, se da en más casos de los que cabría suponer. Como el corazón humano es una fábrica inagotable de engaño, llega a imaginar que pecado y santificación son compatibles, haciendo de esta manera posible que la luz tenga comunión con las tinieblas, que lo limpio se entienda bien con lo sucio y que lo torcido se avenga con lo recto. De esta manera, se ensancha el camino estrecho, para que quepan por el mismo todo tipo de maldades, hasta el punto de dar por bueno lo que es malo. Igual que en las cuestiones humanas hay quienes se abren paso con toda clase de triquiñuelas, buscando resquicios para que la justicia les dé la razón, así hay quienes, en las cosas de Dios, intentan hacer algo parecido, engañándose a sí mismos y queriendo engañar a los demás, para que lo agrio parezca dulce.
Un hombre que quiso santificar el pecado fue Saúl, quien tras desobedecer el mandato que Dios le había dado por medio de Samuel, quiso presentar su desobediencia como si hubiera sido obediencia. A tal fin retorció la evidencia mediante palabrería y mediante un ritual religioso. Y cuando fue confrontado con su pecado, contestó que había hecho lo que Dios le había ordenado, aunque como los hechos eran patentes y visibles a cualquiera que tuviera ojos, esos mismos hechos lo condenaban sin paliativos. Fue el intento de santificar el pecado, haciendo que lo que Dios aborrece parezca que lo enaltece.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘Se asió de él y le besó. Con semblante descarado le dijo: Sacrificios de paz había prometido, hoy he pagado mis votos.’ (Proverbios 7:13-14). La escena retrata el encuentro entre una mujer que busca a su víctima y un joven que busca a su verdugo, siendo el resultado el que podía esperarse entre ambos protagonistas. Pero llama la atención que esa mujer, además de emplear los medios sexuales que sabe muy bien usar, también sabe apelar al razonamiento por el que santifica su pecado. Porque el sacrificio de paz era una de las ofrendas que Levítico estipulaba, siendo diferente a las otras porque el ofrendante participaba de ella. Es decir, la idea de comunión con Dios está presente en esa clase de ofrenda, pues una parte de ella se quemaba en el altar, y, por tanto, era para Dios, y otra parte era comida por el que la presentaba, representando ambos actos la comunión.
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El razonamiento de esta mujer supone que si ella está en comunión con Dios, todo está bien, luego su oferta al joven no puede ser más atractiva, porque ningún problema moral se interpone entre ambos, al tener la aprobación de Dios por la ofrenda recién presentada. La expresión que usa el pasaje de ‘semblante descarado’, es equivalente a la que nosotros usamos hoy en día de ‘cara dura’. Esta mujer caradura está tendiendo su trampa ante el bobo que se deja llevar por ella. Además añade a su argumentación que tal ofrenda procede de votos que tenía pendientes de cumplir, con lo cual todos sus deberes ante Dios están saldados. Nada hay que impida que puedan acostarse juntos, porque está totalmente en orden delante de Dios. Adelante, pues, con la experiencia.
¡Qué peligro más letal envuelve la santificación del pecado! Hoy, como ayer, muchos echan mano de ella.
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