Era un gran discutidor, pero no agresivo, sino amablemente persuasivo. Trataba de convencerte hasta con lágrimas en los ojos. El interés no era académico, sino sobre la verdad de la vida.
Es difícil entender hoy la resistencia que tenían oradores como Lloyd-Jones o Schaeffer a ser grabados. Cuando no se deja de hacer fotos de todo lo que ve y hasta se va un concierto para seguirlo por la pantalla de un móvil, no se puede comprender ya el valor de una experiencia sin la mediación tecnológica de un instrumento que lo registre, además de nuestros ojos, mente y oídos. Si el predicador galés en Londres creía que había una unción especial del Espíritu en ese momento y lugar en particular, el fundador de L´Abri creía que una grabación acabaría con la espontaneidad y arruinaría la conversación.
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En 1958 un hombre de negocios estadounidense envió un magnetófono a L´Abri –se entiende que de cintas de bovina abierta, ni siquiera de carrete o cassette, estamos lejos todavía de la era digital–. Uno de los primeros “estudiantes” de L´Abri fue Richard Ducker, que se casó en 1960 con la chica que llegó a la fe del colegio de habla inglesa e ilustró los primeros libros de Edith, Deirdre Haim. Ducker instaló el magnetófono en el comedor que había arriba del salón donde hablaba Schaeffer, conectado a un micrófono que escondió en una planta al lado de la silla donde Fran se sentaba, por un cable que atravesaba el techo por un agujero que hizo. Empezó así, a grabar a escondidas durante dos años, algunas de las charlas y discusiones.
A partir de 1960 se graban con el consentimiento de Schaeffer, sistemáticamente, las charlas que daba al mediodía bajo el título de El clima del siglo XX. Luego hay cintas también de las preguntas de los sábados por las noches, cuyas discusiones llegaban hasta la madrugada, así como los sermones de los domingos en la capilla y otras conferencias que daba durante la semana. Sus transcripciones formarán sus libros, que Schaeffer no escribía. Al principio era Ducker quien las corregía y luego su editor en Estados Unidos, James Sire de InterVarsity, que hace del lenguaje oral algo que fuera más o menos legible por escrito.
No hay manuscritos de Schaeffer. Eran charlas transcritas de algunas grabaciones, basadas en notas suyas, que ni él mismo editaba. Se entiende así lo injusto que es juzgar su obra meramente por sus libros. Son resultado de lo que él hacía, pero nunca pretendió dedicarse a la literatura, mucho menos hacer un estudio académico sobre cualquiera de los muchos autores y artistas que él menciona. Son ilustraciones de mensajes, cuyo impacto reside en la fuerza emocional con que los comunicaba y las conversaciones que tenía a partir de ellos. Su influencia está en las relaciones que mantuvo, no simplemente en las ideas y conceptos que conforman su pensamiento.
[photo_footer]Schaeffer no quería que grabaran sus charlas, porque creía que eso acabaría con la espontaneidad, arruinando la conversación. / Sylvester Jacobs.[/photo_footer]
Para entender la manera en que tantas personas llegaron a la fe por medio de Schaeffer hay que darse cuenta de que no fueron, en primer lugar, sus argumentos intelectuales, los que les convencieron. Hay más que una defensa inteligente de la fe cristiana. L´Abri era una comunidad de amor, que él consideraba “la apologética última”, según el texto de La marca del cristiano, que publicó hasta de cuatro formas diferentes a lo largo de su vida. Es la idea de que el mundo tiene el derecho de juzgar si los cristianos son de Dios, por la forma en que se aman los unos a los otros.
Había diferentes tipos de personas en L´Abri, que para los Schaeffer se dividían en cuatro categorías, que ellos llamaban “invitados, estudiantes, obreros y miembros”. Los “invitados” eran los que pasaban por allí y se quedaban un par de días, para hablar con ellos. Los “estudiantes” estaban ya varias semanas, la mitad del día estudiando en el chalé que llevaba el nombre del reformador suizo Farel –que había predicado en el pueblo de Huemoz durante la Reforma, pero le expulsaron, las autoridades–. El estudio consistía en escuchar cintas a partir de los 60 y leer libros de la biblioteca, pero tenían que trabajar en algo la otra mitad del día –un poco el modelo benedictino–. Los “invitados” no pagaban nada, pero a los “estudiantes” se les pedía una cantidad simbólica, un par de dólares por día, para comida y mantenimiento de las instalaciones.
[photo_footer]En L'Abri se llamaba invitados a los que pasaban por allí y se quedaban un par de días, para hablar, pero los estudiantes estaban varias semanas, la mitad del día estudiando. / Sylvester Jacobs.[/photo_footer]
Los que los Schaeffer consideraban “obreros” realizaban una labor manual, sobre todo, aunque participaban en las discusiones y la hospitalidad de “invitados y estudiantes”. Cuando había fondos se les daba un “regalo” de treinta dólares al mes, como donativo. Los “miembros” de L´Abri eran los que, habiendo estado por lo menos tres años, se introducían en el círculo íntimo de los Schaeffer, formando parte de la toma de decisiones. Estas se hacían por unanimidad, un consenso que era difícil de lograr y llevaba mucho tiempo en las reuniones. Esa era la organización de L´Abri, donde apellidarse Schaeffer o estar casado con uno de ellos hacía una gran diferencia, por supuesto.
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Uno de los chalés, Bellevue, era un hogar para niños con parálisis cerebral. Había sido fundado por dos mujeres, Anne y Mary, que fueron algunas de las primeras “invitadas” en L´Abri. Antes habían formado una escuela de terapia ocupacional en Basilea. Después de tres años la cedieron a las autoridades suizas y se hicieron “obreras” de L´Abri. El edificio era originalmente un hotel, que se había convertido en un hogar católico para niños. Cuando el Chalé Bellevue se puso en venta, Anne y Mary pusieron en práctica el método de los Schaeffer, orando para conseguir específicamente el dinero de la compra.
[photo_footer]Los que los Schaeffer consideraban obreros, realizaban una labor manual, sobre todo, aunque también participaban en las discusiones. / Sylvester Jacobs.[/photo_footer]
Los visitantes a finales de los años 60 y principios de los 70 son muchos jóvenes, a menudo drogadictos, madres solteras y embarazadas. Las discusiones eran abiertas a hablar sobre cualquier cuestión. El sexo no era tabú. Al contrario, Edith tenía un interés particular en él. Schaeffer no vacilaba en hablar de ningún tema. Era un gran discutidor, pero no agresivo, sino amablemente persuasivo. Trataba de convencerte hasta con lágrimas en los ojos. El interés no era académico, sino sobre la verdad de la vida.
[photo_footer]Los visitantes de L' Abri eran muchos jóvenes, a menudo drogadictos y madres solteras o embarazadas. / Sylvester Jacobs.[/photo_footer]
Los sábados por la noche comenzaban a mediados de los 60 con té y sándwiches en grupo, alrededor de la chimenea. Schaeffer se sentaba en una especie de barril, que le servía de silla, algo más elevado que los demás. En algún momento alguien hacía una pregunta en voz alta. Tras un periodo de incómodo silencio, Schaeffer hablaba extensamente sobre ello. A las once de la noche anunciaba que había tiempo para otra pregunta, pero que tenía todavía que preparar el sermón del domingo. La respuesta le llevaba siempre hasta la madrugada, pero como los Schaeffer eran tan noctámbulos, todavía les quedaban horas para leer y tomar notas durante la noche.
A la mañana siguiente Schaeffer se quitaba los pantalones de cuero, largos o cortos, típicos de Bavaria y Austria, que llevaba siempre, para ponerse un traje oscuro. Hacía un culto tradicional con música de órgano y la voz de una cantante de ópera, que se convirtió en el L´Abri, Jane Stuart Smith (1925-2016). Luego la conexión de Schaeffer con la cultura popular será muy fuerte a partir de los 70, después de pasar por allí músicos tan originales como Larry Norman (1947-2008) o Mark Heard (1951-1992) y periodistas como Steve Turner, uno de los mayores especialistas sobre los Beatles que todavía escribe libros sobre las grandes figuras del rock. Norman lo cuenta en una canción sobre su primer matrimonio en 1971: “Tuvimos la luna de miel en Haifa / comimos en Galilea / hicimos autostop en Suiza / hasta parar por L´Abri”.
Cualquiera que oyera entonces a Schaeffer recuerda su extraño aspecto vestido de tirolés con melena y barba, su rara pronunciación de ciertas palabras por la dislexia y una expresión, “línea de desesperación”. En una hora no podía citar más nombres, desde directores de cine como Antonioni, Fellini, Bergman o Buñuel, hasta pensadores como Hegel, Heidegger, Sartre o Camus, pasando por los Beatles, Gauguin, Picasso o el marqués de Sade, mencionando incluso a Foucault, Pollock, John Cage, o Henry Miller. Si te quedabas en el detalle, te parecería superficial, pero era un cuadro impresionante de la historia de la humanidad en unos pocos minutos.
[photo_footer]El estudio consistía en leer libros de la biblioteca y a partir de los 60, escuchar también cintas. / Sylvester Jacobs.[/photo_footer]
Su análisis en lo que él llamaba “los detalles” era bastante dudoso, otra cosa era lo que denominaba “el punto”, lo que quería decir. Así, Aquino era la fuente de todos los males, la Reforma no tenía nada que ver con el humanismo renacentista, pasaba por alto la importancia de la Ilustración para su teoría y demostraba no entender “el salto de fe” de Kierkegaard, pero no importa. Lo que estaba claro era la inconsistencia de no vivir de acuerdo con los presupuestos del relativismo actual. Por eso le parecía más coherente la cultura de la droga de Huxley o Leary que “la síntesis” de la teología contemporánea de Barth o Tillich.
A Schaeffer le interesaba más la psicodelia de Jefferson Airplane o Ken Kesey que el interés de teólogos como Karl Barth por Mozart o Hans Küng por Bruckner. Como dice el historiador George Marsden, la impresión que daba es que “había visto todas las películas guarras, leído todos los libros sucios, oído todas las palabras obscenas y, aun así, era mejor cristiano que tú”.
Así, yo también me doy cuenta de cuánto le debo a Schaeffer. Cuando estudiaba teología en el contexto universitario del centro de Europa, no me impresionaba el interés cultural de los teólogos protestantes por cierta literatura, filosofía y música clásica, sino la fascinación por la marginalidad que tenía Schaeffer.
Es esa “santa mundanalidad” la que todavía hace relacionar mi fe evangélica –que muchos describirían también como fundamentalista, por su insistencia en la autoridad de la Escritura– con las expresiones más radicales de la cultura popular –ofensiva para todo moralismo, liberal o conservador–. Me interesa “la verdadera verdad” de la que él hablaba. Y esa no hay duda de que está en Cristo Jesús. Puedes hablar de ese Sol de Justicia, pero también de todo lo que se ve a la luz de Él, como diría T-Bone Burnett.
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