Cuando se sacralizan las cosas y los lugares y a las personas, se va creando una “cultura” que cuesta la misma vida deshacerse de tanto elemento falso.
De tanto en tanto se hace necesario volver a las Escrituras para contrastar lo que creemos y practicamos con lo que allí se enseña sobre todos los temas esenciales de nuestra fe. Y la razón es sencilla, dado que se comienza bien y con el paso del tiempo el pueblo de Dios se va desviando, y en la medida que va cambiando el sentido de las cosas va adoptando nuevas formas de pensar y de hacer. Esa realidad surgió aun en la iglesia primitiva, en el sector de los judíos cristianos. Ellos habían aprendido que todo lo relacionado con la ley de Moisés, las fiestas judías, las ceremonias religiosas, el régimen dietético, el templo, etc., formaban parte del antiguo Pacto y que al llegar el Nuevo Pacto, todo era interpretado a la luz de la nueva Revelación en Cristo. Por tanto, el templo ya no existiría más (Mt.24.1-2), la adoración no dependería de aquel lugar ni de ningún otro, sino que se daría “en Espíritu y en verdad” (J.4.21-24). Lo mismo pasaría con las fiestas religiosas y con las normas dietéticas (Mrc.7.19; Col.2.16-17, 20-23; Hb.13.9). Luego el apóstol Pablo -mal que les pese a muchos- fue el mejor intérprete de Cristo, tanto en relación con su divinidad (Col.1.15-7; 2.9; Flp.2.5-11) como en relación con su humanidad y su obra en la cruz (1ªTi.2.5-6); pero también en relación con el papel temporal de la ley de Moisés (Ro.10.1-3; Gál.3.24-25). Pero también el autor de la epístola a los Hebreos, dejó bien claro que el Nuevo Pacto invalidó al antiguo a todos los efectos prácticos (Hb.8.8-13). Ahora la nueva revelación en Cristo Jesús, nos enseña que Él es superior a todo aquello que los judíos suponían que era el no-va-más-de-la-Revelación-divina. De eso trata la epístola a los Hebreos. Y siguiendo –una vez más- al apóstol Pablo, él lo resumió una y otra vez en sus epístolas; y una de sus grandes declaraciones, tienen que ver más que con una cuestión de religión al modo vetero-testamentario, con una nueva creación propuesta y llevada a cabo por Dios, en Cristo Jesús. Él escribió:
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“Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión (con todo cuanto eso significaba) vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación” (Gál.6.14).
“Por tanto, si alguno está en Cristo nueva creación es, las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas”(2ªCo.5.17).
“Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano, para que anduviéramos en ellas” (Ef.2.10)
Así que cuando observamos a la Iglesia Primitiva, encontramos que desde el principio y poco a poco va cobrando una nueva forma que nada tenía que ver ni con el lugar ni con la forma en la cual se expresaba el pueblo de Dios en el Antiguo Pacto: No había temploi, y por tanto no había altar; no había un lugar para “el pueblo” ni un “lugar santo” para los sacerdotes; pero tampoco había un “lugar santísimo” donde se manifestaría la presencia de Dios y donde entraba el “sumo sacerdote” una vez al año. En la Iglesia Primitiva no había lugar para sacerdotes que estuvieran por encima de los creyentes y de las iglesiasii. ¡No los encontraremos por mucho que los busquemos. Tampoco había “fiestas que guardar”, excepto el culto sencillo de la celebración o conmemoración de la Cena del Señor y que, aunque al principio parecía que se celebraba con cierta frecuencia, dicha celebración muy pronto se centró en el llamado “el primer día de la semana” que pronto también le reconocieron como “el Día del Señor” asociado con la resurrección del Señor Jesús, y que vino a sustituir al sábado del pueblo de Israel (Hch.20.7; 1ªCo.15.1-2). Pero qué duda cabe que todo lo relacionado con la Iglesia del Señor, su composición, su gobierno, los ministerios y los dones espirituales, así como el desempeño de los miembros en sus respectivas congregaciones, queda recogido en las epístolas del apóstol Pablo, llamado “el Apóstol de los gentiles”(Ro.11.13). Aunque los demás escritores del Nuevo Testamento también dicen, al respecto, más de lo que parece.
Luego, el púlpito tampoco existía ni se usaba en la iglesia primitiva, sino que surgió mucho después. Pero el hecho de que no se usara no quiere decir que deba desaparecer de los locales de culto. ¡No tiene por qué! El uso del púlpito es algo práctico. Está un poco más alto con la finalidad de que el que predica pueda ser visto por los oyentes; y además, está adaptado para que el predicador pueda poner su Biblia y algún otro material sobre el mismo. Pero el púlpito, en todo caso debe ser usado para la predicación y la enseñanza de la Palabra de Dios, por aquellos que han sido llamados, preparados y enviados por el Señor, para eso precisamente. Las epístolas pastorales abundan en esas recomendaciones. (1ªTi.5.17-18; 2Ti.2.1-2)
Pero después pasó como con casi todo; en muchos lugares se sacralizó y se le dio -y se le da- más importancia de la que debe tener. Pero después del púlpito se pasó a lo que se conoce como “el altar”. Expresión que tanto se usa hoy día en contextos llamados “evangélicos” para referirse a ese “lugar” desde donde “el pastor” “el ungido” habla, predica y ministra. Cierto, no escucharemos el término “sacerdote”; pero pareciera que a falta de esa figura había que añadir alguna especie de “título” o, al menos elevar a rango de eso mismo al que fue llamado como “anciano”, “obispo” y/o “pastor” (Hch.20.17,28). Entonces en vez de “sacerdote” tenemos el título de “el ungido”. Así que sin llegar a la copia casi exacta que la Iglesia Católica Romana hizo del templo, el lugar santo, el lugar santísimo y una clase sacerdotal que la dividía del pueblo, en el campo evangélico/protestante, muchos locales de reunión y culto, también son llamados “templos”, con una parte en la cual están los oyentes y la otra parte “especial” a la cual llaman “altar” donde ministra “el ungido”.
De ahí que en muchas ocasiones escuchemos en algunas predicaciones de vídeos referencias al “altar” y “lo sagrado de este lugar”: “¡El altar!”. Se hacen llamados a los creyentes: “Pasen aquí, al altar”; “pasen aquí adelante, para entregar su vida al Señor y ser ministrados por él”. Pero todo eso nada tiene que ver –necesariamente- con la verdadera realidad espiritual. En realidad ese camino emprendido tiene un proceso en virtud del cual cada vez se hace más separación entre “el pastor” o “el apóstol” –el “ungido”- y la congregación; el que “ministra” y los ministrados. Así poco a poco se establece una diferencia y también una distancia entre unos y otros; entre ellos, “el clero evangélico” y “el pueblo”. Pero eso al fin y al cabo no es sino el viejo sistema, arraigado en el Antiguo Testamento, por el cual se reconoce una clase “sacerdotal” de la que el pueblo no podía ni debía prescindir, si quería obtener el favor divino. Ahora en muchos lugares hay una diferencia y es que al pastor no se le suele llamar “sacerdote”. Se usan términos como “el ungido del Señor”, “el siervo de Dios” (a veces “gran siervo…”) o “apóstol”, etc. Pero en algunos lugares, su función pareciera ser la misma que los sacerdotes de algunas denominaciones religiosas “cristianas”.
Nada nuevo. A los que nos criamos en el catolicismo romano, todo eso nos recuerda ese sistema religioso y sacramental que se dividía en “el clero y el pueblo”. El clero tenía (¡y sigue teniendo!) todas las prerrogativas para “ministrar” al pueblo; éste, dependía –y depende- totalmente y a todos los efectos, de aquel. Pero una atenta lectura del Nuevo Testamento nos lleva a ver que aquel sistema del A. Testamento fue abolido mediante la persona y la obra de Jesucristo. Ahora él es nuestro Sumo Sacerdote y todos nosotros somos un “real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios…” (1P.2.9-10; Apc.1.5-6; 5.10) sin ningún problema e impedimento para acercarnos a Dios, en cualquier tiempo y en cualquier lugar (J.4.21-24); y por tanto, sin necesidad de ningún “mediador/sacerdote”, excepto Cristo Jesús. Porque como escribió el Apóstol Pablo: “Hay un solo Dios y un solo Mediador, entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre”(1ªTi.2.5; Ef.3.11; Heb.4.14-16).
Entonces, desde la resurrección de Cristo y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, no hay lugares “especiales” aquí en la tierra donde la presencia de Dios sea manifiesta “de forma especial”, sino allí donde los que le conocen se reúnen en su Nombre, sin importar ni el lugar, ni la cantidad de reunidos, sino solo el carácter y el propósito de la “reunión” (Mt.18.19-20). El trono de la gracia y socorro divino está abierto para todos sus hijos e hijas (Heb. 4.14-16) “teniendo acceso al lugar Santísimo… -la presencia de Dios-” por el camino que nos abrió nuestro Señor Jesucristo por su sacrificio expiatorio. (Hb.10.21-22). El lugar es lo de menos. Dios puede estar presente mucho más para bendecir, en una cochera donde se reúnen “dos o tres en el nombre de Cristo” (Mt.18.19.20) que en una “catedral de cristal” construida a todo lujo.
Por tanto, conociendo estas realidades que son esenciales para nosotros, no se trata de que no hagamos llamados a la consagración a la renovación, al compromiso cristiano, e incluso a la conversión a Dios y el reconocimiento de la persona y obra del Señor Jesucristo, sino de que no usemos términos que no son correctos, ni usurpemos ministerios que se alejan de las enseñanzas de las Sagradas Escrituras; pero tampoco sacralicemos lugares. Porque cuando se sacralizan las cosas y los lugares y a las personas más allá de lo que nos señalan las Escrituras, se va creando una “cultura” que, una vez que se arraiga y se consolida, cuesta la misma vida deshacerse de tanto elemento falso que se ha ido acumulando a lo largo del tiempo. El “peso” de las tradiciones (y los evangélicos también sabemos crearlas) una vez creadas y establecidas llegan a condicionar la visión acerca de la verdadera salvación, la santificación y el cumplimiento de la voluntad de Dios expresada en su Palabra.
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Visto lo anterior, entonces, ni el púlpito es lo que algunas veces se pretende; ni “el altar” debe tener lugar en los lugares de reunión de ninguna iglesia. El autor de la epístola a los Hebreos fue claro: “Nosotros tenemos un altar del cual no tienen derecho de comer los que sirven al tabernáculo” (del tipo que sea) (Hb.13.10). Pero tampoco algunos ministerios son lo que en muchos casos, pretenden. Así que, una vuelta a las Escrituras no nos vendría mal para amoldarnos a sus sencillas y claras enseñanzas, allí donde nos hayamos extraviado. En este sentido no estaría de más recordar aquel lema de la Reforma Protestante: “Ecclesia reformata, semper reformanda secundum verbum Dei”=La Iglesia reformada, siempre reformándose según la Palabra de Dios”.
Notas
i El hecho de que al principio se reunieran en el templo en Jerusalén, era lógico dado que aquel también era un lugar de encuentro, no solo religioso, sino social. Pero usaban tanto el templo como “las casas” (Hch.2.43-47; 5.12; 12.12). Pero a medida que la iglesia fue rechazada por el judaísmo la iglesia no buscaba edificar “templos” como lugares “especiales” donde reunirse para rendir culto al Señor.
ii Las iglesias atendían a las enseñanzas de los apóstoles que, una vez que ellos faltaron les quedaron las Escrituras que conformaron todo el Nuevo Testamento.
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