María, al igual que toda una gran compañía de creyentes de toda la historia del pueblo de Dios, nos dejó un ejemplo de humildad que hemos de seguir.
Al concluir esta serie sobre María, la madre de Jesús, no pretendemos agotar todo cuanto se podía decir sobre el tema. Sin embargo, una vez que hemos tratado de aclarar lo que enseña el texto bíblico allí donde aparece la madre de nuestro Salvador, no podemos dejar de mencionar la importancia de señalar el ejemplo de María. Ejemplo que, si somos creyentes y seguidores del Señor Jesús, estamos obligados a imitar.
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Pero aquí hemos de aclarar que, el hecho de que muchos cristianos evangélicos/ protestantes y que en muchas iglesias no se hable mucho de María, quizás debemos preguntarnos primero la razón del por qué. Y es que muchos de los que nos llamamos evangélicos, venimos de un trasfondo católico, apostólico romano. En ese contexto muchos supieron por experiencia (no es mi caso) lo que es haber caído en una verdadera idolatría[i]. El postrarse ante imágenes que supuestamente representaban a María (igual que en el caso de los “santos” y “santas”); el pedir y pedir y rogar a ella haciéndole peticiones, creyendo que María es la principal “intercesora” y “mediadora” de los creyentes, ante su Hijo Jesucristo; el continuo rezo del rosario tal y cómo está establecido dentro de la institución mencionada; pero luego también el depositar una total confianza en que a través de María podrían alcanzar la salvación de su Hijo Jesucristo, por ser la madre del Salvador, “dispensadora de todas las gracias” y la que puede socorrernos “ahora y en la hora de nuestra muerte”… Pero luego, al descubrir que nada de esas creencias y prácticas tenían (¡ni tienen!) apoyo en las Sagradas Escrituras, se sintieron engañados, mientras experimentaron una verdadera liberación de la idolatría en la cual había caído. Por tanto, es muy posible que tal experiencia les afectara de tal manera que dejara alguna huella negativa en ellos. Sí, es posible.
Sin embargo, una vez liberados de prácticas que nada tienen que ver con lo que las Escrituras enseñan, nada nos impide que podamos señalar y resaltar lo que es ejemplar y digno de imitar. Tal es el caso de María, la madre de Jesús.
Antes de resaltar las virtudes de María, es necesario que atendamos a algunas de las declaraciones del ángel Gabriel, en relación con ella.
a.- “¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo” (Lc.1.28)
Dice el texto que el ángel Gabriel fue enviado por Dios con un mensaje para María. Es lo que se conoce como “la anunciación”. Al verla el ángel pronuncia sus primeras palabras: “¡Salve, muy favorecida!”. Al respecto, dice el comentarista bíblico, Guillermo Hendriksem:
“El verdadero sentido –de estas palabras- es: ‘Estás llena de la gracia que has recibido… en un sentido único eres una persona divinamente favorecida”[ii] Lo cual se prueba por las palabras que el ángel dijo a continuación: “El Señor es contigo”. Ahora, el cómo hemos de entender el sentido en el cual María fue “muy favorecida” lo dice el texto a continuación, cuando el ángel le anuncia su concepción y posterior alumbramiento de su hijo: “el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lc.1.35). Pero el ángel Gabriel también anticipó a María que al “Hijo de Dios” que nacería de ella debía poner “por nombre Jesús”. Ese sería el nombre humano con el cual se conocería al Verbo encarnado (J.1.1,14). Este anuncio también coincide con el que recibió José, su marido de parte de otro ángel, poco después: “Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt.1.21).
b.- “Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones” (Lc.1.48)
Pero todavía hemos de añadir algo más al hecho de que María fuera “muy favorecida” y es el hecho de que haber concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y dar a luz al “Santo Ser”, el “Hijo de Dios”, con todo cuanto significaría a efectos de salvación para el género humano. Este máximo hecho de la Revelación divina también repercutiría en la “fama” de María, ya que ella misma en su canto de alabanza a Dios, declaró: “Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones” (Lc.1.48). Al respecto dice el mismo autor citado anteriormente:
“Bienaventurada indica más que ‘feliz’ que indicaría el cómo se siente una persona; pero bienaventurada indica lo que es (énfasis mío).Una persona es bienaventurada cuando descansa sobre ella el favor de Dios, cuando el Señor se deleita en tal persona”[iii]
Pero al llegar aquí, sería bueno seguir recordando que el hecho de reconocer que María gozo del favor de Dios como elegida para dar a luz a su Hijo Jesús, y por tanto, reconocida “como bienaventurada por todas las generaciones”, no por eso hemos de ir más allá de lo que el texto bíblico nos autoriza, como ya hemos dicho y repetido a lo largo de estas exposiciones. Queremos decir que si queremos gozar de la “bienaventuranza” que gozó María (tal y cómo la describe Hendriksen más arriba) solo tenemos que conocer las condiciones que Jesús marcó y aceptarlas en nuestra vida, para que seamos partícipes de esa realidad. Las marcas de una persona bienaventurada, Jesús las describió en el conocido pasaje de “Las Bienaventuranzas”, que marcan “una forma de ser” más que de “sentirse” (Mt.5.1-12). “Forma de ser” que agrada a Dios y que, por lo tanto, repercutirá en tener el favor divino por el que les haría “bienaventurados”. Por tanto, el “ser bienaventurado” no es exclusivo de María, la madre de Jesús, sino como dijo el mismo Jesús, respondiendo a aquella mujer que alabó a su madre: “Antes bien son bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc. 11.27-28, con 8.19-21)
1.- Hemos de imitar de María, su fe.
Es lógico que así sea. A lo largo de todo el relato de la visita del ángel Gabriel y su conversación con María, no se menciona la fe. Fue su prima Elisabet la que reconoció la fe de María casi al final de su visita. Sin embargo a lo largo de toda la conversación con el ángel se puede percibir que María estuvo recibiendo sus palabras, aunque de momento no entendiera el cómo y el por qué de todo el anuncio del ángel significaba (Lc.1.34). No obstante, dado que “la fe viene por el oír, y el oír por la palabra de Dios” (Ro. 10.17) y que “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hb.11.6), era necesario que dicha fe se diera en María, para poder recibir “la palabra de Dios”. Y sin dicha fe, no hubiera sido posible el cumplimiento de las palabras del ángel. Entonces, dijo bien su prima Elisabet, cuando exclamó: “Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor”. (Lc.1.45)
Pero aquí hemos de añadir que la fe de María no era una fe más “especial” que la de todos los siervos y siervas de Dios que han existido a lo largo de la Historia Sagrada. Como un botón de muestra, ahí está el capítulo 11 de Hebreos, para mostrarnos esa realidad. Lo que la diferenció de todos los demás antes, durante y después en toda la Historia del pueblo de Dios, fue el papel que jugó María en la historia de la Revelación de Dios.
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2.- Hemos de imitar de María, su humildad.
Esta faceta de María, la madre de Jesús, se ve en el texto bíblico cuando ante lo extraordinario del mensaje del ángel Gabriel y lo que le había comunicado que sucedería, ella se sintió tan poca cosa que, en su exclamación de alabanza, dijo: “Porque ha mirado –Dios- la bajeza de su sierva…” (Lc.1.48). Ya no fue el hecho de que un ángel del Señor le hablara, sino el hecho de haber sido elegida para aquella misión de concebir y dar a luz al Hijo de Dios. Y en este sentido no es solo el hecho de que ella se reconociera de “humilde condición” -¡que lo era!- sino que en sí misma no se veía digna de tal elección y consideración. Evidentemente, no es que la humildad de María fuera diferente de la que se exige de todo verdadero creyente; de otra manera hubiera quedado bastante lejos del ejemplo que se esperaba de ella, la que había de ser la madre del Salvador, quien dijo: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón…” (Mt.11.29). Como dijo el profeta Isaías:
“Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Is.57.15)
Por tanto, María, al igual que toda una gran compañía de creyentes de toda la historia del pueblo de Dios, nos dejó un ejemplo de humildad que hemos de seguir; y eso, independientemente de la misión que Dios haya encargado a cada uno de nosotros.
3.- Hemos de imitar de María, su disposición y entrega a hacer la voluntad de Dios.
Cuando María oyó todo el mensaje del ángel Gabriel, ella respondió: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí conforme a tu palabra” (Lc.1.38). No hay mejor disposición de entrega al Señor que aquella que sale de un corazón que se siente más siervo que “señor”. Esto es algo que los mismos discípulos del Señor (¡y aun nosotros mismos!) tuvieron que aprender a fuerza de ser exhortados, dirigidos -¡y transformados!- por el Señor Jesús. Todo el que entra en las labores de la obra de Dios debe tener un corazón de siervo. De otra manera, no puede servir a Dios. La razón, es que hemos de parecernos a Jesús, “el siervo de Jehová” del cual habló el profeta Isaías (Is.42.1-4 con Mt.12.15-21). Y María siguiendo el ejemplo marcado por Dios a través de la Revelación divina, y aun del mayor de los siervos que vendría a ser su propio Hijo, también adoptó la actitud de sierva ante el ángel y Dios mismo: “He aquí la sierva del Señor…” María, entonces, fue la primera de toda la multitud de siervos y siervas del Nuevo Testamento, que se humilló a sí misma ante Dios para seguir el ejemplo del que todavía no había nacido y que más tarde, diría: “Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y dar su vida en rescate por muchos” (Mr.10.45). ¡Que bueno que el ejemplo de María siempre apunta a Jesús, el Hijo de Dios y nunca hacia ella misma! El mensaje de ella también fue Cristo/céntrico.
Pero en su declaración María no solo muestra su adopción de la condición de “sierva”, sino que también confiesa su disposición a que la voluntad de Dios se haga en ella: “Hágase en mí, conforme a tu palabra” (Lc.1.38). Esto es muy importante, dado que una cosa es decir que somos “siervos de Dios” y otra es que, cuando llegue la hora se demuestre que no estamos a la altura de aquella supuesta condición de “siervos” como habíamos confesado. Ejemplos se podrían poner por miles, y quizás algunos nos podríamos contar entre ellos. Pero al ver la historia de María, vemos cómo ella, humildemente, no solo aceptó el mensaje divino, sino que se sometió a las disposiciones de “su palabra” para que se cumplieran sus propósitos en ella.
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4. Hemos de imitar de María, su sinceridad.
Es cierto que una muestra de humildad, también fue la sinceridad de María. ¿Qué queremos decir con esto? Pues en contraste con los dogmas que siglos después se han reconocido sobre “la inmaculada concepción”, “la perpetua virginidad de María”, el que fuera “concebida sin pecado”, etc., María, declara sin ambages que ella no estaba libre de pecado, como cualquier ser humano. Otra cosa es que fuera “una mujer pecadora” en el sentido que lo eran algunas mujeres que aparecen en los evangelios. No. María era pecadora en el sentido general que lo somos todos nosotros, por pertenecer a una raza caída y que, por tanto, todos traemos de nuestros primeros padres el pecado como condición. El apóstol Pablo hablando en términos generales, tanto de judíos como los que no eran judíos, declaró: “No hay justo ni aun uno…”; “porque no hay diferencia; pues todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro.3.10, 22-23). Y si el Apóstol Pablo y todo el testimonio bíblico afirman esa realidad, entonces no podemos contradecir las Escrituras. Esa es la razón por la cual, María, en su cántico conocido como el “Magnificat” exclamó:
“Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva…”
Así que, por mucho que queramos torcer y retorcer la Escritura, para amoldarla a “nuestra tradición” no hay forma de hacerlo sin violentar la propia declaración de María, ya que ella dijo: “Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador…”. A esta declaración le siguen las palabras ya aludidas: “Porque ha mirado la bajeza de su sierva…” Porque no es posible reconocer el estado de necesidad de la salvación, sin hacerlo con la debida humildad, reconociendo nuestro estado de necesidad delante de Dios, como ya hemos dicho anteriormente. Pero además, cuando ella está haciendo esa declaración: “Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” no podemos ignorar que en ese mismo contexto, el ángel Gabriel le había dicho que ese “Santo Ser que nacerá…” debía ponerle por nombre, “Jesús” que significa: “Salvador”. Así que, sin saberlo del todo todavía, María estaba reconociendo proféticamente a su Hijo –el Santo Ser- como su propio Salvador. Ir contra estas claras enseñanzas de las Escrituras es ir en contra de Dios mismo, por mucho que se quieran ver las cosas de otra manera.
5.- Hemos de imitar de María su sencillez al reconocerse como un miembro más de la comunidad cristiana de Jerusalén. (Hch.1.13-14)
Cuando leemos esa escasa referencia a María la madre de Jesús, no podemos ir más allá de ver la sencillez con la cual Lucas el escritor de Hechos, nos describe la escena. Jesús había ascendido a los cielos, de los cual todos ellos habían sido testigos. Toda la compañía de discípulos, incluidas “las mujeres, con María la madre de Jesús, y sus hermanos” regresan a Jerusalén a un edificio en el cual parece que hacían vida en comunidad. Allí en “el aposento alto” dedicarán los diez días restantes a esperar “el cumplimiento de la promesa del Padre” el ser bautizados con el Espíritu Santo (Hch.1.4-5). Durante esa espera en oración, Pedro toma la iniciativa para presidir el tiempo de oración y lo que allí harían. Entre otras cosas, Pedro dirige la elección del nuevo apóstol que reemplazaría a Judas, el traidor. Así que la elección recae sobre Matías. Él será el nuevo apóstol del Señor Jesucristo, según las condiciones expuestas por el mismo Pedro. (Hch.1.15-26)
En todo el pasaje, no hay ninguna referencia al hecho de que “María, la madre de Jesús” interviniera en el proceso de decisiones en ningún sentido. Sin embargo, con el transcurrir de los siglos, la iconografía de un falso cristianismo, nos presenta a “María, la madre de Jesús” como siendo el centro de aquella compañía de Apóstoles y discípulos, como si ella la hubiera presidido y como si, a través de ella hubiera sido dispensado el Espíritu Santo en Pentecostés a todos los reunidos. Pero basta una lectura rápida para darnos cuenta de que “María, la madre de Jesús” formaba parte de aquella primera comunidad cristiana, como un miembro más y que, según el testimonio que vemos en el resto de las Escrituras, la misma comunidad no le dio ningún papel tan relevante como el que se le ha dado con el correr de los siglos.
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Concluimos diciendo que, al llegar al final de esta serie sobre “María, la madre de Jesús” tenemos conciencia de que solo hemos tratado el tema de manera breve, y que se podrían escribir muchas páginas, para ver todo cuanto está implicado en el mismo. Pero para ver el asunto de forma clara, siempre son suficientes las Sagradas Escrituras. Las preguntas que hemos tratado de contestar: ¿Qué dicen los evangelios, sobre María, la madre de Jesús? ¿Qué dice el libro de los Hechos de los Apóstoles, así como la Iglesia primitiva, sobre María? Y: ¿Qué dice el resto del Nuevo Testamento sobre María? Todas las respuestas a estas preguntas no las encontramos en la llamada “Sagrada Tradición” -¡Al contrario!- sino en las mismas fuentes a las cuales hemos hecho alusión. Estas no ofrecen ninguna duda al respecto de que María ni es, ni ocupa en la Iglesia el lugar que a lo largo de los siglos se le ha ido atribuyendo; sobre todo a partir del Concilio de Éfeso (431 d. C.) donde se la reconoció como Theotokos (La que dio a luz a Dios) Pero en el Concilio de Éfeso, no se debatía el papel ni la condición de María, sino sobre la divinidad de Jesús, frente a los herejes que la negaban. Sin embargo con el tiempo, lo que se hizo para reconocer la divinidad de Jesús, fue traspasando toda la atención sobre María, hasta divinizarla y hacer de ella como una semi-diosa. Lógicamente, es algo que por contradecir las Sagradas Escrituras, no podemos aceptar, siguiendo las serias exhortaciones de los Apóstoles, entre los cuales estaba el Apóstol Pablo:
“Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo y no según Cristo” (Col.2.8-9)
¡Amén!
[i] Aunque nunca fue mi caso, sí lo fue en el caso de muchos creyentes católicos que conocimos y que, en virtud de un encuentro personal con el Señor Jesús fueron liberados de esa especie de esclavitud idolátrica. Centros religiosos como el conocido como “la virgen del Rocío” –entre otros muchos repartidos por todo el mundo- ya nos da una idea del tipo de “devoción” y “veneración” que le tributan a la supuesta “María” allí representada. Pero eso es solo una pequeña muestra.
[ii]Comentario Evg. Lucas, P.96. Subcomisión Literatura Cristiana, 1989.
[iii] Hendriksen, 1989. P.106.
N.d.E. Artículos anteriores de la serie:
¿Es María la madre de Jesús, madre de la iglesia?
¿Es María la madre de Jesús, madre de la iglesia? (II)
¿Es María la madre de Jesús, madre de la iglesia? (III)
¿Es María, la madre de Jesús, madre de la iglesia? (IV)
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