María, la madre de Jesús, no fue ni reconocida ni tenida como “Madre de la Iglesia” por la Iglesia Primitiva.
En las dos exposiciones pasadas tratamos de exponer las razones por las cuáles Jesús dejó a su madre María a cargo de su “discipulo amado”, Juan. Una razón era de carácter familiar y la otra, de carácter teológico, relacionada con los principios que rigen la vida del discípulo. Ahora veremos otra razón de carácter teológico que nos demuestra que María, la madre de Jesús, no fue ni reconocida ni tenida como “Madre de la Iglesia” por la Iglesia Primitiva, si es que, como protestantes vamos a reconocer el principio de “sola Escritura”, dejando a “la tradición” en un segundo lugar y siempre sometida a aquella.
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Algo que tenemos que tener en cuenta es que los Apóstoles del Señor fueron inspirados por el Espíritu Santo. A ellos se les dio el dar a conocer lo que faltaba de la Revelación divina dada “en el Hijo” –Jesucristo- (Hb.1.1-3). Dicha Revelación (con mayúsculas) era y se relacionaba siempre con Cristo Jesús, según les había dicho y prometido a sus discípulos, en la última cena (J.16.13-15). Dado que esas palabras se referían a lo que faltaba por completar la Revelación divina, no hay ninguna razón para creer que ese privilegio otorgado a ellos, se extendiera a otros, después de ellos. De ahí que ya en la primera generación de creyentes recibieran “la fe dada una vez a los santos” e insistieran “en las palabras dadas por el Señor Jesucristo y sus santos apóstoles” (Judas,3,17). Era lo que también se conocía como “la doctrina de los Apóstoles”; o como lo describió el autor de la epístola a los Hebreos: “Una salvación tan grande… anunciada primeramente por el Señor… confirmada por los que oyeron y testificada… por el Espíritu Santo” (Hb.2.1-4). Así que todo ese testimonio tan abundante, fue inspirado por el Espíritu Santo, tanto en la proclamación y enseñanzas orales, como por medio de las Escrituras producidas por ellos (1ªTes.2.13; 1Co.14.37; 1ªP.1.12; 2ªP.3.15-16). Entonces, con las Escrituras se cerró el canon del Nuevo Testamento y nada más había que añadir a la Revelación Divina. De ahí que uno de los principios de la Reforma fuera el de “Sola Escritura”.
Evidentemente, el Apóstol Pablo tuvo mucho que ver como receptor y propagador de la Revelación divina para esta dispensación. Su conversión, transformación y aceptación del ministerio apostólico cuando fue llamado por Jesús, así como la gran obra que realizó por la gracia y el poder de Dios, es más que evidente (Ro.15.18-29; 1ªCo.15.10). No en vano sus epístolas ocupan gran parte del Nuevo Testamento.
Dicho lo anterior y vistas las razones que nos aportan los evangelios y por las cuales concluimos que María no es “madre de la Iglesia de Jesucristo”, pasamos al libro de los Hechos de los Apóstoles. Y si las cosas fueran como la I.C.R. enseña, tendríamos que esperar que, desde la fundación de la Iglesia de Jesucristo, en el día de Pentecostés, y su expansión durante unos treinta años, que los Apóstoles del Señor dijeran o enseñaran algo al respecto. Pero nada dijeron ni enseñaron a la Iglesia de Jerusalén en los primeros 12 capítulos del libro de los Hechos. Ni tampoco el Apóstol Pablo dijo o enseñó algo a los cristianos de las iglesias por él fundadas acerca de una doctrina sobre María, la madre de Jesús. En todo ese espacio de tiempo de unos treinta años, solo se hace una mención a María en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Dicha mención aparece en Hechos 1.14, después de la resurrección de Jesús, cuando junto a los discípulos del Señor esperaban la venida del Espíritu Santo en Jerusalén. Así dice el texto:
“Todos éstos perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos” (Hch.1.13-14).
Eso es todo, en 28 capítulos del libro de Hechos. María como miembro de la Iglesia de Cristo; como un miembro más reunida junto a los demás esperando el cumplimiento de la promesa del Espíritu Santo; aunque nunca hemos de dudar que tendría un reconocimiento que siempre sería especial, en función de ser la madre del Salvador. Pero esto nos indica que el libro de los Hechos de los Apóstoles no es un libro “mariano” (que se diría hoy) en absoluto; sino trinitario. Ni siquiera son –como se ha dicho- “son los hechos del Espíritu Santo”, sino “los Hechos del Dios trino”. Al respecto, es interesante notar que, en dicho libro, aparece 56 veces el Espíritu Santo; 176 referencias a Dios el Padre; pero 196 referencias al Señor Jesucristo. Lo cual nos muestra que el libro de los Hechos de los Apóstoles es principalmente Cristo-céntrico, como no podría ser de otra manera (Ver, J.16.13-14). El mismo ejercicio podríamos hacerlo con todos los escritos del Nuevo Testamento y veríamos los mismos resultados.[i] Pero eso no tiene nada de extraño; la misión del Espíritu Santo como la tercera persona de la Trinidad, fue, es y siempre será dar la gloria a Cristo Jesús. Eso fue lo que el mismo Jesús anunció de antemano: “el Espíritu me glorificará; él tomará de lo mío y os lo hará saber”.
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Luego, cuando consideramos los escritos del Apóstol Pablo, encontramos que él fue usado por el Señor y su Santo Espíritu, no solo “para anunciar”, sino también “para enseñar -o ‘aclarar’-” todo lo referente a la formación, el desarrollo, la estructura y la edificación de la Iglesia de Jesucristo (Ver, Ef.3.8-9; Col.1.25-29). Sin embargo, no fue a él solo que les fue revelado sino también a todos los demás apóstoles y profetas del Nuevo Testamento. Pablo no se apropió de la Revelación como si él fuera el único que la recibió. Aunque sin duda recibió mucho más que todos los demás. Pero la realidad, es que todo cuanto no se pudo conocer directamente sobre la persona y obra de Jesús, en los días de su ministerio, fue “revelado por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas” después de la resurrección de Jesús, tal y cómo él anunció (J.16.13-15 con Ef.3.5). De ahí que la Iglesia de Jesucristo esté edificada “sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra el ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor” (Ef.2.20-22; Énfasis mío).
No podemos ignorar, entonces, todo cuanto se dice en las epístolas sobre la Iglesia del Señor y que no se dijo en los evangelios. Tampoco podemos ignorar que es en las epístolas que se habla de la Iglesia, como un todo, con metáforas como “familia”, “edificio”, “templo” “cuerpo” y “esposa”, etc. (Ef.2.19.22; 1.23; 4.15-16; 5.25-32; 1ªCo.3.16-17; 1ªP.2.4-5). Sin embargo, en todos los textos bíblicos que nos hablan de la Iglesia como un todo, se habla de su Cabeza que es Cristo. Pero luego, a la hora de hablar de todo cuanto hace que la Iglesia funcione y se desarrolle hacia un crecimiento saludable, hasta alcanzar la perfección propuesta por Dios mismo (Ef.4.13) los apóstoles -principalmente Pablo- parecían ignorar el papel que jugaba María como “Madre”, “mediadora” e “intercesora” ante el Dios trino. Lo cual contradice abiertamente la doctrina de María como comunicadora a la Iglesia de innumerables “gracias”, tal y cómo se nos presenta hoy desde la mencionada institución I. C.A.R. Tal “olvido” o “ignorancia” por parte de los Apóstoles del Señor resultaría imperdonable ¿Pero lo olvidaron realmente, o es que todas las enseñanzas añadidas y basadas en la llamada “Sagrada Tradición” no formaban ni forman parte de la Revelación divina? Esto último nos parece que es la verdad, dado que, como hemos dicho antes, los escritores del Nuevo Testamento eran inspirados por el Espíritu Santo.
Si consideramos lo que el apóstol Pablo enseñó en la epístola a los Efesios (llamada, “la reina de las epístolas”) veremos que él trata el tema de la Iglesia universal como un todo. Por eso escribió que la Iglesia era “un misterio que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas” (Ef.3.4-6). Ese “misterio” revelado nos habla de que la comunidad cristiana, la iglesia, es “la familia de Dios” que integra tanto a judíos como a gentiles (Ef.2.14-19). El apóstol Pablo habla en toda la epístola desde la Revelación divina y expone el qué, el cómo y el para qué de la Iglesia. Sin embargo, allí donde lo hace, aunque la presente con metáforas diferentes -como ya vimos- nunca se menciona a María, la madre de Jesús, ni junto al Señor, ni por encima de la Iglesia, ni siquiera al lado de los Apóstoles. Pareciera que dicho silencio divino invitara a sus lectores a “no pensar más de lo que está escrito” (1Co.4.6) que es lo que muchas veces se ha hecho y se sigue haciendo añadiendo a la Revelación cosas que no están allí.
Entonces, siguiendo con este argumento, tomemos el capítulo 4 de Efesios, donde se nos habla de la Iglesia como un todo. Después de una llamada a tener la mejor actitud y a “guardar la unidad del Espíritu”, Pablo “dibuja” un “paisaje teológico” tanto del origen y nacimiento de la Iglesia como de su composición y desarrollo hasta el fin de los siglos.
a.- En primer lugar el apóstol se refiere a “un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, por todos, y en todos” (Ef.4.6). No podía ser de otra manera: Dios es “el Padre” de todos los redimidos sobre la base de la persona y obra de Cristo Jesús. Evidentemente, en relación con la obra salvífica Dios el Padre ejerció un papel diferente al Hijo y al Espíritu Santo. Y esa paternidad divina es “de todos”; ejerce su soberanía “sobre todos”; está “a favor de todos”; pero además -¡y por si fuera poco!- es un Padre cuya omnipresencia le permite habitar y ejercer su paternidad sin límites de tiempo y espacio, ya que está “en todos”.
b.- En segundo lugar, tenemos el papel del Hijo. Él fue el que “descendió a las partes más bajas de la tierra…” y después de haber realizado la obra redentora por medio de su muerte, resucitó y “subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo” (Ef.4.8-10). Esto nos recuerda el himno que Pablo recogió en Filipenses, 2.5-11, donde se describe la humillación y exaltación de Cristo. Y fue desde esa posición de exaltación y autoridad que ordenó, levantó y regaló (“dio dones a los hombres”) a todos aquellos ministerios que servirían a fin de edificar a su Iglesia. Por eso dice:
“Y él mismo constituyo a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros”.
El establecimiento de todos los ministerios mencionados por el apóstol Pablo tenían y tienen el propósito de crecimiento, desarrollo y edificación de “su cuerpo, que es la Iglesia” (Ef.4.11-13). Lo mismo se desprende de las enseñanzas de Pablo en 1ªCo.12.27-30 y del apóstol Pedro, en 1ªP. 2.1-10.
¿Qué tiene que ver esto con María, la madre de Jesús? Pues nada que tenga que ver con lo que se ha hecho con ella a lo largo de los siglos, y que está fuera de lo que las Sagradas Escrituras nos enseñan. Nada que ver con todo un ministerio de “mediadora” e “intercesora” que, como decíamos en la anterior exposición, han hecho de María la madre de Jesús, una “diosa”. Nada que tenga que ver con el dogma de la “inmaculada concepción” ni “la asunción de María”. Pero tampoco nada que ver con otras de las tradiciones humanas que se tienen como establecidas por Dios mismo, cuando están fuera de lo que dicen las S. Escrituras. Por tanto, cuando los Apóstoles escribieron acerca de la Iglesia como un todo, su composición, estructura, ministerios, etc., nada dijeron acerca de María, ni de sacerdotes, ni de los “siete sacramentos”, ni de un Papa “infalible”; ni de la confesión auricular hecha a los pies de un sacerdote; ni tampoco del celibato forzoso de aquellos que son llamados por Dios para servir a la Iglesia. Ese no era el ejemplo que dieron los Apóstoles del Señor (1ªT.3.1-7; 1ªCo.9.5). La tradición cristina a lo largo de la Historia de la Iglesia tiene su lugar y su valor; pero la tradición, por mucho que la queramos elevar, nunca debe ponerse por encima de las Sagradas Escrituras. Razón por la cual –hemos de añadir- que a muchos se nos haga tan difícil practicar el llamado “ecumenismo” con instituciones que tienen en tan poco a las Sagradas Escrituras y en tanto a su propia “Sagrada Tradición”.
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Lo propuesto por Dios a través de los Apóstoles y los profetas del Señor es que la Iglesia nació de la herida del costado de nuestro Señor Jesús (entiéndase, su muerte en la cruz del Calvario); que fuera formada y edificada por medio de los mismos Apóstoles y profetas. Pero no muchos de los falsos actuales, sino aquellos a los cuales llamó y ordenó el Señor, los cuales aun nos siguen edificando y formando por medio de las Sagradas Escrituras que nos legaron. Luego los evangelistas, pastores y maestros son los encargados de predicar y enseñar lo relativo al Evangelio y el reino de Dios; mientras que los pastores-ancianos-obispos, son los encargados de alimentar, pastorear y guiar la grey del Señor (Hch.20.17,28; 1ªTi.3.1-7; Tito,1.5-9).
No obstante, si uno quiere seguir otras enseñanzas relacionadas con el tema tratado así como de otros temas… libre es de hacerlo, pero su apoyo y fundamento no será el que le presta la Sagradas Escrituras, sino el de su propia institución religiosa y tradición. Seguiremos reflexionando sobre este y otros temas, afines.
[i] [i] Eso no niega el hecho de que toda la Biblia sea Cristo-céntrica, tal y cómo el Señor Jesús lo afirmó, en Juan 5.39; pero en el N. Testamento se demuestra y confirma de una forma evidentísima.
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