En su casa no había imagen alguna, pero pintó cien veces la cruz como símbolo universal del sufrimiento.
Sorprende que un judío como Marc Chagall (1887-1985), tenga tal obsesión por la cruz, que llene muchos de sus cuadros con la figura misma del crucificado. Algunos se pueden ver en la exposición que hay ahora en la Fundación Mapfre de Madrid hasta el 5 de mayo, fruto de la colaboración con La Piscine (Museo de Arte y de Industria André Diligent) de Roubaix y el Museo Marc Chagall de Niza. El artista creció en la comunidad judía de Vitebsk –la actual Bielorrusia–, donde predominaba un jasidismo que prohíbe representar nada de lo creado. En su casa no había imagen alguna, pero pintó cien veces la cruz como símbolo universal del sufrimiento.
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No era fácil la vida para un judío en medio de las dos guerras mundiales y la revolución soviética. El mayor de nueve hermanos de una familia de origen levítico -su nombre es Shagal o Segal-, que vive del comercio del arenque –por eso pinta con frecuencia tantos pescados–, mientras su madre lleva una tienda de ultramarinos en casa. Cada mañana su padre va a la sinagoga, antes de trabajar, cargando pesados barriles –cuenta Chagall en Mi vida, su autobiografía–.
En aquella época, los judíos no tenían acceso a la educación rusa. Su formación era por lo tanto en una escuela religiosa judía, donde aprende hebreo con la Biblia. “Desde mi más temprana infancia, he sido cautivado por la Biblia–le cuenta a su biógrafo Franz Meyer–. Siempre me ha parecido la mayor fuente de poesía de todos los tiempos”. Tal fascinación le produce, que dice: “Yo no veía la Biblia, la soñaba”.
Logra entrar con un pasaporte falso en una academia de arte de San Petersburgo, pero en 1910 se establece en París, donde mantiene el folklore ruso y la espiritualidad jasídica. Vuelve a su pueblo, se casa y llega la revolución. Al regresar a Francia, tiene a Ambroise Vollard como marchante –que se encarga de la obra de Cézanne, Renoir, Picasso, Gauguin y Van Gogh–. Es él quien le pide que ilustre el Antiguo Testamento, viajando a Palestina en 1931.
[photo_footer]La Cruz Blanca 1938 de Chagall (Instituto de Arte de Chicago).[/photo_footer]
Chagall veía la Biblia como “historia humana”. Para él, “Cristo era un gran poeta, cuya enseñanza se ha olvidado en el mundo moderno” –dijo a la Revista Partisana en 1944–. Lo imagina como “un Jesús precristiano”. Le dice a su hijo David después, que, para él, está en la línea de los grandes profetas judíos. En 1912 hace una obra dedicada a Cristo, que hoy conocemos como Calvario. En el centro de la pintura coloca a Jesús crucificado, junto a Juan y María. José de Arimatea lleva una escalera y el cuerpo desnudo de Cristo está tapado por un chal de oración judío.
En sus representaciones del Antiguo Testamento incluye ya cruces, pero a partir de la persecución nazi, ve en la crucifixión el sufrimiento del mundo. Lo refleja como en un espejo. No es que esté concentrado en él, ni le sea transferido, para hacer un sacrificio, sino que forma parte de lo que considera “el destino permanente del hombre”.
En La crucifixión blanca (1938), los judíos huyen de los nazis, mientras Jesús cuelga sobre ellos en la cruz. Está tapado con lo que parece un talit por sus rayas negras, mientras sus pies se queman sobre un candelabro de siete brazos. Debajo una sinagoga arde, los rollos de la Tora se convierten en antorchas y los ancianos se lamentan. Y ¿qué hace Cristo para protegerles?
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Chagall dice que “el hombre en el aire, que hay en mis pinturas, soy yo” –afirma en una entrevista de 1950–. En la vida y en el arte, el artista flota sobre la adversidad. Y parece que también sobre las distinciones humanas. En su experiencia y su obra, quiere ser no sólo ruso para los rusos, o francés para los franceses, sino también judío para los judíos, y cristiano para los cristianos. ¿Se identifica entonces Chagall con Jesús?
[photo_footer]Crucifixión Amarilla 1941 de Chagall (Centro Pompidou, París).[/photo_footer]
En La crucifixión amarilla (1943), Jesús lleva las filacterias de un devoto judío y sostiene el rollo de la Tora en su mano derecha, rodeado de un grupo de judíos que huyen en su sufrimiento. Durante la guerra empieza a pintar su famoso tríptico de Resistencia, Resurrección y Liberación. En el primero un judío con la Tora está de píe a la izquierda de la cruz, una mujer con un bebé extiende sus brazos al crucificado y Chagall cae boca abajo, junto al cuerpo de Jesús, como si él mismo fuera crucificado.
[photo_footer]Resistencia, Resurrección, Liberación 1937-1952 de Chagall (Museo Chagall, Niza).[/photo_footer]
Después de la guerra, los judíos tienden a ver estas crucifixiones como un símbolo del sufrimiento judío, que no tiene carácter mesiánico alguno, hasta que el artista pinta la cruz detrás de la escalera de Jacob. En el catálogo de la exposición, Chagall le añade una cita de su amiga Raissa Maritain, convertida al catolicismo, que dice: “El Antiguo Testamento es precursor del Nuevo, y el Nuevo cumplimiento del Antiguo”.
Esto se hace aún más evidente en su representación del Éxodo de 1955. En este oscuro cuadro, se levanta la cruz en la esquina superior izquierda. En su famoso Sacrificio de Isaac, Jesús está llevando la cruz, superpuesto en el fondo. El rojo que se derrama desde la cruz sobre la figura de Abraham sugiere la idea de un sacrificio de sangre. Esa imagen de Isaac prefigurando a Cristo, aparece incluso en los tapices que hace para el Parlamento de la Knesset en Jerusalén.
[photo_footer]El Éxodo de Chagall 1966 (Museo Chagall, Niza).[/photo_footer]
El registro de la Pasión no sólo ocupa gran parte de los evangelios. Está ya anunciada en el Antiguo Testamento. Jesús es presentado como el Varón de Dolores anunciado por Isaías (53:3). Cristo conoció el sufrimiento antes, pero a partir de Getsemaní “se entristece y angustia en gran manera” (Mateo 26:37), diciendo: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (v. 38). En contraste con la dulce calma y paz del aposento alto, Jesús está alarmado ante la horrible perspectiva de un tormento sin igual, que le sobrecoge.
La muerte de Jesús no tiene nada que ver con la forma en que Sócrates bebe la copa envenenada. Su actitud no es serena y calmada. Los héroes, además, que los judíos admiraban, como los macabeos, se enfrentan a la muerte con gesto desafiante, presentando sus miembros para ser amputados. Cristo sin embargo aparece agitado y en completa agonía (Lucas 22:44), pidiendo al Padre si no hay forma de evitar su muerte (v. 42). ¿Por qué tantos ′ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas′ (Hebreos 5:7)?
La muerte de Cristo es diferente a cualquier otra, porque no sólo experimentó un dolor terrible –tres horas sofocado y desangrado–, sino que esa muerte física supuso una muerte espiritual. Lo que la Biblia llama la muerte eterna, la maldición de ser separado de Dios. Cuando clama a Él, gritando: “¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46), muestra la agonía de la ruptura que se produjo en el propio corazón de Dios. Verdaderamente –como dice el Credo Apostólico– sufrió los tormentos del infierno.
[photo_footer]Descenso de la Cruz 1941 de Chagall (Galería Andrew Weiss, Los Angeles).[/photo_footer]
Jesús entró en la oscuridad, para que nosotros no tengamos que pasar por ella. El dolor físico que todavía sentimos no se puede comparar con la experiencia espiritual de abandono cósmico que Cristo sufrió. En la cruz padeció un dolor que excede el que nosotros podamos conocer y soportar. Es por eso por lo que el cristianismo es la única fe sobre la faz de la tierra que proclama que Dios se hizo verdaderamente hombre, para experimentar de primera mano nuestra desesperación, soledad, rechazo, angustia y muerte.
¿Por qué Dios permite el sufrimiento? No tenemos la respuesta a esa pregunta, pero miramos la cruz de Jesús y sabemos que por lo menos no es indiferente a nuestro dolor. Dios lleva así nuestra miseria. Es verdaderamente Emmanuel –Dios con nosotros–, incluso en la hora más oscura, pero por su resurrección sabemos que nuestro sufrimiento no es en vano. Su victoria frente a la muerte, no sólo nos trae consolación, sino el anuncio de la restauración de la vida.
Esperamos un cielo y una tierra nuevos, donde ya no habrá muerte, llanto, clamor, ni dolor (Apocalipsis 21:4). Porque Dios mismo estará con nosotros, limpiando cada lágrima. Será la renovación de todas las cosas, cuando el Hijo del Hombre esté sentado en su trono de gloria (Mateo 19:28). La Creación danzará entonces, como en los cuadros de Chagall.
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