Dios y el caos

En las últimas páginas de su libro Le future de Dieu (“El futuro de Dios”; ignoro si ha sido traducido al español), el francés Gilbert Dejaive describe una situación de catástrofe que ahora mismo estamos padeciendo: terremotos, huracanes, tsunamis, hambre, epidemias, guerras, amenaza nuclear, temor a pandemias globales y otras desdichas. “El futuro es tan negro para la humanidad –concluye– que la única alternativa que nos queda es refugiarnos en Dios o hundimos en el caos”.

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Estamos en pleno siglo XXI. Hemos roto los lazos que nos unían a Dios. ¿Qué hemos puesto en su lugar?

Eva fue la primera materialista de la historia: sustituyó la espiritualidad de su comunión con Dios por la materialidad del fruto del árbol prohibido.

Hoy no se vive un materialismo filosófico. Se vive el materialismo popular representado por dos refranes: Más vale pájaro en mano que cien volando. Comamos y bebamos que mañana moriremos.

El existencialismo es la prioridad de la existencia sobre la esencia. No existe el pecado. No existe la salvación. No existe el más allá. Al hombre sólo interesa la existencia en la tierra. La tumba es la última palabra en la vida. El hedonismo es el placer por el placer. Apurar el placer por todos los agujeros del cuerpo.

Al final, estrellar contra la tumba el carné de conducir, la tarjeta de identificación fiscal, el carné de identidad y el pasaporte.

El secularismo está definido en esta frase del Salmo 2: Rompamos sus ligaduras. Echemos de nosotros sus cuerdas. 

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Dios estorba porque rompe nuestros esquemas de vida. Nos descompone el cuadro. Hay que construir una sociedad sin Dios. Todos ateos, aunque haya que hacerlo por decreto constitucional, como en un tiempo lo hizo Albania.

En plena República, Azaña pronunció aquella famosa frase: “España ha dejado de ser católica”. Un pueblo no se catoliza ni se descatoliza por decreto. La España de hoy está dejando de ser católica por sí misma. Como el resto de Europa y las dos Américas.

Católicos y protestantes, anglicanos y ortodoxos mantienen algunas creencias. Pero no pasan de ahí. No quieren compromisos religiosos ni con la Iglesia, ni con Dios, ni con la fe. Creer es comprometerse, los compromisos religiosos asustan y apartan de Dios.

Impresiona el espíritu de soberbia que hay en la sociedad occidental. Hoy no se habla de pecado individual. Se habla de pecado colectivo, de pecado social. Aquella famosa canción de Jannette: “Soy rebelde porque el mundo me ha hecho así”, se eleva a categoría teológica. El individuo no es responsable de nada. Toda la culpa la tiene la sociedad. Es a ella y no a él a quien hay que enjuiciar, culpar y condenar.

Durante los siglos XVIII y XIX surgieron movimientos ateos. Se discutía a Dios. Hoy se trata el tema de Dios desde una posición absolutamente contradictoria. Dios no existe –aseguran– y filósofos de todos los tiempos han dedicado sus vidas a estudiarlo, combatirlo, rechazarlo. Para ser un Dios inexistente ha dado y está dando mucho trabajo a la razón humana.

Si Dios no existe, si no posee documento nacional de identidad, ni tarjeta de identificación fiscal, ¿tiene algún sentido dedicarle congresos, debatirlo en ponencias, negarlo en conferencias y libros? Si Dios no existe, déjesele en paz.

Por otro lado, si Dios existió pero ha muerto, ¿a qué ocuparse tanto de un cadáver? ¿Para qué demostrar su fallecimiento por medio de disquisiciones filosóficas, empleando tiempo, dinero y pasión? Más fácil sería publicar su certificado de defunción y olvidar al muerto en la tumba, en la tierra desnuda o en las cenizas del crematorio.

Plantearse el problema de Dios y ser ateo, hablar de religión y vivir sin religión, es una paradoja. Esta es una de las contradicciones de nuestros tiempos, en parte legado por el siglo XX. ¿Es Dios creíble hoy, en pleno siglo XXI, un siglo con más sombras que luces?

Dios es creíble. No son creíbles las imágenes que nos ofrecen de Él. No es creíble la pintura del viejo con pelo blanco y barbas blancas, el Dios de catecismos antiguos. No es creíble la imagen de un Dios indefinido. “Creo que ha de haber algo”. Ese algo no nos vale. Dios es alguien, un ser concreto. No es creíble el Dios de los filósofos y de los sabios, que lo reducen a simples razonamientos de la mente. No es creíble el Dios momia. Ese prestigioso cadáver que proclamaron Nietzsche, Sartre y otros. No es creíble el Dios a quien se quiere reducir entre las nubes del cielo, para alejarlo de los problemas de la tierra. No es creíble el Dios vengador de las litografías, que hace hervir a las personas en calderas de aceite infernal. No es creíble el Dios sentimental de los poetas, que lo utilizan sólo como motivo para sus versos. No es creíble el Dios de las religiones.

Ese Dios que cada religión entroniza en su templo y lo pone a pelear con el Dios de la religión del vecino. Es creíble el Dios que se revela en las páginas de la Biblia. El Creador se hace visible en su creación. El primer versículo de la Biblia presenta a Dios como Creador y, por lo tanto, existente.

En el principio creó Dios los cielos y la tierra (Génesis 1:1).

El autor bíblico no se plantea la existencia de Dios. No especula, la da por sabida. A lo largo de los siglos la mente del hombre ha formulado a este texto preguntas muy concretas: ¿De dónde salió Dios? ¿De la nada? ¿Qué es la nada? ¿Algo que existía independientemente de Dios?

¿Por qué empezó a crear el universo? ¿Qué le llevó a ello? ¿Se sentía solo? ¿Soñaba con un mundo material y con una tierra habitada por seres humanos? ¿Adónde se dirigió Dios? Si nada había, ¿cuál fue el escenario de su primera actividad creadora? ¿Hizo su aparición en un lugar que luego sería conocido como la región de los ríos Éufrates y Tigris?

En el siglo XVI Miguel Ángel pintó en el techo de la capilla Sixtina, en el Vaticano, la aparición de Dios, el principio de su obra creadora. Pero toda vez que Dios no tiene forma material, ¿cómo fue esa aparición? ¿Qué era Dios? ¿Quién era Dios? ¿Cómo era Dios? Para esas preguntas caben cuatro tipos de respuestas:

La respuesta de la filosofía: de la nada, nada puede salir. Dios no existe.

La respuesta de la ciencia: el mundo puede explicarse perfectamente sin Dios. Dios no existe.

La respuesta de la Biblia: Yo soy el que soy (Éxodo 3:14).

La respuesta de la experiencia religiosa: Yo sé en quién he creído (2ª Timoteo 1:12).

Es el argumento definitivo e irrebatible contra todos aquellos que dudan o niegan la existencia de Dios: Yo era ciego y ahora veo. La razón topa con el sentimiento. Dios existe porque lo siento, lo vivo, sus movimientos se desarrollan en mí, su fuego me quema, su palabra me habla, su amor me arrebata, su presencia me da seguridad, desde su altura desciende a mi insignificancia, cuando estoy perdido me encuentra, cuando enloquezco me devuelve la razón, cuando me siento hundido me rescata del polvo y me eleva a alturas de felicidad. Por eso sé que existe.

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[title]Por un año más[/title]

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