El acto de consolar no es fácil. Hace falta una buena dosis de sensibilidad y de sabiduría.
Todos hemos pasado alguna vez por situaciones en las cuales hemos necesitado de consolación y también todos hemos practicado alguna vez y de alguna manera, la consolación en relación a otros.
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El acto de consolar no es fácil. Hace falta una buena dosis de sensibilidad y de sabiduría. De esto último se necesita mucho más que de mero conocimiento bíblico. Esa sabiduría de la cual escribió Santiago que “es de lo alto –y- primeramente es pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía”. El fruto de ejercer dicha sabiduría, es “paz”. Eso quiere decir que la persona que ha sido tratada con ese tipo de sabiduría se ha sentido consolada con la aportación del otro, llevando paz a su corazón (St. 3.13-18).
Al hablar de ese tema, es difícil no pensar en el patriarca Job y todo cuanto sufrió. E inmediatamente también nos viene a la mente aquellos “amigos” que en medio de tanto dolor, en vez de identificarse con su sufrimiento y ver la mejor forma de consolarle, comenzaron a argumentar desde el punto de vista teológico las razones por las cuales les habían venido a la familia de Job todo aquel cúmulo de desgracias. Para ellos no había otra explicación sino que Job debería tener una gran responsabilidad en todo lo que le pasó. Sin embargo, Job se analiza a sí mismo y no ve ninguna razón “de peso” como para asumir su responsabilidad. ¡Y lo argumenta bien! (Job, 31). Por tanto, no entiende ni acepta la actitud y argumentaciones de sus “amigos” y se dirige a ellos con estas palabras y en un tono de disgusto: “He oído muchas cosas como éstas. Consoladores molestos me sois todos vosotros” (Job. 16.2). Aquellos “consoladores molestos” que trataron con Job, no se daban cuenta o quizás no les importaba añadir más sal y vinagre a la herida de Job, culpabilizando al patriarca de todo cuanto le había pasado. Nada de extraño tiene que, al final de la historia Dios mismo estuviera “enojado” con aquellos “amigos” de Job. Lo cierto es que la evidencia nos muestra que a pesar de que han pasado miles de años, todavía abundan los “consoladores molestos”.
Hace casi 40 años, mi esposa y yo estábamos asistiendo a un velatorio donde un marido y padre había fallecido en la plenitud de su vida. También se encontraba allí un “matrimonio pastoral”. En un momento, una de las hijas recién convertida a Cristo comenzó a llorar desconsoladamente por la pérdida de su padre. Entonces, la esposa del mencionado matrimonio se acercó a ella y trató de “consolarla”, diciéndole: “¡No llores…!” Luego, añadió algunas frases más aludiendo a “la providencia de Dios, siempre más sabia que nosotros” y al hecho de que “todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios, y bla, bla, bla”. Sin embargo, fue mi esposa la que, de inmediato, se adelantó y abrazando a la jovencita y doliente hija, le dijo: “Llora hija, todo cuanto quieras; no te importe hacerlo. Te hará mucho bien”.
Esas indeseables escenas se han dado y se dan con cierta frecuencia y son muchos creyentes los que, con buena intención pretenden consolar a los que pasan por momentos de dolor. Sin embargo los resultados de su actuación contradicen su pretensión. Claro, uno puede tener “buena intención” pero equivocado en lo que piensa, en lo que dice y en lo que hace. En el caso de la pérdida de un familiar, a menos que podamos resucitar al finado (cosa que no es probable -Lc. 7.13-14; 8.52-) lo mejor que podemos hacer es estar al lado del que sufre, en silencio y no pretender que la persona deje de expresar sus sentimientos. No hay mejor identificación y forma de consolar al que sufre. La Biblia dice: “gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran” (Ro. 12.15). Lo que pasa es que con frecuencia solemos “mejorar” el consejo divino, olvidando la segunda parte del texto aludido (y a veces también la primera).
Seguramente, alguna vez habremos escuchado a alguien que ha pasado por tener que soportar a los “malos consoladores”, decir: “En aquellos momentos difíciles para mí hubiera preferido que algunas personas no hubieran venido a verme; no pararon de hablar todo el rato. Sin embargo, fulanito/a me hizo mucho bien; me abrazó, y apenas dijo algo todo el tiempo que estuvo conmigo; pero pude sentir su comprensión y su cercanía de una manera muy palpable”.
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Si hay algo que hemos aprendido a lo largo del tiempo es que las personas que sufren no tienen porqué dejar de sufrir porque nosotros se lo digamos. Ni tampoco por el hecho de que usemos versículos de la Biblia porque “vienen muy bien para esta situación”. Claro que no es lo mismo perder bienes materiales que perder a un ser amado. Pero todo sufrimiento necesita ser “procesado” y eso lleva tiempo, hasta asumir la pérdida y comenzar a vivir la vida sin aquello que era valioso para el que sufre su pérdida. Sobre todo, la persona que sufre la pérdida de un familiar necesita tener tiempo para asumirlo, procesarlo y pasar el “luto” hasta la recuperación. Unas personas reaccionan de una manera, otras de otra; unas personas tardan menos y otras más en “pasar su luto”, y cada una responde de una manera diferente. También hay diferencia en cuanto al tiempo para recuperarse. Pero los “consoladores molestos” que no suelen entender todo esto suelen aparecer tanto al principio como a lo largo de todo el proceso.
Por otra parte, hemos de entender que las promesas divinas no se cumplen de forma automática en los creyentes. El creer en las promesas que Dios nos ha dado no está en contradicción con la presencia del dolor y el sufrimiento; pero si hay algo que parece suceder en todo el proceso es que la esperanza se acrecienta y se fortalece. El Apóstol Pablo escribió para aquellos que habían perdido seres queridos: “Que ya no os entristezcáis como los otros, que no tienen esperanza”(1ªTes.4.13). Pero esas palabras no contradicen el dolor que se siente por la pérdida –momentánea- de un ser querido. Porque cuando lloramos por alguna pérdida familiar o por cualquier otra razón que nos haya causado dolor, no estamos haciendo nada extraño a nuestra propia naturaleza humana; pero tampoco estamos pecando con ello. Esa es la forma en la cual Dios nos ha creado para que expresemos nuestros sentimientos y que, de no expresarlos e intentar reprimirlos, lo más probable es que incluso con el tiempo lleguen a enfermarnos en alguna forma. Cuando entendemos todo esto, estaremos mejor preparados a la hora de acercarnos al que sufre.
Por otra parte, Dios participó de nuestro dolor cuando asumió la naturaleza humana en la persona de su Hijo Jesucristo. Así pues, le vemos estremecido y conmovido, llorando ante la tumba de su amigo Lázaro, quien había fallecido hacía cuatro días. Y eso a pesar de que sabía que lo resucitaría momentos después (J. 11.35). Él no fue ajeno a nuestro dolor y sufrimiento, sino que participó de ellos. El profeta Isaías, así lo registró siglos antes de la aparición del Mesías: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido” (Is. 53.3-7). Esa realidad nos indica que el Hijo de Dios llevó nuestros sufrimientos con varios propósitos:
1. Para que sepamos que Dios se identifica con nosotros en nuestros sufrimientos a los cuales él no es ajeno.
2. Que el hecho de que el sufriera por nosotros, nos garantiza que cuando el reino de Dios sea manifestado en gloria, él acabará con todo tipo de sufrimiento, acorde con sus promesas de “hacer nuevas todas las cosas” (Apc.21.3-5).
3. Que en tanto dure nuestra vida en la tierra, Él no se olvidará de nosotros en nuestros sufrimientos y nos acompañará siempre a lo largo de nuestra vida. Unas veces librándonos de ellos; pero otras, aliviándonos en medio del dolor.
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Pero volviendo al tema de los “consoladores molestos”, damos gracias a Dios por los verdaderos pastores, e incluso hermanos y hermanas maduros, con preparación suficiente para saber cómo actuar ante situaciones de dolor y sufrimiento de otros. Pero hay que incidir en el hecho de que, aún así, habría mucho por hacer en la preparación de otros pastores (aunque resulte extraña esta afirmación) que quizás no tienen dicha formación; son sinceros en lo que creen y en lo que hacen, pero están “sinceramente equivocados”; y esto sin importar el grado de “convencimiento”, “fe” y “fervor” con el cual se expresan y actúan. Pero tampoco hemos de olvidar la preparación de los creyentes en general en las iglesias, y en el mismo sentido expuesto. Porque sin duda, será de esa manera que los “consoladores molestos” –como fueron calificados por el patriarca Job- vayan desapareciendo del-mapa-religioso-Evangélico”. En es sentido todo cuanto se haga en relación al tema de la consolación en relación con el que sufre, es poco.
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