Había un mercader en Bagdad que envió a su criado al mercado a comprar provisiones y, al poco rato, el criado regresó, blanco y tembloroso, y dijo: “Amo, hace un momento, cuando estaba en el mercado, me empujó una mujer entre la multitud y, cuando me volví, vi que era la Muerte la que me había empujado. Ella me miró e hizo un gesto amenazador. Ahora, te ruego: préstame tu caballo, y cabalgaré lejos de esta ciudad, y evitaré mi destino. Iré a Samarra y allí la Muerte no me encontrará.” El mercader le prestó su caballo, y el criado lo montó, le clavó las espuelas en los ijares, y tan rápido como el caballo podía galopar se marchó. Luego el mercader bajó a la plaza. De repente, vio la Muerte entre la multitud, se le acercó y dijo: “¿Por qué hiciste un gesto amenazador a mi criado cuando lo viste esta mañana?”.

[ads_google]div-gpt-ad-1623832500134-0[/ads_google]

“No fue un gesto amenazador,” respondió la Muerte, “fue solo un sobresalto de sorpresa. Me sorprendió verle en Bagdad, pues tenía una cita con él esta noche en Samarra.”

Me llamó la atención esta historia porque encaja muy bien con nuestro tema: somos administradores de nuestro Señor. Y aprendemos del siervo que huyó a Samarra una cosa: habrá una cita final que es ineludible: nuestra muerte.

Por lo tanto, el administrador sabio toma en cuenta esta verdad a la hora de desempeñar sus tareas. Huir no es una opción.

No sabemos cuándo nos toca irnos

También los cristianos, con mucha facilidad, nos dejamos engañar por una mentira que caracteriza la vida de la gran mayoría de la gente: no creemos en nuestra propia muerte y cuando la vemos cerca, intentamos huir de ella. Por supuesto, todos sabemos que algún día vamos a morir. Pero preferimos no pensar en ello y como consecuencia vivimos como si estuviéramos para siempre en este mundo. Siempre les toca a otros. Sin embargo, la verdad acerca de este tema es patente: la Biblia compara nuestra vida con una neblina, un vapor que se diluye.

Una consecuencia de esta actitud es la negligencia de enfocarnos en lo importante y la facilidad con la cual perdemos nuestro tiempo con cosas que no tienen importancia. Una de las cosas más relevantes que un creyente tiene que aprender es saber distinguir entre cosas que tienen valor eterno y cosas que no lo tienen.

¿Qué es lo que tiene valor eterno? Empezamos con nuestra alma. Existirá para siempre. La pregunta es simplemente: ¿dónde? ¿Será en el cielo o en el infierno?

También lo que hacemos puede tener carácter eterno. Jesús habla de una copa de agua dada con amor que deja una estela de eternidad detrás¹. Hay obras que seguirán a los creyentes a la vida eterna.² Por eso, la belleza de la vida cristiana consiste en transformar lo terrenal y lo perecedero en algo que sea celestial y eterno. Es precisamente lo típico de una vida mundana, malgastar tiempo, recursos y oportunidades.

El hogar eterno del creyente

Infelizmente, pensamos poco en nuestra muerte y lo que viene después. Reflexionar sobre lo que se puede describir como “hogar eterno del creyente” ha caído en desuso en nuestros tiempos. Mientras que los himnos antiguos - condenados a desaparecer de la gran mayoría de nuestras iglesias - hablan con frecuencia de la esperanza eterna del creyente, nuestra himnología moderna —si es que cabe aplicar este vocablo lo que cantamos hoy— gira de forma casi enfermiza siempre alrededor de nuestra felicidad aquí y ahora.

¿Será que precisamente esta pérdida de una visión de lo que es eterno ha reducido nuestros proyectos y pasiones a lo “manejable” y lo “razonable” como si se tratara de una empresa secular y no del Reino de Dios?

Han caído en olvido —inspirado por una teología deficiente— unas verdades muy sencillas, avaladas por centenares de pasajes y versículos bíblicos, como por ejemplo:

• 
  

  Este mundo no es nuestro hogar.

  
  


• 
  

  En este mundo el sufrimiento en mayor o menor grado no es la excepción, sino la regla.

  
  


• 
  

  Dios no es garante de una vida en abundancia en este mundo.

  
  


• 
  

  Mi vida en este mundo tiene fecha de caducidad y me queda menos tiempo de lo que parece.

  
  

Estas verdades más bien negativas contrastan con lo que también es la realidad de la vida cristiana:

• 
  

  Me espera un hogar eterno, preparado por Jesucristo para mí.

  
  


• 
  

  En medio del sufrimiento y las persecuciones, el creyente experimenta la paz con Dios y la provisión de todo lo que le es necesario.

  
  


• 
  

  El creyente sabe vivir con mucho y con poco.

  
  


• 
  

  Ya que me espera un descanso eterno, aquí puedo trabajar horas extras como administrador de mi Señor, sin quejarme, sin reclamar mis supuestos derechos y sin verme como el ombligo de mi iglesia.

  
  

En otras palabras: el cristiano puede sufrir y aguantar contrariedades y contratiempos de todo tipo porque sabe una cosa: aquí en este mundo no me pierdo nada. La fiesta no será aquí. Viene después y empieza con las palabras del Señor: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor.”³

[ads_google]div-gpt-ad-1623832402041-0[/ads_google]

Y esa fiesta -que tiene muchos nombres- jamás terminará. Pero no solamente tendremos un hogar magnífico allí⁴ y comeremos y festejemos en nuestra patria auténtica⁵, sino habrá más cosas. Y voy a nombrar solamente algunas:

• 
  

  Aprenderemos en el cielo: Efesios 2:7

  
  


• 
  

  Recordaremos cosas de la tierra: Apocalipsis 21:12-14

  
  


• 
  

  Nos conoceremos en el cielo: Lucas 9:28-33

  
  


• 
  

  Serviremos al Señor (implica trabajo): Apocalipsis 22:3

  
  

Pero no es todo. Hay una verdad que frecuentemente se pasa por alto y que, sin embargo, es esencial para entender nuestra tarea como mayordomos o administradores al servicio de nuestro Señor. Y es la simple verdad: la manera como desempeñamos nuestro servicio aquí decidirá sobre nuestra responsabilidad en el cielo.

No, no habrá un igualitarismo entre los redimidos. La Biblia dice justo lo contrario. Sí, seremos iguales en cuanto a la realidad de nuestra redención. Pero no seremos iguales en lo que tiene que ver con nuestras responsabilidades en el mundo eterno.

La Biblia nos habla de que habrá un juicio que decidirá sobre la posición de los creyentes, por ejemplo en 2 Corintios 5:10.

De vez en cuando hay que decirlo alto y claro en el mundo del protestantismo: las buenas obras son importantes y tendrán consecuencias para la eternidad. Y esas consecuencias no tienen que ver con ganar la salvación, sino con la transferencia de bienes, dones y talentos terrenales de un mundo destinado a perderse a un Reino Eterno. Es la mayor transferencia de riqueza de la historia. Por eso es sabio aquel que invierta en cosas eternas, y no en productos perecederos. Por eso, Moisés pide en el salmo 90 a Dios: “Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría.”

Nuestras obras, igual que la salvación, es un don de gracia del Señor y forma parte del paquete de la redención, como queda claro de un sinfín del versículos⁶. Y muchas de estas buenas obras se harán con nuestro dinero. Pero cada vez nos queda menos tiempo para hacerlo.

En la película "La Lista de Schindler", dirigida por Steven Spielberg, hay una poderosa escena que refleja la reflexión de Oskar Schindler sobre la cantidad de vidas que podría haber salvado con sus recursos. Esta escena ocurre hacia el final de la película.

[ads_google]div-gpt-ad-1623832402041-0[/ads_google]

Después de la liberación de los prisioneros de los campos de concentración, Schindler está abrumado por la magnitud de la tragedia y se siente culpable por no haber hecho más. En un momento de profunda reflexión y pensar, mira al pin que los prisioneros le han regalado, un pin con la inscripción “Hecha en esmalte de Schindler”.

En un intento de aliviar su angustia y lidiar con el sentimiento de que podría haber hecho más, Schindler comienza a enumerar las posesiones que tiene, incluyendo su automóvil y otros artículos de valor. Se lamenta de que, si los hubiera vendido, podría haber usado el dinero para salvar más vidas. Se da cuenta de que cada artículo representaba una vida que podría haber rescatado, y la carga de esa conciencia lo abruma.

Cuando salgamos de este mundo, ¿nos conocerán como alguien que acumuló cosas que luego no sirven y que no podemos quedarnos? ¿O nos conocerán como alguien que invirtió en algo que no podía jamás perder?

Notas