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Algunas historias sobre machismo (II)

Es difícil olvidar algunos aspectos de aquellas formas de ser de nuestra propia cultura que se adquiría y perpetuaba a través del cine, la música, la literatura o la religión.

PALABRA Y VIDA AUTOR 942/Angel_Bea 13 DE DICIEMBRE DE 2023 12:14 h
Cartel de una de las películas de John Wayne.

Al recordar los tiempos de nuestra niñez y juventud (las décadas de los 50 y 60) es difícil olvidar algunos aspectos de aquellas formas de ser de nuestra propia cultura que se adquiría y perpetuaba a través del cine, la música, la literatura, la religión, el ejemplo de nuestros mayores y todo cuanto nos rodeaba entonces.



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El cine de las cinco de la tarde



Precisamente fue el tan traído y llevado “beso de Rubiales” (con ciertas diferencias) que me trajo a la memoria aquellos tiempos en los cuales los domingos, los adolescentes y jovencitos acudíamos al “cine de las cinco de la tarde”. Era la hora en la cual se aprendían –entre otras- algunas cosas que quedaban fijadas en nuestra mente llegando a formar parte de nosotros mismos. Una era que los indios eran los malos, y los vaqueros y el ejército norte-americano eran los buenos. Otra, se daba, invariablemente (aunque no era la única forma) al final de cada película, en el cual el protagonista besaba a su homónima, a lo cual se seguían los aplausos del jovencísimo –y en parte, no tanto- público asistente. Esto último tenía una particularidad y era que el protagonista, en algunos, casos besaba en la boca a la protagonista, aunque ésta -en algunos casos- no esperara el beso; y para mayor inri incluso en un contexto de discusión entre ambos que no era el mejor, evidentemente, para tan “amorosa acción”. Era la forma en la cual el hombre siempre se salía con la suya, imponiéndose sobre la mujer. Esto era muy evidente ya que cuando el hombre la besaba, aunque la mujer se resistiera al principio, pronto se rendía doblándose hacia atrás, aceptando aquella demostración de superioridad por parte del hombre, que ponía e imponía un beso en su boca y que se inclinaba sobre ella. Beso impuesto pero finalmente aceptado, no solo por la forma física adoptada, sino a todas luces también emocionalmente. Lógicamente en aquella cultura de la censura, no iba la cosa a más, pero ya sabemos que el beso en la boca era y sigue siendo el primer paso y la puerta que se abría a una relación del todo más íntima. Pero la amorosa escena descrita no estaba exenta, en algunas ocasiones, de cierto grado de violencia la cual, finalmente, era aceptada por la protagonista.



Otro de los mayores y más groseros ejemplos se pone de manifiesto en aquella película protagonizada por John Wayne y Maureen O’Hara, titulada “El Gran McLintock. ¿Lo más llamativo? Nunca lo olvidaré. Al final el “machote” persigue a la protagonista que huye de aquel supuestamente enfadado hombre quien con sus peculiaridades “andares”i quiere atraparla. La gente que ve la persecución, se va sumando hasta que se junta medio pueblo a la misma. Finalmente, el hombre la alcanza, la tumba boca abajo sobre sus piernas y la golpea en el trasero con un objeto metálico varias veces, mientras ella protesta repetidamente y el público alrededor aclamaba el comportamiento del “machote”. Ni que decir tiene que la sala de cine también se llenaba de los vítores de los espectadores; la mayoría niños, niñas, adolescentes, jóvenes y bastantes mayores con esa conclusión final de la película. Mensaje recibido. Uno de tantos a lo largo de décadas.



Al margen de lo “simpática” que pudiera parecer a la gran mayoría y quizás, todavía a algunos otros muchos, y que lo justifiquen por “el carácter rudo del personaje que protagoniza John Wayne” lo cierto es que el mensaje que comunicaba a todo el público que veíamos la película era que a la mujer se la podía golpear impunemente; mientras que, por otra parte a las mujeres les comunicaba la idea de que debían aceptar dicho trato.



Pareciera que aquello no tenía la menor importancia, pero ¡claro que la tenía! Tanto las victorias de los vaqueros contra los indios como los besos impuestos y otras formas de violencia eran modelos a imitar por los niños dado que esa era la forma natural de concebir la relación hombre-mujer. De ahí que de los 9 a los 12 años jugábamos a indios (los malos) y los vaqueros (los buenos); pero algunas veces también nos confabulábamos para coger a algunas niñas desprevenidas, llegando por detrás para estamparles un beso en la boca. Con la diferencia de que aquellas niñas no caían “rendidas” sino que su respuesta era muy diferente… Por supuesto ese juego tan desagradable como indecente no pasó de los 12 años. Pero esa pretensión de dominio sobre las chicas -después mujeres- quedaba grabado en el género masculino como principio que habría de manifestarse junto con otras formas de expresión en nuestra cultura y sociedad. Así que mientras que unos, debido a su educación familiar y religiosa pudieron mantener las formas a la hora de manifestar dicha superioridad masculina, encontrarían otras maneras de expresarla.



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Sin embargo otros, no eran tan refinados a la hora de expresar su superioridad. De igual manera mientras que unos pudieron construir familias más o menos sólidasii, otras no tendrían tanta “suerte” al no encontrar el “príncipe azul” que ellas esperaban. Por el contrario lo que encontraron fue muy diferente a lo que esperaban y sin vías ni recursos para salir y encauzar sus vidas de forma independiente. Entonces lo que les quedaba era aceptar una especie de cárcel matrimonial sin que, al parecer, vieran la salida durante el resto de sus días, dado que como siempre se ha dicho: “el matrimonio es para toda la vida”. Pero por otra parte, ese era el contexto perfecto para que el hombre impusiera toda su hombría y su supremacía sobre “su” mujer. Décadas después, llegada la democracia, serían unas leyes muy diferentes y más justas las que igualarían a los hombres y mujeres en derechos y regularían sus relaciones; y lo que antes se consideraba privilegio del hombre y que la mujer tenía que aceptar de forma natural, pasó a considerarse delito, y por tanto, denunciable y castigado por ley.



Pero aquel estado de cosas era mucho más de lo que hemos comentado. Porque cuando un colectivo tiene el dudoso “privilegio” de creerse superior a otro, entonces no quedará área de la vida sin la cual éste colectivo sea sometido encontrando aquellas distintas formas de hacer valer dicho privilegio. Y en este caso, lo fue -¡durante siglos!- en la esfera matrimonial, social, religiosa, jurídica, política, etc. De tal manera que se infringirían daños irreparables en millones de mujeres. Hablar o escribir sobre ello daría para llenar bibliotecas enteras de volúmenes. Sin embargo, con dibujar ciertos paisajes de la vida que nos rodeaba entonces, debería bastar para comprender, aunque sea un poco, de cómo llevaban la mayoría de las mujeres sus propios matrimonios y por extensión, sus familias.



 



¡Una boda! ¡Una boda!



Por eso mientras escribía esto podía recordar uno de esos paisajes que comparto a continuación. Cuando era niño/adolescente y estando jugando en la plaza de nuestro barrio con otros niños, de pronto oíamos: “¡Una boda! ¡Una boda!” y todos dejábamos lo que estábamos haciendo y corríamos a la puerta de la iglesia para ver entrar a los novios. Pero las que más acudían para ver entrar al novio, y unos minutos más tarde a la novia, eran las mujeres de las casas de alrededor. Ellas llenaban la entrada de la iglesia a un lado y otro de la misma. Pero lo que quedó grabado en mi mente, eran los comentarios negativos que hacían aquellas amas de casa sobre la novia. Ellas con una mezcla de tristeza, desengaño e incredulidad, exclamaban, una por acá: “¡Que guapa la novia! Otra por allá: ¡Pero ya se enterará de lo que es el matrimonio!”; Y aun una más: “¡Sí, pobrecita, lo que le vine encima! ¡Ya se enterará de lo que vale un peine”. Mientras, lo que se decía en un contexto cercano al novio -los que solían vivir como les daba la real gana- le decían: “¿Ya te vas a ahorcar?” Y otro por allá: “Bueno, siempre podrás hacer alguna escapadita. Eso no habrá quién se lo quite.” Las primeras testificaban de que estaban viviendo en primera persona lo que significaba la supremacía (¿maltrato?) de sus maridos sobre ellas. De otra forma no hubieran hablado de aquella manera. Pero los segundos parecían despreciar el matrimonio; estado permanente que, supuestamente, les impedía relacionándose con otras mujeres en aquel nivel de intimidad que se resistían a abandonar. Sin embargo, ellos no iban a renunciar “del todo” a esto último. Entonces, el casarse era más una especie de “costumbre” a lo cual se le calificaba como “ley de vida”. ¡Claro que había muchas excepciones!



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Después de lo escrito que es solo una pequeñita parte de todo cuanto se podía decir, es entendible que ese espíritu de superioridad que hay en el hombre sobre la mujer y que es tan antiguo como la propia caída en el pecado de nuestros primeros padres, esté presente a lo largo de la historia de la humanidad. Esa es la razón por la cual la mujer siempre ha sido objeto de abuso y maltrato, y de muchas maneras. Y en estos tiempos modernos, no solo en culturas diferentes a la nuestra, y no solo en dictaduras sino también en regímenes democráticos. No importa que ahora tengamos leyes más justas que amparan a todos por igual. Las leyes, como siempre suele suceder, son un dique de contención del mal de aquellos que saben que si lo ejecutan tienen que pagar por ello. Pero no obstante, las leyes no parecen ser suficientes, cuando de imponer una voluntad fuerte se trata, en momentos de conflictos entre las parejas. El más fuerte –el hombre- siempre intentará por todos los medios imponer su voluntad y, llegado el caso, golpeará a la más débil y llegados al punto de la exasperación, incluso cuando un hombre pudiera tener razón y la mujer no, cuando no hay educación ni formación alguna, se recurre a la violencia e incluso al homicidio o asesinatoiii Y en eso estamos; y todo, como decíamos en el anterior artículo, a pesar de que tenemos leyes más justas y el llamado Ministerio de Igualdad y de todos los millones de euros con el cual ha sido regado.



Pero lo dicho hasta aquí, también nos lleva a comprender el porqué el movimiento llamado feminista moderno -bastante alejado del feminismo clásico- tenga mucho de resentimiento contra el género masculino al cual ven necesario, más que convencer, combatir; y más que traer comprensión y reconciliación, revancha y oposición. Eso por no entrar a valorar toda una ideología que lo sustenta, con aspectos contrarios a lo que, personalmente, considero enseñan las Sagradas Escrituras. A eso, precisamente, no me apunto.





 




i John Wayne tenía una forma peculiar de andar, sobre todo cuando lo hacía de forma rápida.





ii Sin que eso signifique que el machismo estuviera ausente de esas mismas familias. ¡Para nada! Pero se vivía y manifestaba de otras formas más refinadas





iii Hasta la fecha son 55 mujeres asesinadas por sus parejas, en lo que va de año.



 

 


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