Ana: 3 de diciembre, Día de las personas con discapacidad

Hace tan sólo unos días se celebraba el Día de las personas con discapacidad. Aprovecho la ocasión para compartir unos de mis relatos, finalista en el Segundo Certamen Arte para sanar el alma, Faisen, 2021.

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Miradla. Ana parece volar. Se eleva con el ritmo de la música salsera que ha sintonizado el animador del hotel para los que estamos en el jardín y en la piscina. Para protegerse del sol usa una gorra de lona azul con una serigrafía de Tom Cruise. La tiene bien encajada porque, a pesar de sus movimientos de cabeza, la gorra no se le cae. Ignoro aún el color de sus ojos ya que están ocultos bajo la visera, no sé si vosotros podéis verlos. Quizá tenga veintidós o veintitrés años, no más.

Sé su nombre porque ayer oí como la llamaban para darle un masaje.

Me gusta observarla desde lejos. Lleva puesto un top rosa de tirantes y pantalón corto vaquero, de esos gastados que tanto se llevan ahora y yo sigo sin conseguir mi talla. 

Veo como se dispone a acercarse al escenario para oír el mensaje que el animador va a anunciar por megafonía. El chico dice que las clases de baile comenzarán en breve. En estos momentos, una de las voluntarias que acompaña su grupo empuja la silla de ruedas donde va sentada. La coloca justo delante, en primera fila, al lado de las otras cinco personas con discapacidad que la acompañan en esta veraniega excursión por Andalucía.

Su actitud es ilusionada. Me hace pensar que quiso ser un pájaro de espíritu aventurero, pero parte de su cuerpo y de su mente no la ayudan a escapar tras sus sueños. Al menos tanto como ella quisiera. Por eso en la realidad es un pájaro de vuelo corto, bajo... Bueno, al fin y al cabo aventurero. 

No usa zapatos. Viaja, pienso yo, descalza, para así poder, llegado el momento, despegar antes del suelo sin un peso inútil; o mejor expresado en éste caso, despegar y alzarse a lo más sublime, tejer un nido en la copa más alta de los árboles, o tumbarse de espaldas sobre las nubes.

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Sin embargo, la veo ágil, alegre, soberbia y dispuesta en todo momento a entregarse de lleno a cualquier nota musical que llegue a sus oídos para disfrutarla. Su discapacidad no la amilana y eso me asombra.

Ayer por la mañana la vi, sentada como siempre, al borde de la piscina. Los chiquillos iban y venían corriendo, pasando junto a ella. Los padres iban como locos detrás, queriendo impedir que resbalasen en los charcos que se acumulan en los laterales. Pensaba que de un momento a otro, alguno de ellos, sin querer, la empujaría y caería al agua. Ana no se movía de donde estaba y yo no podía quitarle los ojos de encima. Quise estar preparada, por si llegaba la ocasión de tener que rescatarla precipitándome al agua antes de que se ahogara. Reconozco que siempre quise ser la heroína de alguna causa justa. Niños y niñas saltaban intentando alcanzar el centro de la piscina y el agua salpicaba la cara de Ana. Tal vez también sus ojos pero, como os he dicho, la visera de su gorra los tapa. No obstante, sí la vi sonreír. Entonces comprendí que estaba deseosa de ese empuje juvenil que para ella habría traído una emoción grata, un riesgo que luego podría contar a su manera a los demás del grupo. Quizá quería que le ocurrieran las cosas que suelen ocurrirle a cualquiera. Pero no sucedió nada. Nadie la empujó a modo de broma. 

Tuvo que esperar con paciencia su turno para bañarse con las monitoras. Ayer fue la última en entrar al agua y la última también en recibir los masajes del fisioterapeuta. 

Fijaos. Ahora está bailando, ¿la veis? Levanta los brazos en obediencia a sus instintos primarios. Mueve su cabeza de izquierda a derecha, de atrás hacia adelante. Su pelo sigue el balanceo décimas de segundos después. ¡Qué bien se mueve! El animador indica los pasos a seguir, pero ella va a su “aire” (nunca mejor dicho ya que sigo pensando que es un pájaro exótico, único en su especie). 

Ana, ilusionada vuela sola en un mundo que se ha quebrado para ella. En un mundo que le niega disfrutar de él en muchos aspectos. Un mundo al que ella reta constantemente y lo vence con su fuerza de mujer, gracias al carácter y coraje que ha ido adquiriendo para no verse vencida por las enfermedades que la atacan. Desde aquí la premio en mis adentros.

Piensa en Tom Cruise. Lo sé. Si no fuera así no llevaría su imagen en la gorra. Y aunque creo que es consciente de que él nunca la amará porque siente prioridad por otras damas, tampoco podrá evitar que Ana lo ame con locura, y que sueñe con él, y en sus sueños lo bese; sí, y lo abrace. Ana, en sueños, también corre, y en sueños también forma parte del canon que la torpe sociedad requiere. Lo hace delante de Tom mientras éste intenta alcanzarla por la orilla de la playa. La piscina se le queda pequeña en los sueños y necesita mucho espacio y mucha arena. Y luego se ducha con él. Lo enjabona, lo seca y lo vuelve a enjabonar y lo vuelve a secar para de nuevo soñar, jugar a hacer el amor. Bailan lentamente y toman champán sentados ante el fuego de la chimenea en la mansión de Tom. Porque ella puede soñar que es invierno, verano o lo que quiera y cuando a ella se le antoje.

Su actitud me hace pensar aquí, en mi tumbona, me hace plantearme la vida de otra manera, más real, creedme. Quizá soy yo quien necesita ser redimida de la monotonía de mis días y no ella; ser rescatada del engreimiento que me produce esta vida fácil con todo a mi alcance. Puedo ser yo quien necesita ser salvada del sentido común que tanto apreciamos, de encontrar todo a mi altura, de la vanagloria de no tener que pedir favores, ni depender de nadie, del despotismo de verme superior ante los demás.

Es hora de cenar y coincidimos ante la puerta del restaurante intentando leer el menú. Me retiro un poco para dejarle espacio. Creo que la visera de la gorra no le permite ver bien el cartel. Pero no se la quita.

Una de las camareras que advierte su presencia, le indica lo que ella ya sabe de sobra, que puede entrar. A la camarera se le estremece el corazón (igual que a mí cuando la observo) y, con diligencia, se dispone a empujar la silla hasta una mesa donde aparece el letrero de “reservado”, preparada para los cinco discapacitados que forman su grupo. 

Ana la detiene en seco, detiene el vuelo bajo de la camarera y entra sola, triunfante, torciendo su boca a un lado para demostrar que puede valerse por sí sola.

Un señor la observa con candidez desviarse del pasillo que conduce a su mesa. La llama para advertirle con dulzura de su error. Pero ella sabe a donde va. También sabe a donde no quiere ir. 

Se dirige despacio y lento hacia la mesa en la que acabo de sentarme. Ahora que está tan cerca puedo verle los ojos. Son unos asombrosos ojos verdes protegidos por unas espesas y largas pestañas que para mí quisiera. Y me dice con genio que no soy nadie para pasarme el día observándola, anotando en mi libreta lo que hace. Que me meta en mis propios asuntos, que me dedique a mandar postales y la deje en paz. 

La obedezco. Reflexiono.