El hombre puede conquistar la luna, pero no su corazón. La más grande aventura de la vida no es viajar al espacio, sino confiar en el Dios vivo, que se revela en unas montañas aún más trascendentes que las de la luna.
La primera misión con tripulación humana que dio la vuelta a la luna es la del Apolo 8. Su comandante era Frank Borman, que acaba de morir a los 95 años. Al contemplar “la buena Tierra”, la víspera de Navidad, transmitió desde el Espacio, las primeras palabras de la Biblia. Un billón de personas escucharon la historia de la Creación en los diez primeros versículos del Génesis de la boca de este lector laico de una iglesia episcopal –el nombre que recibe la iglesia anglicana en Estados Unidos– en 1968. Lo que provocó una demanda de la atea Madalyn Murray O′Hair, porque según ella, la cita bíblica violaba la separación Iglesia/Estado. Borman lo justificó diciendo que tenía “el enorme sentimiento de que había un poder mayor que ninguno de nosotros, que había un Dios y desde luego un principio”.
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Si ya habías nacido el 20 de julio de 1969, este es un momento histórico de la televisión que recordaras, aunque no tuvieras aparato –yo lo vi en un bar rodeado de gente–, ni apenas edad para acordarte –yo tenía sólo cinco años–, pero nunca se olvidan esas imágenes en blanco y negro del comandante Armstrong pisando el suelo del Mar de la Tranquilidad. Lo que pocos saben es que, en la aventura del espacio, Dios tampoco estuvo ausente.
La luna protagoniza cuentos, leyendas y canciones populares. Es tanto “lunera y cascabelera”, como un gran queso de bola en el cielo, algo tan lejano y distante, que hasta el día de hoy todavía hay algunos se muestran escépticos de que el hombre haya llegado allí. Fue un científico que trabajaba para los nazis, Wernher von Braun (1912-1977), quien desarrolla en los Estados Unidos el modelo de cohete que permitiría el viaje interplanetario.
La guerra fría es el contexto del que nace la NASA. Los rusos eran pioneros en el espacio desde que mandaron el primer satélite artificial en 1957, el Sputnik. Una pobre perrita, Laika, sigue su estela, muriendo de calor en la nave. Otras dos sobrevivirán, antes de mandar al primer hombre, Yuri Gagarin. A él se le atribuye la frase de que no vio allí a Dios. Hoy sabemos que él nunca la dijo. Era incluso cristiano ortodoxo. Fue una ocurrencia de Nikita Khruschev.
[photo_footer]A Yuri Gagarin se le atribuye la frase de que no vio allí a Dios, que hoy sabemos que él nunca dijo, ya que era incluso cristiano ortodoxo.[/photo_footer]
La primera mujer en volar al espacio fue también soviética, Valentina Tereshkova, en 1963 –no viajó ninguna americana hasta el 1983–, hasta que el presidente Kennedy asumió “el reto de llevar un hombre a la luna y devolverle sano y salvo a la Tierra”. Su discurso de 1961 fue poco después del primer paseo espacial de los rusos.
Entre los tripulantes del Apolo 11 que llega a la luna, está Buzz Aldrin, anciano de una iglesia presbiteriana en Houston (Webster Presbyterian Church) que ha dado muchos astronautas. Su pastor, Dean Woodruff, le sugirió llevar unas pequeñas bolsas de plástico con pan y vino para celebrar la Santa Cena en la luna, con una copa que está hoy en la iglesia y se usa ese día, una vez al año. Lo hizo leyendo unas palabras del Evangelio, que tenía escritas en una tarjeta vendida en una subasta en el 2007: “Yo soy la vid y vosotros las ramas; el que permanece en mí, como yo en él, dará mucho fruto; separados de mí no podéis hacer nada.” (Juan 15:5).
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Aldrin dice que “luego dio gracias por la inteligencia y el espíritu que había traído a dos jóvenes pilotos al Mar de la Tranquilidad”. Todo ello en los minutos de silencio, que no transmitió la radio. El suceso lo cuenta en la entrevista que publicó la revista Life en agosto del 69, así como en su libro de 1973 (Regreso a la Tierra), desarrollado en su obra del año 2009 (Desolación magnífica), que tuvo gran repercusión en los medios de comunicación. La discreción o censura se debe a la demanda que había sufrido Borman poco antes –explica en el libro–. Lo cierto es que el comandante Armstrong le miró con respeto, pero no dijo nada entonces.
El octavo hombre en pisar la luna fue el evangélico James Irwin (1930-1991), en el Apolo 15, que la recorrió por primera vez en un vehículo todoterreno en 1971. Al año siguiente fundó una organización cristiana con un pastor bautista, en Colorado Springs (High Flight), para hablar de “cómo sintió el poder de Dios como nunca”. El texto que más usaba cuando hablaba en iglesias por todo el país es en el que meditó al recorrer los montes de la luna: “A las montañas levanto mis ojos; ¿de dónde ha de venir mi ayuda?” (Salmo 121).
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En su magnífico libro sobre los primeros siete astronautas, Tom Wolfe habla de la fe de John Glenn, el segundo en volar al espacio y el primero en orbitar la Tierra, que recibió el Premio Príncipe de Asturias en 1999 a la Cooperación Internacional. En la conferencia de prensa que dio en Washington dijo: “Soy presbiteriano, protestante, y tomo mi religión muy en serio, de hecho”. Habló de las escuelas dominicales donde había enseñado y los comités de iglesia en los que había servido, pero dijo algo mucho más interesante:
“Fui criado creyendo que somos puestos en la Tierra con una propuesta de más o menos el cincuenta por ciento, Y eso es en lo que todavía creo hoy. Somos puestos aquí con ciertos talentos y capacidades, que depende de nosotros usarlos lo mejor que podamos. Pero cuando lo hacemos, pienso que hay un poder mayor que cualquiera de nosotros, que pone las oportunidades en nuestro camino, si usamos nuestro talento adecuadamente, y vivimos el tipo de vida que debemos vivir.”
En la fe de los astronautas a veces predomina el sentimiento –como Irwin, que acabó buscando el Arca de Noé en el monte Ararat– y en otros el talento –como en la frase de Glenn, que Wolfe interpreta correctamente como parte de la religión americana por la que “Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos”–. El Evangelio en realidad no es ninguna de las dos cosas, ni la comunión individual de Aldrin, ni la incomprensión de Glen, cuando dice: “Mirar este tipo de creación y no creer en Dios es imposible”.
[photo_footer]Entre los tripulantes del Apolo 11 que llega a la luna está Buzz Aldrin, anciano de una iglesia presbiteriana en Houston (Webster Presbyterian Church), que ha dado muchos astronautas.[/photo_footer]
La verdad es que se puede mirar la Creación y no creer en Dios. ¿Por qué? Aunque “los cielos declaran la gloria de Dios” (Salmo 19:1), los hombres “adoraron y sirvieron a las cosas creadas, antes que al Creador” (Romanos 1:25). Es cierto que todos vivimos por algo que capta nuestra imaginación y corazón, dando sentido a nuestra vida, pero sin la intervención del Espíritu Santo, eso nunca será Dios.
Si miramos a las cosas creadas para que nos den el sentido, la esperanza y la felicidad que sólo Dios puede darnos, seremos esclavos de un ídolo, en vez de Dios. Abraham fue llamado de la ignorancia de rendir culto a la luna, a servir y a adorar al Dios vivo y verdadero. La promesa que recibió no era fácil de creer. Cuando Dios sin embargo le dio el hijo prometido, lo amó por encima de cualquier cosa.
Cuando Dios le pide sacrificar ese hijo en un monte (Génesis 22:2), le pide que elija entre el don y el Dador, una opción que nos resulta imposible. Sabemos que Dios nos ha dado la vida, pero sin embargo nos aferramos a ella como lo único que tenemos. Cuando Abraham está dispuesto a entregarle a su hijo (vv. 9-10), Dios le muestra que su gracia está en que Él ha provisto un sustituto: un carnero es ofrecido en su lugar (v. 13).
[photo_footer]Aunque los cielos declaran la gloria de Dios (Salmo 19), los hombres adoraron y sirvieron a las cosas creadas, antes que al Creador (Romanos 1).[/photo_footer]
Muchos años después, en otra montaña que tampoco es de la luna, otro Hijo es puesto a morir en un madero. Sólo que en aquel monte no hubo una voz del cielo que anunció su liberación, sino que gritó: “¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”. El Padre pagó entonces la deuda que todos tenemos con Dios, en el más profundo silencio.
Ya no debemos ver, por lo tanto, el universo como algo vacío, o impersonal. Nos muestra que “el que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?” (Romanos 8:32). Es por eso por lo que no somos salvos mirando a las estrellas, sino al Dios que se revela en Cristo Jesús.
El hombre puede conquistar la luna, pero no su corazón. La más grande aventura de la vida no es viajar al espacio, sino confiar en el Dios vivo, que se revela en unas montañas aún más trascendentes que las de la luna. El Dios que habla en el Sinaí es quién nos dice en el Calvario que su amor es más alto que los cielos y nunca nos abandonará. Porque el Sol de justicia ha vencido toda injusticia, y nunca se apagará.
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