El Dios de la Biblia es un Dios que habla. No es un Dios mudo o distante, sino que se comunica con nosotros a través de su Palabra.
¿Qué se puede saber de Dios? ¿Cómo llegamos a tener información certera acerca de Él? ¿Nos ha hablado en algún momento? Y si nos ha hablado, ¿por qué se convierte esta información en un sistema teológico?
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Con estas preguntas -y muchas más- en mente, nos acercaremos en los próximos meses en esta columna a los fundamentos de la teología.
Para acercarnos al tema nos sirve una parábola bien conocida que nos llegó desde la India:
Un grupo de ciegos escuchó que un extraño animal, llamado elefante, había sido traído al pueblo, pero ninguno de ellos era consciente de su figura y forma. Por curiosidad, dijeron: "Hay que inspeccionarlo y conocerlo al tacto, de lo que somos capaces". Entonces, lo buscaron, y cuando lo encontraron, lo buscaron a tientas. La primera persona, cuya mano se posó en la trompa, dijo: "Este ser es como una serpiente gruesa". Para otro cuya mano llegaba a su oreja, dijo que parecía una especie de abanico. En cuanto a otra persona, cuya mano estaba sobre su pata, dijo, el elefante es un pilar como el tronco de un árbol. El ciego que puso su mano en su costado dijo que el elefante "es una pared". Otro que sintió su cola, lo describió como una cuerda. El último sintió su colmillo, indicando que el elefante es lo que es duro, liso y como una lanza.
Por regla general, se saca de la parábola la siguiente moraleja: la verdad subjetiva de una persona no es necesariamente la verdad de otra1. Lo que, sin embargo, muchas veces no se menciona es otra cosa: el elefante es real y por lo tanto, existe la verdad. Y es solamente una. El problema no es la verdad sino nuestra percepción y comprensión de la verdad. Y para comprender, antes que nada hay que ver.
Pero ni siquiera esto es suficiente, sino hay que dar a lo que vemos una explicación coherente. Esto tiene que ver con nuestra mente.
De entrada, somos incapaces de entender la realidad y eso tanto más cuanto uno de nuestros sentidos esté inhabilitado.
En cuanto al mundo invisible somos ciegos. Por lo tanto, todo lo que tiene que ver con la metafísica -es decir: el mundo más allá de lo físico- se presta para todo tipo de especulaciones sin poder llegar a una comprensión certera de las realidades invisibles.
Es la razón porque existen tantas religiones y filosofías que intentan cada una a su manera explicar y entender lo invisible, ese Dios desconocido del cual el apóstol Pablo habló a los filósofos de Atenas.
Pero mientras que griegos y romanos especularon, los judíos tenían certeza. Ellos sí que tenían noticias de Dios.
Y esto se remonta lejos porque el Creador de todas las cosas tenía que remediar nuestra ceguera, mandándonos mensajeros de su parte y finalmente el Mensajero, su Hijo. Juan lo resume de forma inmejorable en un solo versículo:
“A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer”. (Juan 1:18).
La palabra que usa Juan para “dar a conocer” nos facilita entender una verdad curiosa: Jesucristo es el Traductor divino de las verdades eternas sobre pecado, justicia y juicio -todo lo que tiene que ver con nosotros y Dios.
Dicho de otra manera: solo sabemos de Dios lo que Él mismo ha revelado. La palabra clave es “revelación”. Hablamos de verdades reveladas y no especulativas.
Es cierto: la fe cristiana no está sola en su pretensión de ser revelación divina. Pero hay una diferencia abismal con las demás creencias: sólo la revelación contenida en la Biblia es coherente y verídica.
Y ¿cómo lo sabemos?
Porque la fe cristiana -a diferencia de todas las demás religiones y creencias- pone el énfasis sobre su veracidad histórica y científica. Es decir: la historia y la ciencia confirman la Biblia y no la contradicen. Es la razón porque la “prueba” más poderosa de esta verdad es el hecho que todo lo que los profetas han dicho -por ejemplo en cuanto a la venida del Mesías- se ha cumplido en su totalidad y con exactitud. Esto significa dos cosas:
toda apología y enseñanza de esta revelación divina se basa en la confirmación de lo que se presupone: Dios existe y se ha revelado a la humanidad a través de la Biblia. Solo esta presuposición -a diferencia de otras religiones o ideologías- es coherente y por lo tanto defendible.
Todos los intentos de “comprobar” la existencia de Dios a través de supuestas “pruebas” filosóficas son simplemente intentos inadecuados que cometen un grave error de entrada: no podemos comprobar la existencia de algo que existe en una dimensión superior. Por lo tanto todas estas pruebas que tienen su origen en Aristóteles y que luego fueron bautizados cristianamente por Tomás de Aquino y Anselmo de Canterbury para luego entrar en los libros de apologética de los evangélicos contemporáneos es simplemente un argumento circular.
Por lo tanto, todo depende de si Dios ha hablado. Si Dios no ha hablado, todo lo demás son especulaciones. Pero si ha hablado, sus palabras tienen que ser coherentes.
Esto nos lleva a constatar que revelar significa comunicar de forma certera un conocimiento que no se puede obtener por medios naturales. Es decir: Dios se da a conocer al hombre. El hombre, a su vez, no está en condiciones de conocer a Dios de otra manera.
Por lo tanto, la pregunta más fundamental es la pregunta del millón: ¿Existe Dios? Y si Él existe, ¿nos ha dejado alguna información acerca de Él?
Los seres humanos, por naturaleza, queremos entender el significado de las cosas. Queremos saber por qué estamos aquí, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Estas preguntas fundamentales nos llevan a preguntarnos sobre la existencia de Dios.
Y por lo tanto, no nos extraña que infinidad de religiones son el resultado de esta búsqueda del hombre. Pero hay que constatar: ninguna de ellas nos da una respuesta satisfactoria. Y hay una razón por que es así: El hombre como ser creado no puede encontrar el camino a Dios por sí mismo. Somos seres finitos y limitados en todos los sentidos (y nunca mejor dicho) y por lo tanto no podemos comprender las últimas consecuencias de cómo funciona este mundo, el universo y aún mucho menos quién es Dios.
Desde la caída de nuestros antepasados en el paraíso, el contacto directo con Dios se perdió. Como resultado del pecado, estamos separados de Dios y no puede experimentar Su presencia de forma directa.
Pero hay una buena noticia: Dios no nos ha dejado solos en nuestra ceguera. Nos ha facilitado información de su parte. El término teológico es “revelación”.
Y Dios se ha revelado de dos maneras. Distinguimos entre revelación general y revelación especial. La revelación general es la que tiene que ver con el mundo creado por Dios. Por ejemplo, la belleza, complejidad y al mismo tiempo el orden de la creación nos indican hacia la existencia de un Creador.
La revelación especial es la que viene a través de la Biblia. La Biblia es la Palabra de Dios, y contiene una revelación completa y definitiva de Su voluntad y propósito. En otras palabras: todo lo que necesitamos saber, Dios nos lo ha dado.
La revelación general es insuficiente para proporcionarnos la respuesta que buscamos. La creación nos habla de la existencia de Dios, pero no nos revela quién es Él o qué quiere de nosotros.
La única fuente clara de revelación divina es la Biblia. La Biblia nos revela la identidad de Dios, Su naturaleza, Su plan para nosotros y Su voluntad para nuestras vidas.
Dios se ha revelado a la humanidad de forma gradual a lo largo de la historia. En el Antiguo Testamento, se reveló a través de diferentes medios, como teofanías, sueños, visiones, profetas, y finalmente a través de Jesucristo. En un proceso largo y complejo, todo se puso por escrito en este libro maravilloso que llamamos “Biblia”.
Si no fuera por las Escrituras, no sabríamos nada de estos acontecimientos. La Biblia es el registro de la revelación de Dios a la humanidad. La perfección de Dios se refleja en la perfección de su Palabra.
Lo que nos debe alegrar profundamente es que el Dios de la Biblia es un Dios que habla. No es un Dios mudo o distante, sino que se comunica con nosotros a través de su Palabra.
La revelación por escrito es una necesidad lógica para la fe cristiana. La Biblia es el mensaje de Dios para la humanidad, y se ha preservado y transmitido de forma precisa a lo largo de siglos y milenios.
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Todo esto nos lleva a reconocer un hecho fundamental, muy olvidado en nuestros tiempos: nuestra teología tiene que ser teocéntrica y no antropocéntrica. En otras palabras: en la medida que se permite en la teología la influencia de conceptos filosóficos que reflejan filosofías del momento y razonamientos humanos, mezclamos revelación con especulación y el resultado es un producto adulterado que nos engaña.
Y allí está precisamente el problema de una buena parte de lo que se considera teología hoy en día: estamos ante un conjunto de afirmaciones y conclusiones incoherentes precisamente porque se mezcla el error con la verdad. Esa teología confunde, engaña y lleva a resultados nefastos.
Por lo tanto hace falta una contínua orientación y corrección en nuestra teología. La medida de todas las cosas es Dios, no el hombre.
Si el elefante no habla nuestro idioma no hay nada que hacer. Pero gracias a Dios Él habla alto y claro.
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