Cuando Keller es hecho profesor de Westminster en 1984, el seminario acababa de tener otra grande crisis en torno al entendimiento de la justificación.
Después de estar nueve años un yanqui como Tim Keller (1950-2023) en el profundo sur de Estados Unidos, creeríamos que sería para él un alivio dejar el pequeño pueblo en que era pastor en pleno “cinturón bíblico” para ser profesor de un prestigioso seminario en Filadelfia. Si pensamos así, nos equivocamos, ya que cualquiera que haya dado clase en un seminario –yo llevo siendo profesor en más de media docena durante treinta años–, sabrá que las tensiones que se viven en estos centros en el profesorado y la dirección no son comparables a las que uno tiene en una iglesia local. A Keller le molestaban las controversias. Y la facultad estaba llena de ellas. Y eso que él vivió uno de los períodos más tranquilos de la historia de Westminster.
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Wesminster nace de un inmenso conflicto como fue la controversia entre “el fundamentalismo y el modernismo” teológico en los años 20. Su fundador, Gresham Machen (1881-1937), se había enfrentado en Princeton a la dirección liberal por la que se alejaron de tradición de Hodge y Warfield. Salió con otros cuatro profesores –el escocés John Murray, el holandés Cornelius Van Til y norteamericanos como Oswald Allis o Dick Wilson– para fundar el seminario de Westminster en 1929.
A la repentina muerte de Machen, a los 55 años por una neumonía, se produce otra gran controversia dentro del nuevo seminario cuando un grupo que mantenía una fuerte posición premileniarista empezaron a criticar lo que llamaban “las libertades” de algunos profesores y estudiantes de fumar, beber alcohol, bailar, jugar e ir a teatros. “El movimiento” –como se hacían llamar– estaba dirigido por Oliver Buswell, Allan McRae y el fiero joven zelote Carl McIntire, pero atrajeron a estudiantes como Francis Schaeffer, que lo lamentó después grandemente. Al salir fundan el Seminario Teológico de Fe en Wilminton (Delaware), en 1937, y la Iglesia Presbiteriana Bíblica.
[photo_footer]Justo antes de llegar Keller acababa de haber en Westminster una amarga discusión sobre la justificación.[/photo_footer]
Cuando Keller es hecho profesor de Westminster en 1984, el seminario acababa de tener otra grande crisis en torno al entendimiento de la justificación por un profesor llamado Norman Shepherd, que enseñó teología sistemática desde 1963 hasta 1981. Básicamente, lo que Shepherd decía es que la justificación era por la fe y las obras, lo que él llamaba “fe obediente”. A eso se añadía su comprensión del llamamiento a la salvación en base al Pacto, en vez de la elección. Y la posibilidad de perderla. Todos ellos temas tratados por las confesiones de fe reformadas, pero que han tenido diferente interpretación a lo largo de los siglos. El hecho es que la postura de Shepherd fue rechazada por predicadores como Lloyd-Jones o el profesor del seminario Calvino en Grand Rapids, William Hendriksen, pero también la mayoría del claustro de Westminster. Lo que pasa es que, desde que en el año 1976 se le pide que escriba su perspectiva de la “Sola fe”, hasta su expulsión en el año 1981, fue una larga agonía de amargas discusiones.
Cuando, en 1975, Keller llega para tres meses de prueba como pastor de la Iglesia Presbiteriana del Oeste de Hopewell (Virginia), la congregación se acababa de unir a la Iglesia Presbiteriana en América, una denominación formada en 1973, en Birmingham (Alabama), con muchas de las iglesias presbiterianas del sur. El grupo que se conoce por las siglas PCA es todavía una de las mayores denominaciones evangélicas en Estados Unidos. Antes de llegar a Hopewell, Keller no había estado en ninguna iglesia de PCA.
De hecho, cuando Keller estaba en el grupo de estudiantes evangélicos de la universidad de Bucknell no tenía siquiera una teología reformada. Es por eso por lo que cuando empezó a tener relación con Ed Clowney, que era presidente de Westminster desde 1966, no le anima a ir a su seminario, sino a Gordon-Conwell. Keller temía que a Clowney le habría molestado eso. Y por eso le rehuía un poco cuando le vuelve a encontrar en una conferencia bíblica en Pinebrook, en 1973, pero como siempre, le gana la generosidad de Clowney, que le invita a dar un paseo y tomar unos refrescos juntos para hablar de su vida y planes de futuro. Keller aprendió de él a ir más allá de las mezquindades denominacionales.
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Aunque Keller había llegado a la teología reformada en el seminario, no había estudiado las confesiones y catecismos de Westminster hasta que no fue ordenado en la PCA. Parte de su tarea en Hopewell era formar a los nuevos ancianos y diáconos en esa tradición presbiteriana. La mayor parte de las iglesias tienen una “declaración de fe”, pero las denominaciones históricas tienen confesiones en común que vienen de la Reforma, independientemente de la congregación que sea. La tradición reformada está en muchas confesiones, pero muestra también una gran diversidad en su orientación. El historiador George Marsden tomó la clasificación de las diferencias que Nick Wolterstorff observó en la Iglesia Cristiana Reformada en 1973. Había una línea doctrinaria, otra pietista y la “kuyperiana”, o neocalvinista. En un sentido Keller venía de la tradición pietista, pero en Gordon-Conwell había encontrado el nuevo calvinismo. Y ahora en Hopewell se familiarizaba con su doctrina.
[photo_footer]Westminster nace del inmenso conflicto que hubo entre el fundamentalismo y el modernismo teológico, que hace salir a Machen (1881-1937) de Princeton con otros cuatro profesores en 1929.[/photo_footer]
El pastor que más había influenciado su congregación era el veterano ministro de West End, William E. Hill Jr., que había sido antes pastor de la Capilla Dupont desde 1929. Hill tuvo un papel fundamental en la PCA hasta su muerte, con más de cien años, en 1983. En una época cuando tantos habían estado en la Segunda Guerra Mundial y en Corea, el culto a la patria tenía tal presencia en la iglesia que el Día de Recuerdo de los muertos en batalla o el 4 de Julio se juraba lealtad a la bandera en el culto. Hill no lo permite, así como prohíbe poner banderas en el templo. Para el nacionalismo americano era un “comunista antipatriota”. Se contaba de él el lío que había formado cuando en un funeral había prohibido la entrada a la iglesia de un féretro cubierto con una bandera. Trescientos miembros dejaron la iglesia por ello.
Hill se había enfrentado también al racismo sureño, al obligar a la escuela que dependía de la congregación en West End a la integración racial, ya en los años 40. El modelo educativo evangélico entonces eran escuelas cristianas, muchas de ellas ligadas a iglesias. Ahora, sorprendentemente, predomina la educación en casa, aunque haya colegios cristianos de sobra, pero el mundo evangélico se ha vuelto cada vez más sectario. Muchos sociólogos observan que la generación que ha llevado a Trump a la presidencia no ha tenido más maestra que su madre. Son jóvenes formados sin ninguna socialización, que no aceptan la pluralidad y confunden lo libertario con lo cristiano. Se ha hecho de la familia tal objeto de culto, que hasta la iglesia sobra en la educación de los hijos. Cuando se acaba la educación segregada en el sur en los 70, comienza a tomar fuerza en los 80 el llamado homeschooling. Durante sus nueve años en Hopewell, Keller siguió la línea de Hill en contra del racismo. Su idea era que sólo comprendiendo la Gracia se podía acabar con los prejuicios raciales.
El pastor que más influyó a Keller no fue Hill, sin embargo. Era el amigo que le había recomendado a la congregación, Kennedy Smartt. Fue él quien le enseñó cómo hacer las visitas en el hospital. Tenía que saber el nombre del personal y los pacientes, qué familia tenían e interesarse por ellos. Hablaba y oraba por los miembros de su iglesia, pero también se ofrecía a hacerlo por otros pacientes. Seguía el modelo del puritano Richard Baxter, que dice que “el pastor reformado” ha de visitar, por lo menos, una vez al año a cada familia de la iglesia. Oraba por los miembros, sistemáticamente, siguiendo una lista. Es cierto que no había más de cien en su congregación, pero tenía sus hijos pequeños, dirigía la reunión de ancianos, predicaba los domingos –mañana y tarde–, enseñaba en la Escuela Dominical, planeaba las actividades del grupo de jóvenes, daba charlas en retiros de hombres y mujeres, hacía bodas y funerales. Todo eso además de asistir a graduaciones de la escuela secundaria, meriendas familiares o fiestas de las chicas al llegar a la adolescencia.
Lo que Keller aprendió aquellos años fue algo más que “saber estar en su lugar”. Se enfrentó a la realidad de los matrimonios en crisis, suicidios, maridos que abandonaban su casa y tenía que ir a buscarlos, para intentar convencerlos de volver a su familia. Chicos que se iban de casa e intentaba encontrarlos para traerlos de vuelta a su hogar. Padres que morían y tenía que decírselo a los hijos. Un hombre que murió electrocutado detrás de su casa y tuvo que acompañar a la viuda para identificar su cuerpo en el depósito de cadáveres. Tuvo que conectar sus predicaciones con la realidad, algo que enseguida se dio cuenta que se olvidaba en la burbuja del seminario.
Se encontró a cristianos que sufrían depresiones, fobias y adicciones. Había algunos que tenían problemas con el alcohol, el sexo y las relaciones personales. Descubrió que él no podía tomar el papel de un psicólogo o un consejero. Y al intentar responder a cuestiones como la homosexualidad, se dio cuenta que había diferencias entre los cristianos sobre cómo responder a ella. La respuesta bíblica y psicológica variaba de unos a otros. Su tarea era predicar el Evangelio. Y como Lloyd-Jones creía, la Palabra y el Espíritu ayudaría a la gente a enfrentarse a sus problemas. El no era un gurú, ni un pastor que te dijera lo que tenías que hacer en cualquier caso. Se dio cuenta de los problemas que trae lo que en inglés llaman un “pastorado pesado”, directivo y controlador.
[photo_footer]Durante sus nueve años en Hopewell, Keller siguió la línea del pastor anterior de West End, Hill, que se enfrenta al racismo nacionalista.[/photo_footer]
No conocía lo que era trabajar en una planta química. Sus miembros no sabían quién era Tolkien o Lewis, pero hacía esfuerzos para conectar con ellos. Nunca le gustó el futbol americano. Lo más que hizo en la secundaria y la universidad es tocar el tambor en la banda que marchaba en las competiciones. Aprendió algo de fútbol, viendo partidos, aunque nunca tuvo la pasión de un Sproul por los deportes. Lo que le gustaba era ir a las librerías de segunda mano, lo que hacía con un joven que llegó a la fe con su ministerio, Graham Howell. Aprendió que su congregación no le necesitaba para formar comunidad. Ellos ya se lo pasaban bien juntos. Lo único que necesitaban era su presencia y acompañamiento, preocupándose por ellos.
Ya en 1979 Keller se matricula en un programa de doctorado del seminario de Westminster sobre el ministerio. El tema en que se especializó era el servicio a los pobres. Una de las tonterías que se han dicho sobre él los últimos años –sobre todo por gente que no lee un libro y su información son los comentarios que lee en Internet–, es que, al final de su vida, Keller se había hecho “socialista” o “marxista cultural”, por no apoyar a Trump. Su preocupación por la pobreza y el racismo está ya en su primer libro, resultado del doctorado en que estudia la función del diaconado en la historia de la Reforma. Se da cuenta de cómo los servicios sociales públicos comienzan en Ginebra, Ámsterdam, Edimburgo y Glasgow con el diaconado protestante. Keller aprende de profesores como Clowney o Harvie Conn la importancia de la justicia y la misericordia para el marginado. Es sólo en tiempos recientes que el diaconado se ha convertido en una mera administración y gestión práctica de los recursos e instalaciones de la iglesia.
Cuando Clowney se jubila del seminario en 1984, Westminster decide contratar dos profesores a medio tiempo para seguir sus cursos de teología práctica. Uno era Harvie Conn (1939-1999), que había sido misionero en Corea del Sur hasta llegar al seminario en 1972, pero el otro fue Keller. Aunque Tim compartía la enseñanza en el seminario con la formación en iglesias de la PCA para el ministerio de misericordia o diaconado –los fines de semana–, Kathy tuvo que buscar un tercer empleo remunerado como editora de materiales para la escuela dominical para una editorial llamada Gran Comisión –que tenía las oficinas en el mismo edificio que la Iglesia Ortodoxa Presbiteriana–. Eso significaba que Keller tenía que dar de desayunar a sus hijos, preocuparse de que estuvieran listos para ir al colegio y llevarlos a la escuela cada mañana. Todo eso antes de ir a dar clase en el seminario.
[photo_footer]Lloyd-Jones da sus famosas conferencias sobre la predicación cuando Clowney le invita a venir de Londres, al ser hecho presidente del seminario de Westminster en 1969.[/photo_footer]
Keller fue siempre muy trabajador. Dedicaba de 60 a 70 horas a la iglesia y unas 14 de ellas a preparar tres predicaciones, los domingos –mañana y tarde–, así como para la reunión del miércoles por la noche. En aquellos nueve años habría hecho unos 1.500 sermones. En su libro sobre la predicación de 2015 dice que los primeros cien sermones no valen mucho. Todo predicador que sea mínimamente autocrítico se dará cuenta que con frecuencia la predicación cae en “clichés” y lugares comunes. Viene de libros o grabaciones, sino son sentimientos personales, que no tienen nada que ver con la gente que te escucha. No se puede utilizar el púlpito para expresar tus inquietudes y emociones particulares. Es la Palabra de Dios lo que tienes que predicar, pero según la famosa definición de Philip Brooks, es “la verdad por tu personalidad”. Keller dejó de imitar a otros predicadores para ser él mismo. Es lo que hace auténtico un sermón.
Keller enseña en Westminster a la vez que Tremper Longman III y Bruce Waltke en Antiguo Testamento, Sinclair Ferguson y Dick Gaffin en teología sistemática y Vern Poythress en Nuevo Testamento. La dirección de Clowney aspiraba a convertir el seminario “de un puño cerrado a una cabeza baja”. Es por eso por lo que invita a Lloyd-Jones a dar clase las primeras seis semanas de su presidencia. Su enseñanza está en el libro que conocemos como La predicación y los predicadores (Peregrino, 2010). En el discurso inaugural de Clowney, llama a predicar el Evangelio que desafíe, tanto a los viejos reaccionarios como a los jóvenes revolucionarios. Es el equilibrio que siempre ha buscado Keller.
Wesminster acomete una tarea que todavía es una “asignatura pendiente” del mundo evangélico, la contextualización. Clair Davis enseñaba la teología de Jonathan Edwards, pero empieza también entonces a dar un curso sobre el trasfondo social de la teología alemana. Jack Miller da clases por la noche de literatura inglesa y americana. Miller representaba la tendencia más pietista de Westminster, mientras que el énfasis doctrinal que antiguamente representaba Murray era ahora el de Ferguson y Richard Gamble. La perspectiva cultural del neocalvinismo holandés de Van Til era ahora retomada por Gaffin, Poythress y Conn. Estas diferencias provocaban una serie de tensiones que Keller percibió desde el primer momento. Ya que él se identificaba más con la tradición pietista y cultural, se propuso acercarse más a la doctrinal para ser más equilibrado.
[photo_footer]Harvie Conn (1939-1999) había sido misionero en Corea del Sur antes de ir a enseñar al seminario de Westminster en 1972.[/photo_footer]
Muchos han criticado también el énfasis de Keller en la contextualización. Él aprende de Conn que la misión seguía un “modelo educativo que reforzaba un patrón de comunicación donde la efectividad residía en digerir paquetes preenvasados de información dirigida al recipiente anglosajón”. Su libro Evangelismo: Hacer justicia y predicar la Gracia, de 1982, tiene una enorme influencia en Keller. Conn observó que los profesores vivían en las zonas residenciales de Filadelfia y se muda al dilapidado centro de la ciudad, lleno de inmigrantes y población marginal. Keller aprende de él que “la misión no debe exportar el pensamiento occidental con sus prioridades y categorías, sino expresar el mensaje del Evangelio a cada cultura en una forma que no sea innecesariamente extraña a su cultura, pero sin quitar, ni oscurecer el escándalo y la ofensa de la verdad bíblica”.
Cada cultura tiene cosas buenas y malas, sucumbe a ídolos, pero Dios le habla. Keller se da cuenta de que no vemos nuestra cultura con la suficiente perspectiva, para percibir sus puntos fuertes y debilidades. No hace falta asimilar una cultura como la americana para recibir el Evangelio. La misión evangélica ha transmitido –como observa el movimiento de Lausana y René Padilla– el Evangelio acompañado de una cultura, antes la británica o alemana y ahora la norteamericana. Si uno se fija en los libros, vídeos o música que hay en el mundo evangélico, lo que ve es la influencia de la cultura y las expresiones de Estados Unidos. No es extraño que muchos consideren el movimiento evangélico como un mero reflejo de lo que ocurre ahora en América. Tenemos que entender que el Evangelio habla a cada cultura en su propio lenguaje y formas, pero nos desafía a descubrir los ídolos que servimos para conocer al Dios vivo y verdadero en Cristo Jesús. Ese es el escándalo del Evangelio.
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