Aquellos a los cuales Dios envía como “socorristas” de otros, muchas veces vamos a estar necesitados de socorro.
“Ten misericordia de mí, oh Dios, ten misericordia de mí; porque en ti ha confiado mi alma, y en la sombra de tus alas me ampararé hasta que pasen los quebrantos. Clamaré al Dios Altísimo, al Dios que me favorece. Él enviará desde los cielos y me salvará de la infamia del que me acosa” (Sal.57.1-3)
El título de este salmo hace referencia a David y la ocasión: “cuando huyó de Saúl a la cueva”. (Ver 1ªS.21.10-15; 22.1)
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Cuando uno lee el Antiguo Testamento llega a comprender lo que dijo el Apóstol Pablo sobre la “utilidad” de las Escrituras. Utilidad a muchos efectos, siendo los principales el llevarnos al conocimiento de “la salvación que es por la fe en Cristo Jesús” y el recibir todo lo necesario para estar “completamente preparados para toda buena obra” (2ªTi.3.15-17). Pero en ese proceso, también experimentamos otras bendiciones como son, el consuelo y el ser llenos de esperanza respecto de cosas futuras de inapreciable valor. Así escribió el Apóstol Pablo:
“Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (Ro.15.4)
Es así cómo a través de mandamientos, promesas, ejemplos buenos y ejemplos malos (1ªCo.10.6,11) todo es usado por Dios para perfeccionarnos y hacernos “conformes a la imagen de su Hijo Jesucristo” (Ro.8.28-29). Y cuando se leen las Escrituras con esa perspectiva es mucho el beneficio que recibimos de parte de nuestro buen Dios. Pero cuando se leen también con el convencimiento de que la “utilidad” de las Escrituras se basa en que “son inspiradas por Dios” entonces sabemos que tanto el propósito por el cual nos fueron dadas como su cumplimiento, están respaldados por el mismo Dios que las inspiró. Y todo lo que es más de eso podría ser interesante, pero no puede sustituir el principal propósito por el cual se nos dieron las Sagradas Escrituras.
Pero volviendo al salmo 57 y el clamor de David en aquella dramática situación por la cual estaba atravesando, escondido como estaba en una cueva, aquella situación contrastaba (¡y mucho!) con el llamado que había recibido. ¿Y cuál fue el llamado? El Salmo 89 nos lo dice claramente:
“Entonces hablaste en visión a tu santo, y dijiste: He puesto el socorro sobre uno que es poderoso; he exaltado a un escogido de mi pueblo. Hallé a David mi siervo; lo ungí con mi santa unción. Mi mano estará siempre con él, mi brazo también le fortalecerá…” (Sal-89.19-22)
Para eso fue llamado aquel joven pastor de ovejas, y para eso también le capacitó Dios: para ser “el socorro” de su pueblo Israel. Así que muy pronto y a partir de la victoria que tuvo sobre aquel gran guerrero que era Goliat, David se presentó cómo “el socorro” para Israel frente a sus muchos enemigos. Sin embargo esas victorias que tanto fueron celebradas por el pueblo, fueron ocasión para que Saúl se llenara de celos (1Sm.18.6-16). Celos que hiceron perder la razón al rey Saúl desencadenando una feroz persecución contra el joven David. A partir de entonces, David huye para salvar su vida y va de ciudad en ciudad buscando librarse de la terrible persecución del rey Saúl. En sus continuas huidas David supo lo que era conocer el peligro, el temor, el hambre, la sed, la soledad, el frío, las dudas, la angustia y aún el hacer el más espantoso de los ridículos por salvar su propia vida.
Esto último se dio en cierta ocasión, en la que, no teniendo donde esconderse de Saúl se fue a la tierra de sus enemigos, los filisteos, donde era seguro que Saúl no le buscaría. David pensaba que los filisteos no le reconocerían, pero cuando estaba en Laquis, ciudad filistea, algunos del lugar le reconocieron como aquel que, en un pasado reciente les había infringido serias derrotas. David, dándose cuenta de que le habían reconocido “tuvo gran temor” y comenzó a fingirse loco: “Escribía en las portadas de las puertas y dejaba correr la saliva por su barba”.
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Con todo, le llevaron delante del rey y cuando éste le vio no le prestó atención, alegando que ya tenían bastantes locos en su reino para que le trajesen otro más. Así lo despachó (1ªS.21.10-15). Con ese comportamiento, David libró su vida de una muerte segura. Luego, cuando lo dejaron libre “huyó a la cueva de Adulam…” ¿A dónde podría ir?
Esta es la ocasión a la cual hace referencia el título del salmo 57. David aquí representa bien a todos aquellos que, por causa de su fe en Dios sufrieron persecución y pasaron toda suerte de necesidades con los sufrimientos consecuentes. En la carta a los Hebreos se habla de todos ellos como de “hombres de los cuales este mundo no era digno” (Hb. 11.36-38).
Pero lo que llama la atención una y otra vez en David y en toda circunstancia era su continua apelación a Dios (Sal.56.3-4,10-11). Él era la base de fe de su vida y su recurso tanto en tiempos de paz y solaz como en tiempos difíciles, desde muy jovencito (Sal.23). Ahora la cueva era su refugio. Un refugio sin una cama, ni una buena provisión de comida, ni una cocina, ni biblioteca, ni luz eléctrica, ni ordenador, ni Facebook para comunicarse con sus “amigos”. Nada de nada, Era una cueva fría y oscura. Pero con todo y servir de “refugio” para David, aquella cueva no era “su refugio”, seguro ni definitivo. Él lo sabía, así que acude a su verdadero refugio que era su Dios:
“Ten misericordia de mí, oh Dios, ten misericordia de mí; porque en ti ha confiado mi alma, y en la sombra de tus alas me ampararé hasta que pasen los quebrantos… Él enviará desde los cielos, y me salvará de la infamia del que me acosa” (Sal.57.1-3)
La oración fue hecha por David en medio de su angustia y sus temores; pero fue hecha expresando confianza y fe en su Dios, su verdadero refugio. Ahora el que fue llamado para ser “el socorro” de Israel, él mismo estaba necesitado de socorro. Lo hemos experimentado también nosotros ¿Verdad? No hemos de negar que hemos sido llamados por Dios para ser “el socorro” de otros. Y sobre todo los que hemos sido llamados para predicar, enseñar, guiar, exhortar y consolar a otros. (2ªCo.1.21) Y sin embargo eso no nos ha eximido de haber pasado por situaciones en las cuales nosotros hemos estado necesitados de ese mismo socorro divino. Entonces, al igual que David, buscamos nuestros “refugios” humanos. Y ahí tratamos de entender el porqué de lo que nos pasa. Aunque a veces ni ganas de orar tenemos; apenas susurros o quizás solo profundos suspiros. Pero sabemos que a menos que Dios intervenga, de nada nos servirán nuestros “refugios” humanos más inmediatos. Lo sabemos en lo más profundo de nuestro corazón y, aunque estando en esa condición sabemos que Dios es nuestro verdadero refugio, nuestra “fortaleza” y “castillo mío” (Salmo 27.1; 46.1,7; 91.2) en medio de temores, angustias y quizás también dudas, acudimos al que puede salvarnos de toda situación mala. Pero es posible que no acertemos a decir palabra alguna y tal y cómo dice las Escritura, en esos momentos (¡a veces, demasiado largos…!) “no sabemos cómo orar, -pero- el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad y aunque no sabemos pedir como conviene, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Ro.8.25-27). Entonces, unos de una manera, otros de otra (las experiencias son diferentes unas de otras) experimentamos un nuevo “amanecer” que solo puede producir “el Padre de las luces” y por el cual somos bendecidos más allá de lo que habíamos pensado y/o creído (Ef.3.20)
Porque eso es lo que vemos en la experiencia de David en la cueva y vemos cómo Dios contestó la oración de David, y como ya hemos dicho, mucho más de lo que él esperaba. Estaba necesitado de compañía y atención en todos los sentidos y el Señor le rodeó, primero de toda su familia; y luego con más de 400 personas, extremadamente necesitadas:
“Y cuando sus hermanos y toda la casa de su padre lo supieron, vinieron allí a él. Y se juntaron con él todos los afligidos y todo el que estaba endeudado, y todos los que se hallaban en amargura de espíritu, y fue hecho jefe de ellos; y tuvo consigo como cuatrocientos hombres” (1ªS.22.2).
Así el Señor, no solo respondió la oración de David, proveyéndole de compañía, sino que cumplió su promesa de ayuda para los desposeídos, desechados y desesperados de una vida mejor. Pero además de la compañía, aquel joven perseguido por el rey Saúl experimentó que cuando Dios promete algo, lo cumple por encima de todas las dificultades que los hombres puedan levantar contra él.
Así es también como David, siendo el socorro de aquellos “amargados de espíritu” y “endeudados” vino a ser un tipo (figura) de Cristo, el verdadero socorro de la humanidad perdida, “endeudada”, desesperada y necesitada de una verdadera restauración y esperanza de vida. Basta ver cuál fue la “agenda de Jesús” presentada por él mismo al comienzo de su ministerio (Lc.4.19-20; Mt.4.23-24) y su posterior cumplimiento, según el resumen que hizo el apóstol Pedro (Hch.10.38). Y eso no solo durante el tiempo de su ministerio, sino a lo largo de toda la historia de la iglesia, hasta el día de hoy.
Concluyo con una experiencia que pasé en la segunda mitad de la década de los 90 que puede reflejar parte de lo que digo aquí y que avala lo que decía al principio sobre el valor de las Sagradas e inspiradas Escrituras. Yo sabía que el Señor me había llamado al ministerio, porque me fue confirmado con diferentes pruebas dado que, debido a cuestiones personales siempre me resistí a aceptar el llamado. Una de dichas pruebas del llamado al ministerio fue a través del texto de Isaías 59:21. Sin duda, dicho ministerio tenía su enfoque, y como todo ministerio de la Palabra que se precie, se ejerce con el propósito de “ser socorro” a otros que están necesitados del conocimiento de Dios y de su Hijo Jesús, a efectos de sanidad del alma, de perdón, de liberación, de esperanza, de paz y de restauración de sus vidas. Sin embargo no fue “un camino de rosas”. Así que en aquel tiempo estaba yo sin ánimo para seguir adelante y, como se suele decir en estos casos, para “tirar la toalla”. El “ungido para socorrer” a otros, necesitado de un gran socorro. El “socorrista” con necesidad urgente de ser socorrido.
En esa situación y sin ganas de nada, recuerdo que miré a mi derecha, en mi biblioteca y vi el libro del Pastor José María Martínez, La España Evangélica de Ayer y Hoy (CLIE, 1994)[1] . Lo cogí y comencé a leerlo por encima y sin apenas ánimo… Pero fue a medida que leía que pude saber (una vez más) acerca del sufrimiento de aquellos hermanos nuestros que pasaron tantas dificultades, por ser fieles a su fe evangélica, en un contexto político y religioso hostil, que nunca se mostró a favor de la libertad religiosa de aquellos que pensaban de forma diferente. Ahí tenía el ejemplo de hermanos y hermanas que, frente al desprecio, la oposición, la burla, la persecución, la cárcel, la tortura y en muchos casos aún la muerte fueron fieles a su fe. Entonces, al comparar todos aquellos sufrimientos con lo que yo estaba pasando, casi sentí vergüenza, en vista de que no tenía razones “de peso” para estar como yo estaba. Y casi sin darme cuenta se me fue la depresión y Dios me confortó por medio de su Palabra. Entonces me percaté que me ocurrió lo que experimentó el autor del salmo 77, que estaba pasando por una gran depresión de carácter espiritual a causa de la cual sufría de insomnio, desanimado, con un espíritu de queja continuo y llegando a dudar de la fidelidad de Dios (Sal.77.1-9).
Sin embargo, fue por hacer memoria de las obras de Dios, hechas en tantas ocasiones a favor de su pueblo Israel, que el salmista recobró el sentido común y su depresión se transformó en ocasión para la alabanza, la adoración y el reconocimiento de Dios como el Pastor de su pueblo, Israel (Sal.77.10-20).
Entonces, damos por cierto que, al igual que David fue llamado para ser “el socorro” del pueblo de Israel, y necesitó él mismo del socorro divino, también a los que el Señor llama al ministerio de la Palabra, lo somos para “ser el socorro” de aquellos que por falta de conocimiento de Dios están con necesidad de ayuda (Mt.9.36). Sin embargo aquellos a los cuales Dios envía como “socorristas” de otros, muchas veces vamos a estar necesitados de socorro. Y esto, quizás para que entendamos que ni el mensaje, ni la sabiduría, ni el poder, ni el socorro está ni tiene su origen en nosotros, sino en Dios que nos llamó y nos envió a ser colaboradores con Él en su obra.
Notas
[1] He de decir que, al cabo de un par de semanas, le escribí al Pastor José María Martínez para darle las gracias por su libro mencionado más arriba. No tardó el medionado y querido pastor en responder a mi carta, diciéndome que aunque hubiera sido solo por el bien recibido, en mi caso, que bien mereció el esfuerzo de escribir el libro.
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