‘La muerte y la vida están en poder de la lengua y el que la ama comerá de sus frutos.’ (Proverbios 18:21).
Se atribuye al jurista americano Oliver Wendell Holmes la siguiente frase: “Un enfermo que se pone a hablar de sí mismo, una mujer que se pone a hablar de su bebé y un autor que empieza a leer de su propio libro, nunca saben cuándo parar de hablar.” En cada uno de esos casos la facilidad de palabra descansa en la importancia que se da a la propia experiencia, la cual satura el corazón y como de la abundancia de lo que hay en el corazón habla la boca, así todo el relato gira sobre lo que para el individuo es lo máximo, no habiendo sitio para nada más.
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Pero en otras ocasiones la locuacidad procede de algún agente externo, que ayuda a desinhibirse y a romper todo freno que la prudencia o el recato puedan imponer. Por eso alguien que ha ingerido anfetaminas, alcohol en exceso u otras sustancias estimulantes, tiene una lengua tan suelta que se convierte en centro que domina la escena y la ocasión.
El problema es que cuando hay tal sobreabundancia de palabras éstas necesariamente pierden su valor, del mismo modo que ocurre en los mercados cuando hay exceso de producción de un artículo. Pero si el inconveniente se redujera simplemente a la depreciación de las palabras, sería un mal relativo. Lo grave es cuando de tal profusión nacen males mayores, como pueden ser la maledicencia y la mentira, porque entonces la lengua se está convirtiendo en un arma de destrucción del prójimo y en un atentado contra la verdad. Dada la inclinación que tenemos a relamernos con el gusto de escuchar chismes difamantes sobre quienes nos son antipáticos, el oído se presta fácilmente a oír tales relatos.
No es extraño que uno de los más temibles males que David describe en algunos Salmos sea precisamente el del poder maligno de la lengua, al que compara con afiladas saetas mortales. El hombre que conocía muy bien el peligro que tenían las armas físicas de guerra, no duda en equipararlas con esas otras armas que son la insidia, la calumnia y la falsedad.
Sin embargo, cuando la lengua está gobernada por la sabiduría, el fruto que resulta es el beneficio necesario que produce en todos los niveles de la vida. Cuando David iba a tomar represalias contra Nabal, por las palabras de afrenta y desprecio que éste pronunció contra él, fueron las sabias palabras de Abigail las que impidieron que se consumara lo que habría sido un derramamiento de sangre. Aquel hombre necio profirió palabras insensatas, que encendieron un fuego amenazante; aquella mujer juiciosa pronunció palabras prudentes, que apagaron esa amenaza.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘La muerte y la vida están en poder de la lengua y el que la ama comerá de sus frutos.’ (Proverbios 18:21). Resulta llamativo que de un instrumento tan pequeño dependa lo más vital, nada menos que la muerte y la vida, las dos realidades más importantes. Las demás realidades son secundarias, pero estas dos son las primarias. No es simplemente que de la lengua pende el bienestar o el malestar, la riqueza o la pobreza, la tristeza o la alegría, sino que de ella depende lo que determina para siempre.
El poder de la lengua para bien se manifiesta de manera fehaciente en que Dios haya basado la salvación sobre la predicación de la Palabra, la cual se efectúa por medio de la lengua. Y así como fue una lengua mentirosa el origen de la primera tentación y causa de aquella Caída, así es la lengua veraz el medio por el que se difunde el remedio para aquella catástrofe. Cuando el predicador proclama el mensaje del evangelio está difundiendo, por medio de su lengua, la verdad de que la muerte sustitutoria de Jesús es la única solución para nuestra necesidad y por tanto esa lengua es un instrumento precioso, porque es portadora del mensaje más importante de todos. El valor de la lengua en la predicación de la Palabra no tiene comparación con el que tiene en mítines, parlamentos o cátedras.
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También de la lengua, sobre su confesión, depende la salvación del que escucha el mensaje de la Palabra, porque ‘todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.’ Invocar es un acto que se efectúa con la lengua, que supone el reconocimiento de la propia impotencia, pecaminosidad y perdición, pero también de la suficiencia y poder para salvar, de quien es Señor. No hacer esta invocación significa que lo que se está confesando es la suficiencia, justicia y sabiduría propia, todo lo cual no son más que hojas de higuera para tapar la desnudez.
Los frutos que se coman de la lengua, dependerán del empleo que se haga de ella. Frutos mortíferos o frutos salutíferos. No hay término medio.
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