¿De qué iglesia eres?

Hace como 50 años un creyente bautista de cierto tiempo en el Señor, me pidió hablar conmigo, no recuerdo para qué cosas. Nos vimos y pasamos casi cuatro horas hablando de todo: temas doctrinales, vida cristiana, etc. Al terminar, se le veía satisfecho del tiempo pasado y me dijo: “He pasado un buen tiempo de charla contigo. Me parece muy bien todo. ¡Y eso que no eres bautista!”

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El hermano no dijo aquello de broma, ni tampoco percibí ningún atisbo de orgullo. Lo dijo de forma seria, pero inocente: “¡Y eso que no eres bautista!”. A él le parecía que fuera de su denominación “bautista” no podía encontrarse algo mejor que lo que él –ellos–  tenía. Esto me hizo pensar en aquella ocasión en la cual, cuando Felipe le dijo a Natanael: “Hemos hallado a Jesús…” Natanael le dijo a Felipe: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (J.1.45-46). A los de Nazaret (¡y toda Galilea!) les habían dado tan mala fama (merecida o no) que no era posible que de allí pudiera salir “algo bueno”; y mucho menos el Mesías prometido por los profetas de Israel.   

Cuando se marchó me quedé pensando un rato y saqué la conclusión de que los que se convierten a Cristo en el contexto de su propia iglesia, sea denominacional o no, piensan que su grupo “es el mejor”. En su día, aunque por poco tiempo, yo también pensaba y me comportaba así. Hasta cierto punto es lógico; y mucho más cuando desde el liderazgo de la Iglesia se alimenta esa idea y actitud. 

Al respecto, comparto dos anécdotas que me ocurrieron al principio de mi conversión. Una en el año 1967, estando en el servicio militar. El pastor Antonio Gómez -ya con el Señor, hace años- estaba recién venido de Sevilla a Córdoba, junto con su familia, para fundar una iglesia Bautista. Él iba buscando a un sargento, contacto que le habían dado; pero en su búsqueda le hablaron de mí, como “cristiano evangélico”. Cuando se presentó como “pastor bautista”, le dije (ignorante de mí): “¿Y eso qué es? ¡Eso no está en la Biblia!”. Lógico. Con tan poco tiempo en la fe, no sabía distinguir un creyente bautista de un “testigo de J…”. Por mucho que me quiso explicar el bien preparado “pastor bautista” (estaba recién salido del Seminario Bautista de Madrid)  no hubo manera de entendernos. Así que el pobre se fue con un mal sabor de boca por aquel desdichado encuentro. Pero tengo que decir que, algunos años después le pedí perdón por aquella actitud y torpe comportamiento de mi parte, llevado por mi ignorancia.

La segunda anécdota se dio en la puerta de la misma Iglesia Bautista del pastor mencionado, Antonio Gómez. Yo estaba de visita dado que por la tarde nosotros no teníamos culto. Predicó esa tarde el recordado hermano, Santos García Rituerto. Me gustó mucho su mensaje que basó en el pasaje conocido del “joven rico”. Además como buen poeta que era, recitó un poema compuesto por él, basado en dicho pasaje, que me gustó mucho. Cuando se puso en la puerta para saludar a los hermanos, me tocó mi turno. Le saludé y le dije que  me había gustado mucho su predicación y el poema aludido. Me preguntó de dónde era y le dije: “De una iglesia independiente”. Inmediatamente añadí: “Pero nosotros seguimos ‘el modelo perfecto’ para la iglesia del Nuevo Testamento”. Aún ahora al contarlo siento vergüenza. Aquel anciano con el pelo blanquísimo, me miró (creo que como el Señor miró al joven rico, con amor) y me dijo: “Nosotros también seguimos el modelo del Nuevo Testamento para la Iglesia”. Él no dijo, “perfecto”, solo “modelo”. No creo que en aquel momento yo fuera consciente de mi metedura de pata. Luego, a medida que pasaban los días fui dándome cuenta de que aquello no estuvo bien. Lo que lamento (¡profundamente!) es que, cuando pasado el tiempo me di cuenta de ese falsa visión y actitud, no actué como hice como en el primer caso, buscando al “anciano de pelo blanquísimo” para pedirle perdón por mi evidente –e inconsciente- torpeza.

Pero eso suele ocurrir en creyentes nuevos (¡y no tan nuevos!) sin formación alguna (aunque conozcan muy bien, de memoria, la Biblia) y que siguen a pie juntillas lo que les dicen sus guías al respecto de “la sana doctrina”. La “sana doctrina” de ellos, claro. Yo incluso había oído decir a alguno: “Si el Apóstol Pablo tuviera que escribir una carta a la Iglesia de la ciudad, la escribiría a la nuestra”. El disparate era, y sigue siendo mayúsculo.

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No es fácil ver el asunto de las diferentes iglesias y denominaciones sin la visión y el conocimiento que proporciona la madurez que con el tiempo se va adquiriendo. Pero como dije anteriormente, es más difícil todavía cuando desde el liderazgo se alimenta el exclusivismo sectario, basado en cosas que ni son esenciales ni tampoco pueden otorgar a priori (ni a posteriori) ninguna superioridad moral y espiritual sobre los demás.

Luego, a medida que se va adquiriendo madurez, se aprende, se debe aceptar y también debe respetarse el hecho de que la multiforme sabiduría de Dios (Ef.3.8-10) se manifiesta a través de distintos teólogos, maestros; diferentes grupos, diferentes formas litúrgicas y  diferentes formas de hacer las cosas. Claro que la sabiduría de Dios mencionada, no quiere decir que tengamos que identificarla con enseñanzas que contradigan las doctrinas esenciales de nuestra fe. Entre otras, las que nieguen la deidad de Jesucristo, su muerte redentora y expiatoria, su resurrección de los muertos, su exaltación a los cielos, etc. La sabiduría divina tampoco se expresa a través de extrañas enseñanzas, de nuevo cuño, que pretenden imponernos, tanto desde dentro como desde afuera y que atentan contra lo que nos enseñan las Sagradas Escrituras (¡y contra todo sentido común!). A mi entender, dicha sabiduría de Dios se identifica siempre con todo aquello que expresa el carácter divino y su voluntad que nos fue dada a través de su Revelación. Luego, el Apóstol Pablo establece el medio por el cual se expresa la sabiduría divina y que es la predicación y la enseñanza del Evangelio (Ef.3.8-9; Col.1.25-29). Pero solo en la medida en que también somos consecuentes en nuestra vida con “las inescrutables riquezas de Cristo” que nos son comunicadas (Ef.3.8) es que dicha sabiduría es dada a conocer más allá de nuestro propio contexto humano, trascendiéndolo (Ver, Ef.3.10). Esto es algo tan tremendo que, a juicio del Apóstol Pedro, “estas son cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (1ªP.1.12).

 Todo ello, al margen de defectos y errores (que hay en todas partes) viene a enriquecer al pueblo de Dios del cual todos formamos parte; y con nuestro hacer, todos contribuimos al bien del conjunto. No importa la medida de nuestra contribución. Incluso la más modesta es tenida en consideración por el que sabe y lleva cuenta de todas nuestras obras.

Llegará el día –no sabemos cuándo– ya no habrá ninguna sombra que nuble la imagen de la Iglesia de Cristo. La madurez de su perfección y plenitud se habrá alcanzado tal y cómo escribió el Apóstol Pablo (Ef.4.11-13) y la Iglesia será revestida totalmente de la perfección de la gloria de Dios, cual novia inmaculada dispuesta para la boda con su Señor y Dueño. (Ef.5.25-27; Apc.19.1-10). Pero mientras tanto, hemos de hacer las cosas lo mejor que sabemos, asistidos por la gracia de Dios. Sobre todo, no dar lugar a ese orgullo del que cree que ya todo lo sabe… y sabe mucho más que los demás. Y si me preguntan: “¿De qué iglesia eres?”. Yo siempre digo: “De la Iglesia del Señor Jesucristo, en Córdoba, España”. 

¡Qué el Señor nos ayude!