Aquello en lo que nos estamos convirtiendo determinará nuestra capacidad de lidiar con las crisis en Europa.
En Europa, llevamos más de una década afrontando múltiples crisis: desde la crisis de la deuda griega, pasando por la de los refugiados en Siria, hasta la pandemia mundial de la Covid-19 y sus secuelas. Y, más recientemente, la guerra rusa en Ucrania, que ha derivado en una crisis energética e inflación.
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También debemos enfrentar los complicados retos de la crisis climática global que, a largo plazo, multiplicará y magnificará otros problemas. Normalmente, los períodos prolongados de incertidumbre generan un mayor malestar social y protesta.
Durante la Guerra Fría, en 1959, John F. Kennedy, presidente de los E.E.U.U., dijo: “En chino, la palabra ‘crisis’ se compone de dos caracteres: uno representa el peligro, y el otro, la oportunidad”.
Aunque la interpretación de Kennedy acerca de estos caracteres puede no haber sido la correcta, hay cierta sabiduría en la cuestión básica de que las crisis ofrecen oportunidades de cambio y de crecimiento, tanto a nivel individual como social.
Para muchos de nosotros, la vida transcurre en múltiples localizaciones. El lugar donde vivimos, aquel en el que trabajamos y en el que vive nuestra familia no es el mismo. Algunos incluso conducen una hora los domingos por la mañana para poder ir a la iglesia, donde se reúnen con otros cristianos que también han recorrido una larga distancia.
El vuelo internacional se ha convertido en lo normal para muchas personas. Echar raíces en un solo lugar durante un largo periodo de tiempo, incluso intergeneracionalmente, puede parecer una idea novedosa, algo que los románticos querrían para todos, pero que, desde un punto de vista realista, ya no es posible.
Tener la libertad de moverse y de trasladarse ahora representa el éxito y la realización personal.
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Pero me gustaría cuestionar esta aceptación normalizada del desarraigo y defender por qué es importante echar raíces en un lugar, tanto para nuestro bienestar personal como para nuestro discipulado cristiano.
En tiempos de crisis, lo negativo se amplifica en las noticias, provocando que muchos nos sintamos sobrepasados por las necesidades y los retos a los que la gente se enfrenta en lugares lejanos, a pesar de que tenemos un poder de acción limitado para provocar cambios reales en tales sitios.
Las redes sociales nos hacen sentir apego y desapego de las personas y los lugares de formas bastante extrañas. Parece que tenemos una solidaridad virtual con las víctimas de un terremoto o de un huracán en otro lugar del mundo, lo que no es malo de por sí, pero carecemos de solidaridad real con la gente que vive en nuestra propia calle.
Es mucho más fácil publicar algo en Instagram o Facebook acerca de las inundaciones de América del Sur que ayudar a un vecino anciano con problemas de movilidad que se siente atrapado en su casa.
No estoy en contra de preocuparnos por personas en lugares remotos o en contra de viajar por sí mismo. Echar raíces no es lo mismo que estar confinado o atrapado en un lugar y tener una mentalidad provinciana. Es posible estar arraigado en un lugar y a la vez tener una perspectiva de vida cosmopolita y global.
El autor y activista medioambiental estadounidense Wendell Berry es quien mejor ejemplifica esta idea de ser una “persona arraigada”[1]. Para Berry, el arraigo consiste en sentirse como en casa en un lugar concreto; es más una actitud que las actividades en las que nos involucramos.
Pasar a la acción para provocar cambios es importante, pero empieza en cómo nos entendemos a nosotros mismos y a nuestra identidad en relación a un lugar.
Echar raíces en un lugar nos lleva a profundizar en las relaciones con nuestros vecinos, nos conecta con las necesidades materiales y espirituales de nuestro entorno, y hace que apreciemos más la flora y la fauna del entorno en el que vivimos.
Así que, en lugar de quejarnos de que hay mucha basura en nuestras calles, nos unimos a un club local de recogida de basura y pasamos de las palabras a los hechos. Nos esforzamos por estar más informados e implicados en ayudar a las pequeñas empresas de la zona en la que vivimos a superar los retos a los que se enfrentan. Nos unimos a un proyecto de jardinería comunitaria y donamos los productos al banco de alimentos local.
Este estilo de vida es el resultado de estar arraigado en un lugar a lo largo de un periodo de tiempo y son buenas noticias en medio de todas las crisis que vivimos, ya que marca una diferencia real en la gente con la que nos relacionamos, en los lugares en los que vivimos.
Como a mucha gente en el mundo, me gusta utilizar dispositivos de Apple como el iPhone y el MacBook Pro porque son buenos y, en muchos aspectos, mejores en comparación con productos similares del mercado.
Una de las principales propuestas de Apple es la velocidad. El nuevo chip M2 del MacBook Pro es un 10% más rápido que el antiguo chip M1. Lo nuevo tiene que ser más rápido para ser bueno.
El rendimiento de los atletas se juzga por lo rápido que pueden correr, nadar o montar en bicicleta, porque ganar la medalla de oro es cuestión de velocidad. Y en los dos últimos siglos, los tiempos de desplazamiento han disminuido radicalmente.
En el siglo XVIII, cruzar el océano Atlántico de Londres a Nueva York llevaba varios meses, pero ahora, con aviones como el Concorde, puede hacerse en cuestión de horas. Imaginar la velocidad a la que suceden las cosas es una experiencia vertiginosa.
De manera que la velocidad, que es algo bueno en algunos aspectos de la vida, ha llegado a tiranizar progresivamente nuestra forma de pensar y de actuar en el mundo. Nuestra existencia es impulsiva, y nuestra autoestima está ligada a obtener y mostrar resultados de las inversiones que hacemos de tiempo y de dinero.
Pero, ¿por qué hemos llegado a asignar un valor tan extraordinario a la velocidad y a qué precio? ¿Cuáles son las consecuencias que debemos enfrentar dado que la velocidad es la norma y lo que dirige nuestras vidas?
¿Por qué hemos convertido la vida en llegar a un destino deseado lo antes posible, y no en el proceso o el viaje para llegar a él? ¿Qué perdemos en el camino cuando esto ocurre?
El teólogo japonés Kosuke Koyama, en su libro Dios a tres millas por hora (1979), explica que los humanos pueden caminar a unas tres millas por hora y que Dios viaja a través del tiempo lentamente porque es amor. No tiene prisa por llegar a ninguna parte.
Koyama creía que a Jesucristo no le gusta el “velocismo” y que es el diablo el que busca soluciones rápidas[2]. Por eso, si queremos conectar con Dios y con la gente y marcar la diferencia en el mundo, debemos ir más despacio y ser más pacientes.
La paciencia es el fruto del Espíritu, no la velocidad. No podemos cultivar y alimentar relaciones profundas sin invertir en tiempo de calidad. Son estas relaciones profundas y de calidad con las personas que se encuentran donde vivimos las que marcan la diferencia en el mundo.
Los tiempos de crisis exigen, y a veces nos obligan, a reajustar nuestra relación con el tiempo. Reducir la velocidad es una elección radical de estilo de vida.
En 2016, “posverdad” fue elegida palabra del año por los diccionarios Oxford. Se ha llegado a aceptar de forma generalizada que existen nociones de verdad múltiples y contradictorias, y que ninguna verdad debe imponerse sobre la de otra persona.
Cualquiera que afirme conocer la verdad que es cierta para todos parece ser una persona equivocada y arrogante. Tales afirmaciones no tienen cabida en nuestro mundo de “posverdad”.
Pero las libertades que disfrutamos en una sociedad democrática se basan en los fundamentos culturales que dictan que los ciudadanos tienen la obligación moral de ser honestos en sus relaciones interpersonales. La falsedad y la mentira destruirán inevitablemente el tejido social de cualquier comunidad.
Hay consecuencias reales en la vida cuando dejamos de decir y de vivir la verdad.
La verdad nos da la base para sostener que algunas cosas de nuestro mundo son terribles y otras son buenas. Impone una distinción entre las cosas.
Necesitamos esta convicción para seguir haciendo lo correcto, incluso cuando es difícil, y para no ceder en tiempos oscuros de lucha y de dificultades.
El teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, en su última etapa de vida tras ser detenido y encarcelado por conspiración para derrocar al Tercer Reich, en un ensayo sin acabar titulado ¿Qué significa decir la verdad?, aborda cuestiones sobre la verdad y decir la verdad. Escribió:
“La verdad de palabra que debemos a Dios debe adquirir una forma concreta en el mundo. Nuestra palabra debe ser veraz no como un principio, sino como algo en específico. Una verdad que no es concreta no es veraz en absoluto ante Dios”.[3]
Para Bonhoeffer, ser veraz es honrar las exigencias concretas de las relaciones humanas. Se trata de utilizar las palabras para expresar lo que es real tal y como es real en Dios. Lo que esto significa en la práctica es que no nos conformamos con la primera vez que oímos hablar de algo o de alguien.
Convertirse en una persona veraz nos lleva en una dirección diferente, lejos del fundamentalismo rígido, religioso o no, que quiere gritar su “verdad” más alto que nadie.
Definitivamente, este crecimiento en la verdad no ocurre en Facebook o en Instagram, que es el lugar al que escapamos cuando no queremos comprometernos con la gente en la vida real.
Crecemos en verdad al relacionarnos con personas diferentes a nosotros, aprendiendo a buscar y a escuchar puntos de vista contrarios al nuestro.
Nos volvemos abiertos y dispuestos a examinar y a buscar corrección para nuestras propias interpretaciones distorsionadas de la verdad, mientras permanecemos convencidos de que Jesucristo, la Palabra de Dios en la Historia, es la verdad. De este modo podemos convertirnos en pequeñas contrarrevoluciones frente a las falsedades de nuestra época.
Para concluir, la elección de un estilo de vida no puede consistir simplemente en a qué decimos no. No puede ser sólo una cuestión cuantitativa.
Es decir, en lugar de tener dos coches, ahora sólo tenemos uno. Necesitamos una sabiduría adecuada a nuestras circunstancias y etapa de vida. Tiene que incluir aquello a lo que decimos sí.
Aquello en lo que nos estamos convirtiendo determinará nuestra capacidad de lidiar con las crisis en Europa. Una vida sabia comienza dando pequeños pasos y haciendo una o dos cosas de forma algo diferente.
Philip Powell, codirector del Justice Centre, Reino Unido. También es director de Teología y Participación en Redes (Reino Unido) en Tearfund, tras haber trabajado durante ocho años en el grupo de reflexión cristiano Jubilee Centre, con sede en Cambridge.
Vista es una revista en línea que ofrece información basada en la investigación sobre la misión en Europa. Fundada en 2010, cada edición temática abarca una variedad de perspectivas sobre temas cruciales para la misión. Descarga la última edición o lee artículos sueltos aquí. Este artículo apareció por primera vez en la edición de marzo de 2023 de la revista Vista.
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