Si hemos sido tratados y limpiados profundamente de nuestro egoísmo, responderemos acorde con el principio del amor; pero si no, lo más probable es que nos alejemos del “problema” que amenaza nuestros propios intereses.
“Ya vosotros estáis limpios, por la palabra que os he hablado” (J.15.3)
En la pasada exposición vimos cómo el Señor limpió a sus discípulos de su sectarismo. En esta veremos cómo los discípulos de Jesús fueron limpiados de su egoísmo que, al igual que los demás puntos tratados, también es característico de los seres humanos caídos.
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Jesús sabía esto, por lo cual lo atajó desde el principio cuando en el Sermón del Monte abordó el tema de las riquezas para, a continuación, señalar la importancia de no afanarse, vivir en dependencia de Dios el Padre y tener un corazón puesto en “el reino de Dios y su justicia” (Mt.6.24-34). De igual manera Jesús advirtió a sus seguidores a no caer en la avaricia ni en la codicia; y cómo también les advirtió que “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios” (Mt.19.24). No por el hecho de ser rico, sino porque con muchísima frecuencia el corazón está tan apegado a las riquezas que difícilmente se puede despegar de ellas, ante las demandas del Señor Jesús que exige el todo a sus discípulos. Pero es posible que también Jesús pensara en los medios por los cuales muchos ricos habían alcanzado sus riquezas dado que, en muchos casos, no habrían sido lícitos. Lo cierto es que Jesús previno a sus discípulos -y por extensión a todos nosotros- acerca de no poner el interés en las riquezas. Entre otras referencias que podríamos hacer, él contó la parábola del hombre rico que prosperaba y prosperaba, y que tenía toda su confianza en todo cuanto poseía, y en la vida que tenía por delante, para gozar de ella comiendo y bebiendo y pasándolo “en grande”. Sin embargo, Jesús sorprendió a todos con estas palabras: “¡Necio, esta noche vienen a pedir tu alma; y lo que has provisto ¿De quién será?” (Lc.12.13-21). Tampoco olvidamos la parábola de “el rico y Lázaro” en la cual Jesús destacó cómo el destino del hombre rico fue la perdición, por no haber hecho un uso correcto de todo cuanto tenía, mientras que, el pobre Lázaro le fue compensado por todo el sufrimiento que pasó a causa de las injusticias que sufrió (Lc.16.19-31).
Entonces, el Señor Jesús enseñó a sus discípulos a no atesorar aquí en este mundo, sino a hacer tesoros en el cielo a través de obras para con los necesitados (Lc.12.32-34). Esa fue la razón por la cual, ante la abundancia de pobres que había en Jerusalén y, cuando nadie se ocupaba de ellos, éstos eran atendidos por la comunidad cristiana, la Iglesia, (Hch.4.34-37; 6.1-7). Esa fue también la razón por la cual en las iglesias que fundó el apóstol Pablo, siguiendo el principio de Jesús y el ejemplo de la Iglesia de Jerusalén, se organizó una especie de beneficencia para atender a las viudas que no tenían recursos y para aquellos que carecían de lo esencial. (1ªTi.5.1-16). Porque, en contraste, la sociedad en la cual vivían los creyentes era egoista y dura de corazón, dado que “estaban sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef.2.12).
En cambio, en relación con el egoísmo, el apóstol Pablo y los que estaban con él se presentaban como ejemplo a seguir, teniendo en cuenta “a los necesitados” (Hch.20.33-35). A este ejemplo también se refiere Pablo cuando dice a los creyentes de distintos lugares: “Sed imitadores de mí, como yo lo soy de Cristo” (1ªCo.11.1; Flp.3.17; 4.9) . Eso nos muestra, además, que los apóstoles al igual que Jesús, no daban solamente palabras, sino que también predicaban con el ejemplo.
Luego, también es para tener en seria consideración las palabras dadas por el Señor, en relación con su segunda venida: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria y todos sus santos ángeles con él. Entonces se sentará en su trono de gloria…” (Mt.25.31-45) Y lo hará para juzgar, tal y cómo reza el Credo Apostólico: “Y desde allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos”. Entonces, a la luz de lo que dijo el Señor en ese discurso de carácter escatológico, es posible que nos llevemos una gran sorpresa, ya que parece que el destino de cada cual estará marcado y determinado, en mucho, por lo que hizo en relación a los necesitados, a los que debió atender como al Señor Jesús mismo. (Mt.25.31-40). La enseñanza es clara y para nada discutible.
No podemos ignorar que todas estas enseñanzas hicieron un efecto de limpieza en lo más profundo del corazón y en la forma de pensar egoísta de los discípulos. Lo que les llevó posteriormente a vivir acorde con las enseñanzas de Jesús. Ese principio también puede verse a través de todas las enseñanzas del apóstol Pablo. Por poner un par de ejemplos –entre otros- el primero en la epístola a los Filipenses. El apóstol recordó a la iglesia de Filipos el mismo principio que Jesús enseñó y que debería ser la marca del verdadero discípulo de Cristo en la comunidad cristiana: “No mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Flp.2.4). Luego, resulta interesante que en ese mismo capítulo el apóstol Pablo presentó un cuadro de la realidad de lo que pasa muchas veces en las iglesias; y lo hizo a través de un discípulo de Jesús ejemplar, en contraste con otros que dejaban mucho que desear:
“Espero en el Señor Jesús enviaros pronto a Timoteo (…) pues a ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros. Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Flp.2.19-21)
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Interesarse “sinceramente” por los demás hermanos y hermanas de la comunidad muestra un espíritu desprendido y generoso dispuesto a compartir tiempo, energías y lo que hiciera falta, acorde con las posibilidades de cada uno. En cambio, el “buscar lo suyo propio” muestra un corazón egoísta y falta de limpieza de ese esencial pecado del ser humano caído.
El otro ejemplo lo encontramos en 2ªTimoteo. El apóstol Pablo estaba en una situación delicada, en prisión, a causa de su testimonio de Cristo. Así que aquellos que se confesaban cristianos de ese lugar, tenían la oportunidad de prestarle la atención y el apoyo que debían visitándole y llevándole algo de ayuda. Sin embargo pensarían que no sería conveniente dejarse ver como amigo del aquel conocido preso. Así que actuaron acorde con sus propios intereses egoístas. Ellos pensarían: “no sea que… se me complique la vida”. De ahí las palabras con un deje de tristeza que Pablo escribe a su colaborador, Timoteo: “Ya sabes esto, que me abandonaron todos los que están en Asia, de los cuales son Figelo y Hermógenes” (2ªTim.1.15)
Posteriormente se expresó el apóstol de la misma manera; pero en una situación más delicada todavía. Él escribió: “En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino que todos me desampararon; no les sea tomado en cuenta” (2ªTi.4.16). Tanto en un caso como en otro, el egoísmo era el principio que controlaba a éstos que se decían “hermanos” y “seguidores de Jesús” pero que cuando llegó la hora, no estuvieron a la altura. Pero en contraste, hubo uno llamado Onesíforo. Un hermano que no se preocupaba “solo por lo suyo propio, sino también por lo de los demás”. Y eso, sin importarle “el que dirán” o que su acercamiento al preso, Pablo, pudiera acarrearle a él y a su familia las antipatías, tanto de las autoridades como del populacho que, comúnmente menospreciaba a “los cristianos”. Pablo reconoce, agradece e invoca la bendición de Dios sobre este precioso hermano Onesíforo, que dejó su egoísmo y su temor a un lado y que con su forma de proceder nos dejó un gran ejemplo:
“Tenga el Señor misericordia de la casa de Onesíforo, porque muchas veces me confortó, y no se avergonzó de mis cadenas, sino que cuando estuvo en Roma me buscó solícitamente y me halló. Concédale el Señor que halle misericordia cerca de él en aquel día. Y cuánto nos ayudó en Efeso, tú lo sabes mejor” (2ªT.1.16-18 –las cursivas son mías-)
Estos ejemplos, tanto positivos como negativos, nos recuerdan aquel mandamiento que el Señor dio a sus discípulos, y por extensión a todos nosotros: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (J.13:35). Porque conocer y repetir las palabras del Señor suele ser fácil. En un sentido, hablar no compromete a nada. Sin embargo, a la hora de la verdad, a la hora de la dificultad y de la prueba que exigiría una identificación con el hermano que la padece, es cuando se “prueba” la calidad de la fe que profesamos. Si hemos sido tratados y limpiados profundamente de nuestro egoísmo, responderemos acorde con el principio del amor; pero si no, lo más probable es que nos alejemos del “problema” que amenaza nuestros propios intereses y que ponen en peligro nuestra “seguridad”.
Concluyendo con esta serie, cuando Jesús dijo: “ya vosotros estáis limpios por la Palabra que os he hablado”, él quiso expresar mucho más de lo que yo he destacado. Lo expuesto son solo algunos aspectos de la obra del Señor en la vida de los discípulos; una muestra de algunas de las cosas que más se dan y se expresan en nuestra vida personal y en nuestras relaciones mutuas.
Una cosa más. Todo cuanto dijo Jesús respecto de su obra en sus discípulos, solo pudo cumplirse después de la resurrección y la venida del Espíritu Santo, el día de Pentecostés. Y al igual que ellos fueron limpiados de su deseo de mandar, su espíritu violento, su egocentrismo, su sectarismo y su egoísmo, así nosotros podemos tener la garantía divina de ser limpiados de todas esas cosas, por el poder de la Palabra y la acción poderosa del Espíritu Santo, en tanto nos sometamos a su voluntad.
Que el Señor nos bendiga, para que no echemos a un lado estas esenciales enseñanzas, y que su propósito se cumpla tal y cómo él tiene pensado, respecto de cada uno de nosotros.
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