Se pueden decir de él muchas cosas, pero si hay algo que caracteriza su trayectoria, es su preocupación espiritual, algo tristemente ausente en la mayor parte de la literatura española actual.
El ahora fallecido Fernando Sánchez Dragó (1936-2023) fue finalista del Premio Planeta en 1990 con El camino del corazón, que consideraba su mejor novela. En esta obra recoge las experiencias de su primer viaje a Asia a finales de los años 60, cuando tantos jóvenes occidentales buscaban una experiencia mística en la sabiduría oriental y el uso de las drogas. Me pregunto qué encontraron al final del camino… ¿Viene de Oriente la luz?
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Tras los avatares y la derrota del movimiento estudiantil francés, un español de 32 años llamado Dionisio deja a su compañera Cristina embarazada en 1969 para emprender a solas una peregrinación a Oriente. Su propósito es volver la Navidad de 1969 a la capital de provincias de donde ha salido, para reencontrarse con ella, mientras le envía cartas, contándole lo que ocurre durante el viaje.
La descripción de esas situaciones y personajes se entrelaza con las notas que Cristina escribe para una novela. A su diálogo se unen las memorias de un amigo de la pareja, que no es otro que el propio Sánchez Dragó, que con su habitual modestia, no le basta con hacer de Dionisio un trasunto suyo, sino que tiene que aparecer también con su propio nombre.
[photo_footer]Dragó (1936-2023) fue finalista del Premio Planeta en 1990 con El camino del corazón, que consideraba su mejor novela.[/photo_footer]
Aquellos que están familiarizados con el personaje mediático en que se había convertido, estarán ya acostumbrados a ese ego enfermizo, que hacía de Sánchez Dragó alguien claramente encantado de haberse conocido. Sus insufribles exhibiciones de narcisismo hacen a menudo algo cargante una escritura que, en esta ocasión, resulta bastante más ágil de lo habitual. Abundan por eso los vulgarismos en un habla coloquial algo inverosímil, que refleja los intereses del autor. Porque si toda literatura es autobiografía, la de Dragó debe ser ya reprografía, porque todos sus personajes parecen variantes de sí mismo.
Estoy leyendo ahora el segundo volumen de sus memorias, el último que publicó, que no llega más que hasta sus años de juventud. Hijo de un padre asesinado por el ejército franquista, nació en Madrid en 1936, se licenció en filosofía y letras por la Universidad Complutense. Fundó una revista de poesía, fue profesor de Historia, Literatura y Lengua Española en varias universidades, incluso en Japón, donde conoció a una de sus tres compañeras con las que formaba un particular triángulo, antes de que llegara la moda del “poliamor” al “adanismo milenarista”. Periodista y presentador de muchos programas de libros en la televisión española, Dragó siempre fue un provocador nato.
[photo_footer]Si toda literatura es autobiografía, la de Dragó debe ser ya reprografía, porque todos sus personajes parecen variantes de sí mismo.[/photo_footer]
Su verborrea y exhibicionismo sexual acompañaron desde su juventud algunos de los lugares comunes de la contracultura de los años 60. Pasó de la militancia comunista que le llevó a la cárcel de Carabanchel, a un indudable interés por las drogas y la espiritualidad oriental. Su aburrimiento de la izquierda le llevó finalmente a ser uno de los más conocidos conversos de la causa liberal, primero en el Partido Popular y ahora en Vox. Su papel preponderante en la fundación, libros y actos del partido de Abascal demostraba que su formación está lejos de ser la representante de ese conservadurismo moral y religioso por el que le votan muchos cristianos, partidarios de la vida y la familia. Como tantos partidos neoliberales hoy, son una curiosa mezcla de causas libertinas con el extremismo religioso y todo tipo de oportunistas, sinvergüenzas y cantamañanas.
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Fernando Sánchez Dragó era un viajero incansable. Aunque era un gran conocedor de la India, promovió la difusión del misticismo oriental en su versión más esotérica, aunque coqueteara en ocasiones con el catolicismo-romano. Se declaraba admirador de Jesús, pero enemigo de Roma, a pesar de ser un conocido militante contra el aborto, por lo que ha sido portavoz de varios actos pro-vida. Para unos, no era nada más que un oportunista; para otros, alguien totalmente contradictorio. Se pueden decir de él muchas cosas, pero si hay algo que caracteriza su trayectoria, es su preocupación espiritual, algo tristemente ausente en la mayor parte de la literatura española actual. Aunque no fuera más que por eso, merece la pena examinar su obra.
La generación que vivió la época que Sánchez Dragó llama la “década prodigiosa” al hilo que surge del mayo parisino del 68, pero se desenvuelve en torno al mito del “jipi” (como aparece castellanizado en la novela) trotamundos. El camino del corazón recorre todas y cada una de las estaciones y ritos de paso de ese peregrinaje “a las fuentes del conocimiento” de unos viajeros que concebían la India, no como un lugar geográfico, sino como un estado de conciencia. Las andanzas del protagonista, Dionisio, parecen una copia exacta de las de Dragó, que espera ya en 1967 esa cita universal que tras “la batalla” de París va a convocar multitudes el año siguiente en Katmandú, Goa, Bangkok y Bali.
Tras el mayo francés, los sueños de toda una generación flotaban a la deriva, cuando se oye que en Oriente se puede sobrevivir sin necesidad de dinero, la gente es dulce y hospitalaria, los templos acogen a los peregrinos, las leyes apenas existen y circulan sustancias misteriosas, capaces de transportar el espíritu a las regiones del éter. Los Beatles han encontrado al Maharishi Mahesh Yogi el verano anterior, después de hacer Sargeant Peppers, pero Prabhupada pronto ocupa su lugar. Yellow Submarine es la banda sonora de algunos momentos clave de esta novela, aunque Joan Baez todavía envía los últimos compases del No nos moverán desde los altavoces de algún tocadiscos. “Pero lo cierto es que nos han movido”, dice Cristina en sus memorias.
Un comerciante sufí le destroza a Dionisio “todos los gloriosos principios del movimiento democrático”. Por él descubre que el igualitarismo, los derechos humanos, la escolarización y la divulgación cultural no son sino “pamplinas yanquis”. Ya que “por tus venas y por las de tu prójimo no corre la misma sangre”. Puesto que aunque “es posible que el alma, si existe, sea única y común a todos, salta a la vista y al resto de los sentidos que se encarna de muchas maneras diferentes”. Cristina aprende así también “a no perder el tiempo intentando cambiar el modo de ser del prójimo”. La mentalidad de clases de la India se une de esta manera al individualismo liberal de Occidente.
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A partir de conocer al “último gran pueblo de la especie humana”, Dionisio reniega de la fe materialista y toda la filosofía occidental que de tres siglos a esta parte nace, vive y muere de la duda. Ya poco importa que el oráculo de turno se llame Descartes, Einstein o Heidegger. Olvidados los interrogantes, el protagonista se sumerge ahora en el baño purificador de las aguas de la certeza. Se acostumbra a los muertos tirados por la calle y los muñones tendidos de la miseria, porque la religión en la India “es una dimensión del espíritu que envuelve las demás sin anularlas y que se traduce en respeto, sobre todo del individuo, sin hipocresías ni palabrería”. Si “los indios no levantan cabeza, en lo que a la economía se refiere, es porque no le da la real gana, porque obedecen a otro sistema de valores”.
El bautismo psicodélico de Dionisio se produjo al día siguiente de su llegada a Katmandú. Es toda una experiencia religiosa para él. “Dios no está en una pastilla, pero el LSD me explicó el misterio de la vida”, decía Paul McCartney. Descubierto durante la guerra por un bioquímico suizo, el LSD hace estragos durante los años 60. Para la contracultura, la experiencia mística está unida al uso de drogas. A causa de ellas pasa un año Dionisio en una cárcel de Bombay, pero en Bali se sube finalmente al tren del LSD, cuya “última estación” tiene “en casi todas partes el nombre de Dios”.
¿Viene de Oriente la luz? Para Dragó no queda lugar a dudas. Pero Ex Oriente Lux ya no significa, como para el escritor latino antiguo, una alusión a los tesoros espirituales que la luz de Cristo entrega al mundo. No se trata ya de la salvación, sino del conocimiento que viene de técnicas de meditación, que te ayudan a sentirte a gusto contigo mismo. Porque ya no hay bien, ni mal, todo es ilusión. “El mundo no existe”, puesto que se trata de un espejismo: “Dejadlo en paz, tal y como en cada momento de la historia y en cada punto de la geografía se os presenta: que cada pueblo busque y encuentre la solución a sus problemas dentro de su propia alma y entre sus propias raíces”. Eso es creer de verdad en Dios, dice uno de los personajes.
Para Dragó, el camino del conocimiento no es otro que el del corazón, según la sabiduría sufí. Es la búsqueda obsesiva de esa verdad oculta tras las apariencias, por la que la filosofía oriental pretende traspasar el velo del “maya” o la ilusión, para penetrar en la unidad final de todas las cosas. En realidad toda la novela es un viaje de la diversidad hacia la unidad, ya que en esto consiste el camino oriental hacia la iluminación, que encuentra finalmente la unidad en el fondo de uno mismo. Así, Dionisio, de la experiencia con hongos alucinógenos en Bali, emerge como un hombre nuevo, preparado para volver a casa y reencontrarse con Cristina.
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Hay momentos conmovedores en la novela, como cuando Dionisio, sentado en el suelo con las piernas en posición de loto, se dirige mentalmente al dios Krishna, con las palabras del Baghavad Gita: “Dime quién eres Tú, que tan aterradora forma presentas”. Y ante el espejo descubre en su rostro a la muerte, jadeando, con la cara descompuesta por la angustia. El terror se apodera así de Dionisio mostrando cómo la filosofía oriental no tiene respuesta al problema de la muerte. Lo que él llama “vida eterna” no es sino la alienación final de una “muerte eterna”. Su ideal no es sino la aniquilación y la disolución de la existencia personal en el Nirvana de la nada.
La verdad para el cristianismo está sin embargo en una Persona, que nos dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6). Jesús no es un Buda iluminado, ya que su enseñanza no nos trae una filosofía más, sino una revelación. No se trata de alcanzar una “conciencia cósmica”, sino de recibir la salvación que por su muerte y resurrección nos da una vida, libres del pecado y de la muerte.
La esperanza cristiana no está por lo tanto en la reencarnación, sino en la resurrección de Aquel que murió en nuestro lugar para darnos vida eterna. No es una huida del mundo, sino “una tierra nueva”, en la que finalmente “mora la justicia” (2 Pedro 3:13).
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