Hay dos maneras de mirar la cruz: permanecer junto a Jesús esperando su resurrección, o regresar con la multitud que va errante, como testigo del acontecimiento salvador.
Desde el mediodía y hasta las tres de la tarde, toda aquella tierra quedó en oscuridad. El sol dejó de brillar y el velo del templo se rasgó por la mitad. Jesús, gritando con fuerza, dijo:
–¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!
Dicho esto, murió.
Cuando el centurión vio lo que había sucedido, alabó a Dios diciendo:
–¡No hay duda de que este hombre era inocente!
Toda la multitud que estaba presente y que vio lo ocurrido regresó a la ciudad golpeándose el pecho. Pero todos los amigos de Jesús, y también las mujeres que le habían seguido desde Galilea, se quedaron allí, mirando de lejos aquellas cosas.
Lucas 23:47-49
La exhibición terminó con las últimas palabras de Jesús. La multitud, simple espectadora, emprendió el regreso a la rutina con cierto regusto amargo. Habían sido testigos del suceso y todavía no encajaban bien la muerte de aquel hombre singular que tanto bueno les había dado.
Algunos de los que le acusaron falsamente parecían arrepentidos. Se golpeaban el pecho sin que hubiese remedio para lo que acababan de hacer. Como veletas se habían dejado llevar por la euforia de la propuesta de Pilato: ¿A quién queréis que os suelte, a Jesús o a Barrabás? Y se habían decidido por el segundo.
Mientras le daban la espalda a la cruz y golpeaban sus pechos, buscaban un refugio interno para protegerse de sus malas decisiones.
Los que le habían tratado de cerca, atrapados por el miedo no sabían qué hacer. Ellos no habían apostado por Barrabás. Sin embargo, parecía que la jugada tampoco les había salido bien. En esos momentos ni seguían a uno ni tenían vivo al otro. Lo cierto era que, a partir de aquel suceso, no podrían vivir de la misma manera y debían tomar otras determinaciones, otras perspectivas diferentes a las que habían tenido horas antes con Jesús vivo.
Seguían sin entender. Estaban conmocionados. ¿Paralizados? No podían acercarse al cuerpo muerto ni se atrevían a huir. Miraban de lejos. Miraban distantes. Observaban inquietos a los que se alejaban con aspecto compungido.
Mas ya sabemos que golpearse el pecho no es siempre arrepentirse. No es siempre conversión. Puede ser remordimiento silencioso. Puede ser superstición. Miedo. Tanto unos como otros acababan de ser testigos de la muerte de un inocente y de un hecho milagroso. La tierra se oscureció. El velo del templo se rasgó.
No obstante, no basta con presenciar los hechos, con conocer lo ocurrido. No basta con pormenorizar después los detalles al contarlos. Basta con tomar una decisión positiva y firme. Una decisión que no tenga marcha atrás, como tampoco la tuvo Jesús, quien nos trajo las buenas nuevas del evangelio y se mantuvo adelante en ellas hasta su muerte.
Hay dos maneras de mirar la cruz: permanecer junto a Jesús esperando su resurrección, o regresar con la multitud que va errante, como testigo del acontecimiento salvador, sintiéndose excluidos de la redención.
¿Eres tú uno de esos caminantes que saltan de espectáculo en espectáculo, viviendo momentos que apenas te marcan antes de seguir tu marcha hacia ninguna parte?
¿Todavía no crees que hay que detenerse? Reflexiona ante Jesús, el camino para la resurrección. Tienes que detenerte aunque el mundo gire y dé vueltas y más vueltas perdido dentro de su órbita.
Párate. Párate ante Dios y serás testigo de su redención, de su resurrección, también la tuya.
Conocer más de Jesús nos abre los ojos. No hay caminos que recorrer sin él, estando ante su presencia, de su mano. Expectantes.
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