¿Quién se ha llevado a mi Señor?

María desilusionada observa la tumba vacía.

Parece haber olvidado la promesa que Jesús había hecho o quizás no entendió sus palabras .

Lo cierto es que esa mujer que había experimentado una gran transformación se haya envuelta en lágrimas, desconsolada ante la pérdida del Maestro.

Impactada sospecha que el cuerpo de su Señor ha sido robado. Sus lágrimas tienen sentido, pues neciamente llora la privación física de lo último que quedaba de aquel gran hombre.

Aferrada a la idea del robo, cegada por el dolor, no distingue la voz de Jesús. Sigue amedrentada, pidiendo un cuerpo inerte al que rendir un último homenaje.

JESÚS LE DICE: ¡MARÍA!

Al oír su nombre comprende que aquel que le habla es el Maestro, ese Jesús al que tan ansiosamente busca.

¡MARÍA!

El corazón le salta de contento ante la súbita presencia de su Señor.

El cilicio en el que está sumida se transforma en gozo, pasando del entristecido luto al júbilo. Entiende que Él siempre ha estado ahí, cerca de ella, atisbando aquellas lágrimas sin sentido, aquel llanto equivocado. 

Cuantas veces vertemos nuestras lágrimas en una ociosa búsqueda de aquello que está tan cerca de nosotros y pese a saber la grandeza de Dios en nuestras vidas, nos enrolamos en tristes historias donde omitimos su presencia y derramamos nuestro llanto ante la supuesta ausencia. Solo cuando oímos nuestro nombre nos ocurre como a María, somos conscientes de que en realidad Él ha resucitado.

Humanamente tenemos la necesidad de llorar, verter un llanto para así poder paliar nuestra angustia, nuestra frustración, nuestro temor...

Pedimos a Dios entre lágrimas que envíe sanidad sobre aquellos seres a quienes amamos. Que solvente una necesidad económica. Que haga desaparecer de nuestras vidas esas escenas tristes que nos condicionan el presente. Esas lágrimas son aceptadas por Dios. Las lágrimas equivocadas son aquellas que derramamos recelando de su poder. Aquellas que vertemos desconfiando de su soberanía. Cuando torpemente dudamos de que sea Él el único que remueve piedras y deja la tumba vacía.