Hace falta un cambio en nuestra mentalidad derrotista y sumisa a las circunstancias para asumir el papel que le corresponde al pueblo de Dios: ser sal y luz de este mundo.
¿Está la Iglesia sin defensa ante los ataques continuos de los enemigos del evangelio? La respuesta es un rotundo “no”. En mi anterior artículo hablé de un arma muy eficaz, pero poco usada que el Señor ha puesto en las manos de su pueblo: la oración imprecatoria. En este artículo vamos a hablar de otra arma no menos eficaz y contundente: se trata de la Palabra de Dios, comparada en el NT con una espada de doble filo (Heb. 4:12)
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El Imperio Romano debía su poder a este arma muy eficaz, conocido como gladius hispaniensis. Como su nombre dilata, viene originalmente de la Península Ibérica.
Al leer Apocalipsis, nos damos cuenta que Jesucristo se presenta con este tipo de espada que sale de su boca (1:16,19:15). Esta imagen describe una realidad impactante que tiene el poder para cambiar las cosas en este mundo. La Palabra de Dios es un arma de ataque. Y si el Imperio Romano debía su poderío militar a una espada muy manejable y contundente, la Iglesia debe sus victorias a la Palabra que sale de la boca de su Señor.
¿Por qué es así?
Porque lo que Dios dice es la verdad que permanece para siempre. Y la verdad divina tiene un poder incalculable. Es la medida de todas las cosas, luz en medio de las tinieblas, liberación de la mentira y ayuda donde la sabiduría humana falla.
Lo que tenemos en la Biblia es la comunicación definitiva de la cosmovisión divina. Sin embargo, los creyentes a lo largo de la historia muchas veces no le han dado el lugar que le corresponde. O bien han reducido la Biblia a una colección de oráculos favoritos sueltos o la han interpretado a la luz de las filosofías y modas del momento. Esto es particularmente cierto en nuestros tiempos donde se le niega a la revelación divina su aspiración de cambiar no solamente vidas individuales y sino el comportamiento de pueblos enteros. Es revelador el veredicto de Oseas 8:12:
“Le escribí las grandezas de mi ley, y fueron tenidas por cosa extraña”.
Despreciar esta arma es despreciar al Creador y Dueño del universo. En pleno siglo XXI le falta al cristianismo moderno la voluntad de confiar plenamente en la capacidad sobrenatural de la Palabra divina. Es otra forma de decirle a Dios: cometiste un error al darnos la Biblia, porque en primer lugar sobran tres cuartos de su contenido y en segundo lugar sabemos llevar a cabo las cosas de forma mejor, basándonos en nuestra propia inteligencia y sabiduría.
Hemos sustituido una buena consejería bíblica por modas psicológicas, una conducta revelada en la Palabra de Dios por una ética situacional negociable, una cosmovisión divina teocéntrica por un humanismo antropocéntrico, un culto digno y centrado en la adoración de Dios por espectáculos inspirados de conciertos seculares, la predicación por el entretenimiento de la audiencia, y la voz profética y valiente desde el púlpito por una adaptación completa y obediente a las normativas gubernamentales.
Por lo tanto, el primer paso para hacer un impacto en este mundo no es adaptarnos al mundo sino pedir perdón a Dios por haberle insultado por nuestra arrogancia que buscaba sus propias verdades. Porque una cosa está clara: si la Biblia es la Palabra de Dios, entonces la Biblia es la última autoridad en todas las cosas y en todos los aspectos de la vida.
No es relevante lo que yo pueda pensar o lo que los demás puedan opinar. La pregunta es, ¿qué quiere Dios? Porque no hay que olvidar un detalle medular: mientras que las modas cambian, la revelación divina describe verdades que quedan para siempre:“Para siempre, oh Señor, permanece tu Palabra en los cielos.” (Salmo 119:89).
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La Palabra de Dios no es pasajera, sino eterna. Por lo tanto tenemos la obligación de inclinarnos ante su autoridad, someternos a su cosmovisión y dejar de buscar nuestro propio camino, intentando encontrar algo “mejor” que las sendas antiguas. Nuestra actitud debe ser: “Habla porque tu siervo oye (1 Sam. 3:9-10)”.
Jesucristo, siendo Hijo de Dios, tenía la misma actitud. Él no aplastó a nadie con la fuerza de sus argumentos o su conocimiento infinito. Apeló simplemente a la Palabra de Dios, con las palabras: “está escrito” (Mateo 4:4.7.10).
Cuando empezó su ministerio público en Nazaret se apoyó en el profeta Isaías (Lucas 4:21). Siempre daba más importancia a la Palabra escrita que a los milagros (Lucas 16:31) porque la Escritura era la máxima autoridad para Jesucristo (Juan 5:39).
Los apóstoles heredaron esta actitud y 1500 años más tarde los reformadores la redescubrieron de nuevo. Sin embargo, hoy en día nos hemos convertido en expertos de la diplomacia para no meternos con nadie en vez de tener el valor de decir: “así dice el Señor”.
Si la Biblia es la Palabra de Dios, entonces tenemos en nuestras manos información privilegiada que es decisiva a la hora de valorar correctamente la realidad que nos rodea.
Esto convierte la revelación divina en la última norma para la expectativa y el comportamiento de la Iglesia. Y de eso se trata: el mensaje del evangelio, de las buenas noticias que viene de parte de Dios, no es solamente el bienestar del alma, sino poner cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo (2 Corintios 10:5). Ha sido precisamente el error de todos los movimientos pietistas de dejar el bienestar de un pueblo en manos de gente con una cosmovisión secularista y atea. Resignarnos a desempeñar un papel que nos es asignado por parte de los agentes del mal es renunciar a todo el potencial que representa la Palabra divina.
La pregunta no es, ¿de qué nos permiten hablar?; sino, ¿de qué quiere Dios que hablemos? Hace falta un cambio en nuestra mentalidad derrotista y sumisa a las circunstancias para asumir el papel que le corresponde al pueblo de Dios: ser sal y luz de este mundo. Esto requiere decisión, valor y fe en el poder de Dios.
Si la revelación divina es la última norma para el comportamiento de todos los hombres tenemos que hacer todo lo posible para que la voluntad de Dios sea conocida. Esto no va a ser posible sin sacrificios, persecuciones y sufrimientos. Pero el mensaje de la Biblia no es una corriente más en el concierto de las religiones e ideologías, sino la última y definitiva respuesta de parte de Dios. Y Dios no tiene la intención de dejarse derrotar.
La pregunta a la que nos corresponde responder es sencilla: ¿qué es lo que le gusta a Dios? ¿Cómo Él quiere que vivamos?
En un mundo de incertidumbres y calamidades a la cual nos ha llevado la arrogancia secularista y la soberbia de una naturaleza caída, nos tenemos que preguntar, ¿cómo debemos de vivir?
Hace falta desarrollar desde una base bíblica modelos alternativos para la política, la economía, las finanzas, las relaciones sociales y el trabajo, para nombrar solamente algunos ejemplos. En resumidas cuentas, tenemos que poner manos a la obra para ofrecer alternativas teocéntricas.
La Iglesia es el agente escogido por Dios para cambiar a este mundo, o como Jesucristo lo expresa en la Gran Comisión: para “hacer discípulos a todas las naciones … enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado…”.
Nadie que tiene un ejemplar de la Biblia puede alegar que desconoce la voluntad de Dios. Las Escrituras nos dejan sin excusa. Ay de nosotros si no nos tomamos el tiempo para averiguar lo que Dios quiere de nosotros.
Si la Biblia es la Palabra de Dios, entonces es el fundamento para el comportamiento humano.
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Esto empieza con lo personal. La gente necesita seguridad sobre asuntos tan importantes como su alma. Especulaciones e hipótesis NO son suficientes. Cuando estamos en lecho de muerte necesitamos algo más concreto que un “tal vez”.
Las Escrituras nos dan esta seguridad: “Sé que mi Redentor vive” (Job 19:25). Nos dan seguridad en esta vida en cuanto a nuestro futuro. ¿Cómo lo sabemos? Porque la Palabra de Dios lo dice así.
La Biblia no habla de manera incierta. Habla con absoluta seguridad de cosas absolutas.
Si la Biblia es la Palabra de Dios, entonces requiere una atención única también en todos los demás aspectos de la vida. No hay que olvidar que contamos con una verdad que jamás debemos de olvidar: el que honra a Dios y su Palabra es honrado por Dios (1 Samuel 2:30).
Todo esto da a la Iglesia una voz profética que cambiará situaciones que parecían imposibles de cambiar. No olvidemos que el mensaje de arrepentimiento que Jonás recibió de parte de Dios era capaz de cambiar la actitud de los asirios, uno de los pueblos más crueles de la historia.
Cualquier renovación de un pueblo o de una sociedad empieza con lo que Dios ha revelado en su Palabra. Darlo a conocer, predicarlo a tiempo y a destiempo es la tarea sagrada del pueblo de Dios. Y el efecto será notable.
Esto implica denunciar los pecados nuestros y de nuestra sociedad con toda claridad. No se trata de moralismo o mojigatería. Se trata de obedecer a Dios y poner todo bajo su autoridad.
Por esto es posible que después del juicio haya un nuevo comienzo. Si la Iglesia aprende de nuevo a usar las armas que Dios ha puesto en sus manos veremos que las montañas se mueven y caen al mar.
En la próxima y última entrega de esta serie vamos a ver cómo esto podría funcionar.
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